Seis años sin ganar el Campeonato del Mundo. Seis largos años para Carlos Sainz, bicampeón antes de cumplir los 30, “El Matador” de las pistas de tierra y asfalto, una especie de Severiano Ballesteros motorizado, salido de la nada, de un país sin coches, el hombre que consiguió que Toyota destronara a la todopoderosa Lancia a principios de los noventa y que se empeñó en coquetear con el éxito y la desgracia de una manera casi arrogante: subcampeón en 1991, subcampeón en 1994, subcampeón en 1995…
Seis años, seis eternidades, desde aquel último campeonato que ganara con el Celica en el Rally de Cataluña. Desde entonces, de Toyota a Lancia y de Lancia a Subaru y de Subaru a Ford… Pasaban los Auriol, los Kankkunen, los McRae, los Makinen… pero él seguía ahí, siempre al acecho, el zarpazo preparado para dejar su huella. Corría 1998 y Sainz cerraba el círculo volviendo a casa, a Toyota, que le había preparado un Corolla tan competitivo que llegó Montecarlo y el madrileño ganó, colocándose como primer líder del mundial, posición que reafirmaría después de quedar segundo en Suecia y Portugal mientras su gran rival, Tommi Makinen, se retiraba en tres de los cuatro primeros rallies.
Con el finlandés fuera de escena, todo apuntaba a que el gran enemigo a batir sería Colin McRae, el siempre explosivo McRae, que ya había tenido problemas con Sainz cuando era su escudero en Subaru. El británico ganó en Portugal, en Francia y en Grecia y se colocó en el primer puesto pasada la mitad de campeonato, con 36 puntos. Sainz le seguía con 31, Makinen quedaba con 26, merced a sus victorias en Argentina y Suecia.
La baza del español era su regularidad. Makinen no tenía términos medios: o ganaba o se retiraba. McRae aguantó el liderato un gran premio más y se vino abajo en el Mil Lagos de Finlandia, tierra siempre maldita para los continentales hasta la llegada del imbatible Sebastien Loeb. Quedaban tres carreras, solo tres carreras y Sainz volvía a liderar con autoridad: 47 puntos por los 38 de Makinen y McRae, casi un gran premio entero de ventaja.
Recuerden aquellos tiempos porque no son los de ahora: entonces ganar daba 10 puntos, ser segundo solo proporcionaba seis y el tercer lugar del podio te suponía cuatro. Si eras séptimo, ni las gracias. Cada punto costaba una barbaridad y una ventaja de nueve tan avanzado el campeonato era sinónimo de medio título… salvo que alguien hiciera una locura, por ejemplo ganar tres carreras seguidas sin casi oposición y darle la vuelta a todos los pronósticos.
Exactamente eso es lo que hizo Makinen, campeón en 1996 y en 1997. A su victoria de Finlandia sumó triunfos en Italia y Australia. Sainz se defendió como pudo, con un cuarto y un segundo puesto. McRae se vino abajo.
A falta del Rally de Gran Bretaña, el mítico RAC, el finlandés dominaba la clasificación con dos puntos de ventaja sobre el español. Sainz tenía que ganar, con ese resultado sería campeón seguro. Si era segundo, necesitaba que Makinen no quedara tercero y si el tercero era el de Toyota, el de Mitsubishi no podía pasar del sexto lugar.
Con lo que nadie contaba era con que, a los seis tramos del primer día, el campeón chocara, se dejara una rueda en el camino y fuera obligado a abandonar por poner en peligro la integridad de sus rivales empeñado en una conducción imposible. Dejaba así el camino completamente limpio a Sainz, un camino al tricampeonato, a la gloria después de tantos segundos puestos tan agrios, tan poco reconocidos en su país, donde parecía que ser campeón del mundo era algo al alcance de cualquiera.
Con Makinen fuera de competición, al madrileño le bastaba con quedar cuarto. Teniendo en cuenta el apoyo de sus compañeros de Toyota, que no iban a quitarle puntos por órdenes de equipo, prácticamente le bastaba con aguantar y llevarse la gloria.
Makinen preparaba su equipaje camino del aeropuerto mientras la carrera iniciaba su último e intrascendente tramo. Aún en el hotel, el vigente campeón atiende a la televisión de su país. El entrevistador pregunta: “Tommi, parece claro que Carlos Sainz es el nuevo campeón del mundo, ¿qué opinión tienes al respecto?” Makinen parece sereno, resignado. No tiene mucho que decir. “Nuestras opciones las perdimos el primer día y desde entonces todo ha sido muy fácil para él”. Está a punto de felicitarle cuando su teléfono móvil suena. “Perdona, tengo que coger la llamada, lo repetimos todo otra vez luego”, dice al cámara, que pese a todo sigue grabando mientras el micrófono del periodista se mantiene en el plano.
Makinen atiende con desgana, luego con incredulidad, luego repite: “¿Qué?, ¿Qué?” y al final, con una media sonrisa, esa media sonrisa del que no sabe si le están vacilando, musita, mitad para sí mismo, mitad para los periodistas: “El coche de Carlos se ha incendiado a 500 metros de meta… han tenido que pararse y están intentando apagarlo… no pueden empujarlo…”. Makinen ríe y ríe, aún sin creérselo, buscando la cámara oculta porque la otra la tiene a escasos centímetros de la cara, mientras Sainz tira su casco contra el espejo de atrás del Toyota y lo rompe en mil pedazos.
Por su parte, Luis Moya, el fiel copiloto, a ras, golpea el capó con los puños y patea el guardabarros después de dar por perdido el motor, la biela, todo. A 500 metros está la meta. Aunque pudieran arrancarlo —no podrán, lo saben— jamás llegarían al final del enlace, unos 70 kilómetros más allá. Las imágenes son la viva expresión del “no pudo ser”. “Close, but no cigar”, dicen en la televisión británica. Son momentos históricos, frases que pasarán a la historia: “Trata de arrancarlo, Carlos, por dios, trata de arrancarlo”, a la altura del “Rafa, no me jodas, ¿expulsión de quién?”.
Sainz llora. Moya llora. Makinen ríe y celebra con champán. Ya no hay viaje al aeropuerto. El tricampeón tiene una nacionalidad diferente, todo cambia por una pieza mal ajustada, un giro del destino. Dos puntos. Dos miserables puntos y 500 metros. Ya digo que la realidad era otra, que la realidad decía 70 kilómetros, pero la estética no. Ni la estética ni las fotos. Las fotos enseñan la línea de meta y a 500 metros el futuro campeón del mundo con un extintor en la mano. El Al Gore del automovilismo.
Su cuarto subcampeonato en ocho años como si, por otro lado, eso fuera fácil.
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Buen artículo. Sólo comentar que Mil Lagos no ha sido siempre maldito hasta Loeb, puesto que, precisamente, Carlos Sainz fue el primer piloto continental en ganarlo en 1990. También lo haría Didier Auriol en 1992.
Una aclaracion: Sainz fue el primer no nordico que gano el Mil lagos, luego lo gano Auriol, asi que, al dios lo que es de dios.
Que grande Carlos Sainz, que carisma tenía el tio, si hasta ponían tramos en directo, ahora casi no dan la noticia en la tele.
Incluso creo recordar que ese tramo lo dieron en directo. En cualquier caso eso ha quedado para la historia, para el mito, si lo hubiera ganado nadie fuera de los aficionados se acortaría de él, por la misma razón que recuerdo más a perico que a indurain sin embargo creo que muchos tenemos el video en la memoria, es de los pocos acontecimientos que recuerdo vivamente, al nivel de oro de Cacho o la pájara de Perico
a simple twist of fate
Apuntado queda lo del Mil Lagos. Más que por la victoria de Sainz y luego de Auriol, que ya conocía, porque creí que Loeb había roto la maldición ganándolo varias veces, pero veo que me equivocaba, el mismísimo Loeb solo ha ganado dos veces aquel rally y tuvo que esperar a 2008 para conseguir el primer triunfo y a 2011 el segundo. Probablemente me expliqué mal, queda ahora todo resuelto gracias a vuestros comentarios, un abrazo y gracias a todos!