Una de las consecuencias más trágicas del progreso —en general cosa buena— ha sido el desprestigio y hasta la destrucción de quedarse acostado. La lógica vertical del capitalismo ha arrasado con toda forma de vida horizontal y las personas o naciones que todavía lo practican se exponen cada día a las sanciones más injustas o al destierro de lo exótico por parte de los erguidos. Esta madrugada, por ejemplo, aquejado de un dulce insomnio, he descubierto que muchos de los argumentos que circulan por ahí ya contienen el antídoto que los desactiva, el muro y la grieta, como uno que me ronda de Salvador Sostres, erguido puro, que en una de sus habituales piruetas y conocido su aprecio por Israel, prefiere guardar la proporción para los gintonics y decir «suerte que Hitler y Stalin están ya muertos, porque si no serían firmes candidatos a cualquier distinción. Hitler tal vez al Nobel de Química, por la increíble aportación de sus hornos». Una madrugada salvada de la quema.
A ojos de los ejércitos en pie, una persona tumbada es un enfermo, un vago, un diletante que nunca pasa a la acción, un desviado que busca convencer a otros para que se tumben a su lado a repartir la culpa milenaria de pensar, leer, follar, comer y beber, escuchar música, hacer sombras chinescas en el techo y, en casos de extrema depravación, dormir. Dormir es el peor de todos los pecados. Hay que estar despierto, en pie, listo, aseado, afeitado y sonriente todos los días sin excepción, dicen sin explicar nunca para qué tanta verticalidad.
Un escritor que teclea de pie, como Hemingway, crea automáticamente a su alrededor un consenso ético, un dogma militar de artista metódico, férreo, valiente, preparado e inquebrantable, que se asoma al abismo existencial que asoma, entre café y vermut, en la hoja en blanco. Un escritor erguido está en la realidad. Un escritor tumbado, como Paul Bowles, que vivió y murió en Tánger y afirmó haber creado el noventa y cinco por ciento de su obra en horizontal, observa, por el contrario, cómo una sombra se extiende sobre su trabajo, sobre su sexualidad, sobre su temple como macho de letras. Es un escritor acostado, orientalista, débil, probablemente drogado o borracho o rodeado de niños. Si hablamos de las mujeres, atrapen el primer impulso eléctrico al pensar en una mujer, seguramente árida, deprimida, barbitúrica, que admita pasarse el día en la cama.
Es un asunto grave porque yo sin las camas que han sido sería un despojo. No habría leído ni pensado nada. No habría ordenado el cajón mental ni descansado de los ataques del día a día, ni soñado con lo que, a veces, acabé llevando a cabo. De mis viajes, mis mejores recuerdos son horizontales, las siestas en estaciones de tren, las camas de Nueva Orleans, Teherán, Marrakech, Nueva York, Kampala —ésta con una insinuante envoltorio de seda— y tantas otras donde fui tan feliz acostado y gasté tan poco. Cuando estaba en ellas no quería salir a ver nada, a experimentar nada, a probar nada. La intuición de la vida afuera, su rumor más allá del cuadrilátero mágico en el que dormitaba, me lo ha enseñado todo.
Me quedo con el último párrafo. El mundo empieza en la cama. Desde la misma que he leído tu artículo, y qué placer combinar una buena lectura con la comodidad y el refugio que ofrece la cama.
Por cierto, hace poco que he descubierto Jot Down y desde que lo he hecho no he podido dejar de leeros. Muchas felicidades por vuestro proyecto.
«Es un asunto grave porque yo sin las camas que han sido sería un despojo. No habría leído ni pensado nada. No habría ordenado el cajón mental ni descansado de los ataques del día a día, ni soñado con lo que, a veces, acabé llevando a cabo.»
Comienza la revolución
¿Erguido o tumbado?
Te empujan a estar erguido, no queda otra, pues debes encajar. Prepararte lo que debes decir, de que forma y aparentar la constante verticalidad.
Escribe un tumbado.
Gracias al escritor.
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