A pasos cortos y pesados el batallón ascendía con sigilo la falda de la colina, a cuya cresta asomaba ya la primera de las tres líneas. Joe ocupaba la segunda, encogido, pegando a las costillas el metal del Garand y aguardando la orden de abrir fuego. Sabían del silencio de los M40, a unas dos millas atrás, como el preludio al ataque conjunto, cuando había que apretar el cuerpo y rugir con el fusil para no escuchar nada. Una señal delantera les detuvo, como si la avanzadilla divisara ya las curvas del Yalu. A unos metros a su izquierda Johnny temblaba. Congelaba su rostro una mueca de miedo y cada paso era un tormento. Un ligero ademán de Joe reclamó su atención enseñándole seguidamente los dientes en señal de fuerza, como cuando el muy animal sellaba en los barracones los broches sueltos. De pronto, sin previo aviso, el cielo se encendió y una violenta sacudida lanzó a todos por los aires. No supo cuánto tiempo quedó inmóvil, aturdido y ciego, tendido de espaldas en la tierra yerma sin que el zumbido en los oídos remitiera. Lentamente le despejaron los gritos, un hedor pesado, una segunda explosión al otro lado y, ahora sí, el tronar de los tanques en la retaguardia. Y cuando no sin esfuerzo pudo por fin incorporarse su mano izquierda tocó algo blando, una cubierta rugosa de tacto familiar. Era el uniforme de Johnny. Sus ojos miraban inertes al cielo. Por debajo del pecho no había cuerpo, no había nada salvo un puñado de hebras macabras, como cabellos gruesos que serpenteaban atraídos por la tierra. Y sólo entonces deseó con todas sus fuerzas no haber nacido.
En un segundo se enderezó como un resorte. Casi salió despedido de la cama, jadeando a estertores. Georgia, a su lado, abrió los ojos. Tampoco es que durmiera mucho últimamente. El que no lo hacía era Joe. Hasta temía el sueño. No recordaba cuándo fue la última vez que pudo dormir sin que le asaltara la misma escena, la misma pesadilla, el mismo horror. Georgia alargó la mano a su espalda reprimiendo un ‘cariño’ que, tanto lamentaba, hacía mucho que Joe no merecía. “¿Otra vez? Anda, duérmete, no es nada”. Un sudor frío le empapaba mientras suspiraba por recobrar la vista, por reconocer la oscuridad de la habitación. Porque los ojos sin vida de Johnny seguían allí. No se iban nunca.
De tanto repetirse este trance, aquellas crisis nerviosas que podían estallar en cualquier momento, de hasta sentirle llorar encerrado en el baño, Georgia se había cansado de sugerirle que acudiera a un médico. Alguien que lo viera. Pero Joe ni respondía. No era hombre de médicos. Sólo de una tozudez sobrehumana que alguna vez pudo causarle un disgusto. Una mañana, en la obra de Louisville, le cayó al tobillo un mazo de grandes dimensiones. Joe se retorcía de dolor en el suelo pero reprimía el menor gemido. Fueron los compañeros quienes le encontraron allí tendido. Hicieron falta tres de ellos para quitarle la bota. Su pierna terminaba en un enorme bulto rojizo que figuraba quedarse allí para siempre. Decidieron llevárselo al hospital. “Al primero que me toque —amenazó señalando al pie— esto le parecerá una broma”. El capataz lo mandó a casa. Al día siguiente allí mismo estaba, al pie del cañón, canturreando como si nada. No sería hasta meses después que desapareció la cojera. El dolor mucho antes. Lo combatía con la risa, como le había enseñado su padre.
Pero Joe había cambiado mucho. Bien lo sufría Georgia. Como si algo hubiera deshecho a pedazos al hombre que le había cautivado años atrás en la factoría de calzado de Paoli, donde se conocieron y prometieron en matrimonio. Joe se había traído de Corea un raro trastorno que sólo ella padecía en silencio. Porque conociéndole ya se encargaría él de que ni el aire lo supiera.
En poco más de una hora Georgia ya estaría arriba, madrugando más que el alba como hacía a diario. Levantarse, vestirse, preparar el desayuno, llevar a los niños al colegio y calzarse el delantal en Villager, un pequeño restaurante donde servir a los vecinos que tenían la suerte de sentarse a comer en los descansos de Kimball, Jasper y alguna otra factoría de los pueblos cercanos.
French Lick era el más pequeño de todos. Una villa menuda y simple. Valle abajo unas pocas casas salpicaban la llanura al otro lado de la cual, no más de una milla, West Baden Springs hacía de reflejo, como una gota de agua rota en dos al caer al suelo. La vida en aquel rincón del sudoeste de Indiana era sencilla porque de complicarse algo más podría no haber vida. El condado de Orange era el más pobre del estado. Eso decían los informes que allí no llegaban, que nadie allí conocía. En un ambiente rural y familiar la existencia en French Lick se limitaba a trabajar para poder comer. Salvo dos o tres familias el resto no tenía más que lo que llevarse a la boca. Nadie en un pueblo que no alcanzaba al millar de vecinos recordaba la vida de otra manera. Hacía tiempo que la economía del área había perdido la fuerza del campo y los aires de bonanza tras la guerra no querían llegar hasta allí. De no ser por la pequeña industria colindante French Lick sería un pueblo fantasma.
La familia Bird no podía explicarse sin ella. Georgia Kerns era fuerte, una estaca casi rocosa, de mejillas encendidas por un rosado barniz que combatía el aire duro de las Lowlands del que también parecían protegerse sus ojillos hundidos. Era una de esas hembras del bajo Indiana que agradecían el paritorio como un descanso. Podría haber alumbrado a cualquiera de sus hijos en la pila de la cocina y amamantarlos mientras fregaba. Georgia era víctima de un inquebrantable recato, del orgullo firme ante la desdicha, lo que suponía silenciar hasta la tumba las muchas miserias de la vida diaria con el pudor de la clausura. Una tarde, Amy, la mujer de los Reynolds, desde la ventana de la cocina y su ventajosa posición de centinela, viendo jugar a los Bird en el rellano, sospechó de la extremada delgadez de Larry y Linda. Unos minutos después se presentaba en la puerta. “Georgia, ¿no necesitas nada? No te dé vergüenza, mujer”. Pero ella negaba con la cabeza devolviendo una sonrisa mientras secaba las manos en un delantal que alguna vez tuvo color. Si tres tomates eran pocos para la ensalada de los niños ella no cenaría.
Georgia trabajaba como camarera, cocinera y limpiadora. Pero nunca gastaba en ella. Todo era para los pequeños. Si hubiera contado las horas que pasaba trabajando cada semana le habrían salido no menos de cien. Pero ella no contaba las horas. Contaba los dólares que rara vez llegaban al centenar cuando el gasto para dar de comer a los críos no bajaba de 150. Por eso cuando alguno de ellos llegaba con alguna prenda rota se las arreglaba para enmendarla con alguna de las suyas. Y cuando la cosa se torcía de veras era frecuente verla subir calle arriba, al otro lado de la escuela, en dirección a casa de mamá. Unas veces sola, otras con los niños cuando Joe hacía la vida imposible. “Toma, no digas nada y cógelo”. Lizzie Noble Kerns le hacía entonces entrega de un pequeño fajo que conservaba el arrebujo del monedero. La escena se repetía siempre en la cocina mientras los pequeños revoloteaban en la salita, sin un abuelo al que deleitar y que de haber estado allí no se privaría de gruñir algún recado para Joe. “¿Dónde anda ese pájaro? ¿Ya le han echado otra vez?”. Y Georgia, avergonzada, bajaría la mirada en silencio.
Cuando el pequeño Eddie vino al mundo Mike, el mayor, tenía catorce años, Mark trece, Larry diez, Linda nueve y Jeff tres. Georgia no contravino su naturaleza como ninguna mujer podía hacer. Sólo que las cosas llegaron así. Y Joe apenas la tomaba. La última vez que lo hizo se quedó dormido a medias mientras ella pegaba el morro a la almohada para evitar aquel pestazo a whisky.
En cuanto los críos levantaban dos palmos del suelo había que ayudar. Cualquier cosa valía. Una mano de pintura en el cerco de un vecino, el césped de un jardín perezoso o el embaldosado cojo de la capilla. A veces los mozos bajaban hasta el hotel, donde el mantenimiento brindaba siempre alguna oportunidad. Y los muchachos que la perdían hacían entonces de sabuesos en el primer contorno del bosque a la caza de pelotas de golf que luego revender por unos centavos a algún huésped generoso. “Vamos, largaos de aquí. Dejad libre la entrada”. Había que andarse listo.
El hotel había perdido el esplendor que sólo los más viejos del valle de Springs recordaban. Pero seguía siendo el orgullo del pueblo, a cuyos pies, en el cruce ferroviario de Southern y Monon, el alcalde irlandés de Indianápolis Thomas Taggart lo había levantado en 1904 con el excedente que brindaba la industria cervecera de Indiana. Durante la primera mitad de siglo el edificio, de seiscientas habitaciones, había alojado a incontables millonarios procedentes de toda la nación en busca de aquellos baños termales que anunciaban con ribetes los tabloides en sus páginas de lujo. El éxito del hotel animó a Taggart a fundar también allí la Pluto Water, una factoría de agua mineralizada que durante años se vendía masivamente como elixir de juventud procurando así empleo a decenas de familias en el condado, feliz por la agitación del hotel y sus continuas reparaciones. De una de ellas había sido testigo el padre de Georgia, John Riley Kerns, a quien el pueblo celebraría por la propina de 100 pavos entregada en mano por Al Capone ante la atenta mirada de sus cinco escoltas. Y si bien toda aquella prosperidad quedaba ya muy atrás aún caía de vez en cuando alguna visita de prestigio. La última, murmuraban los vecinos, del Gobernador de California, un tal Ronald Reagan.
Otra pequeña fuente de ingresos a contar en centavos era el billar de Shorty Reader, una divertida ratonera donde los jóvenes del pueblo mataban el poco tiempo libre. Shorty era muy espabilado y negociaba hasta con el aire, un diminuto demonio buen amigo de Joe con quien había ido a la escuela y que se las había arreglado para montar aquel negocio y ganarse la vida. Por ese aprecio de la cercanía diaria Shorty se ocupaba de que los chavales, sobre todo los que nunca sostenían un taco, tuvieran un cuarto en el bolsillo o en su defecto un refresco que servirles del fondo de las botellas, cuando el gas se había largado. “Toma, vete al mercado y tráeme esto”. En el billar nunca faltaban chiquillos mirones y vacíos. “¿Ves el suelo de la despensa? Pues quiero que brille como esta bola”.
Pero lo que verdaderamente encendía a los chicos eran unas ristras de papel que Shorty disfrutaba en descubrir los viernes por la tarde con el local repleto. Las izaba y sacudía en su mano derecha como un cebo irresistible. “¡Eh, muchachos! —vociferaba— ¿Queréis ver lanzar a canasta a McCracken y Pruett? ¡Tengo entradas desde cinco centavos!”. Los más afortunados se hacían con ellas sin reparar en que al día siguiente deberían buscarse la vida para un trayecto que nadie les aseguraba.
Shorty dejaba al cargo a un mozo de su confianza cada vez que tenía que subir a Norhtwood. Y esto era lo que más gustaba a los Bird. Que Shorty los montara en el Volkswagen, a veces siete u ocho críos, hipnotizados por la radio del coche y aquella espectral voz contando el partido de los Cubs. Al atravesar la comarcal que cortaba la colina Larry pegaba el hocico a la ventanilla poniendo ojos de lechuza mientras divisaba con gran curiosidad las llanuras de un mundo que ignoraba por completo. Y lo mismo cuando papá se hizo con un viejo Corvair en el 64. En el asiento de atrás se apretaban Mike, Mark, Linda, el pequeño Dave Qualkenbush y él. Con el paso de los años aquellas travesías al norte también se perdieron, como las dulces miradas entre Georgia y Joe.
Larry era el menor del primer grupo de hermanos. El más inocente y escuálido, el que callaba a las órdenes de Mark y Mike, el que gozaba de su seguridad y temía su fuerza, sobre todo sus pescozones, que rascaba contrariado en el cogote cuando alguno de ellos no daba con él en el suelo. Larry quedaba a cargo de ellos cuando papá y mamá trabajaban, que era como decir siempre que no estaban a las faldas de la abuela Lizzie.
Esperando a Shorty, allá en Northwood, se metían a batear al campo de golf antes de que Jason, el guarda, que siempre andaba de mal humor, los pillara y echase de allí a patadas. “Cuando os coja veréis, malditos. No volveréis por aquí”. Pero Jason, gordo y torpe, se agotaba enseguida vociferando siempre la misma amenaza. “¡Ya hablaré con Joe! ¡De ésta no pasa!”. Y ellos, sin mirar atrás, corrían hasta el coche dominados por la irresistible sensación de la diversión prohibida. Rara era la tarde que tenían la suerte de reunirse seis para el partido de béisbol, las más de las veces, en un descampado de unas cincuenta yardas a la espalda de casa, donde mamá prefería que estuvieran a pesar de que a los chicos les disgustaba jugar entre los montículos de hierba crecida, donde Larry solía engancharse y caer al suelo ante las risas del resto. El campito tras el jardín daba a la ventana de la despensa y más de una vez se cargaron el cristal. Como no podían pagarlo y el destrozo estaba hecho acabaron tapando el ventanuco con una triple capa de cartón que resistía los pelotazos.
Si Larry jugaba mal sus hermanos la tomaban con él. Pero cuando cumplió los diez años se sentía capaz de responder a los pescozones y hasta apretar sus puños antes de lanzarlos con fuerza al rostro de ellos. Porque se pegaban. Se pegaban mucho. Y no era infrecuente que el pequeño llegara a casa con un ojo morado. Si no salía el culpable y pedía perdón Mark y Mike terminaban con la cara morada también.
Ya era un hombrecito. Por eso empezó a añorar la compañía de sus hermanos cuando salía con el bate a solas para golpear contra el muro una vieja pelota de tenis que había olvidado rebotar. Y así seguía y seguía mientras hubiera luz hasta que sus bracitos, doloridos, le pesaban lo bastante como para entrarle ganas de sorber la sopa en la cena antes que levantar la cuchara. “¡Larry!”, le fulminaba mamá si lo intentaba. Los domingos, tras las misa a que Georgia les llevaba como pinceles, volvían a juntarse todos no sin antes cambiarse y dejar la ropa doblada sobre la cama, como un uniforme que lucir una vez por semana.
Linda y Larry compartían habitación. Nunca se preguntaron cómo una habitación podía ser pequeña en el campo. Solamente por qué la compartían. Peleaban mucho. Larry no soportaba que su hermana le dijera lo que tenía que hacer. Y a menudo, cuando las riñas no tenían fin, Georgia, que no sabía quejarse, le pegaba un tirón del brazo y se lo llevaba como un pajarito a casa de la abuela, lo que en el fondo el astuto rubejo agradecía para poder gozar de espacio y dormir en paz.
Una tarde de visita familiar a casa de su tío en Hobart, a unas tres horas al norte, Larry, asediado por el aburrimiento, salió a dar una vuelta. Al rato se cruzó con unos muchachos algo mayores que le reclamaron. “Oye, ¿juegas? Nos hace falta uno más”. Por un momento creyó que batearía como un hombre pero enseguida vio un balón castigado bajo un sobaco. Algo contrariado Larry se unió a ellos y en un rato andaba corriendo entre unas canastas retorcidas por las heladas. Cuando sintió que era su turno lanzó el balón desde unos metros con la suerte de acabar dentro. A la siguiente se animó otra vez con el mismo resultado “Vaya —se detuvieron—, tú debes ser el mejor jugador de ahí abajo”, que era como se referían a las villas del sur. “¿Y dónde juegas?”. Y Larry se encogió de hombros porque a sus trece años no lo hacía en ningún sitio. “Oye, ¿por qué no vuelves la semana que viene? —se despidieron— Aquí mismo nos encontrarás”. Y nada prometió.
Pero de vuelta a casa le invadió un sordo orgullo por lo hecho resolviendo en adelante practicar más a menudo, prendándose aprisa por aquel juego que parecía dársele tan bien. Tanto como que su siguiente visita a Hobart el técnico del instituto, Jim Jones, lo hizo suyo enseñándole en lo sucesivo todo cuanto un jugador debía conocer. “Hijo, aprendes rápido. Tienes algo que no he visto antes en ninguno de mis muchachos”.
Y Larry empezó a ocupar su tiempo en eso. Hasta levantarse a las seis de la mañana y practicar antes de las clases, tras las que luego seguiría hasta terminar agotado. Y como lo hacía en las pistas cercanas al Villager, al cabo allí se presentaba para que mamá le aliviara la sed con un refresco. “¿Quieres algo de comer?”. Si no era allí lo haría horas después en Flick’s, la otra taberna donde Georgia abatía la jornada. Para no incomodar demasiado ella sacaba cinco o seis pavos de propinas dos de los cuales dejaba a la vista del encargado sobre el mostrador. Al volver a la mesa Larry estaba ya con la boca llena. “Cuánto dinero tienes siempre, mamá”. Y Georgia sonreía mesándole el ribete rebelde de la coronilla. Larry no había visto dinero en su vida, como cualquier chico del pueblo cuyo mundo se limitara a unas cuarenta millas a la redonda.
Pero cuanto más crecían menos veían a papá.
Y eso que Joe era muy popular en todo el condado, uno de esos tipos capaces de animar un funeral. Divertido, bromista y lenguaraz siempre tenía dispuesta alguna ocurrencia que avivar la sonrisa en compañía. Si la vida hubiera consistido en complacer Joe no tendría rival en French Lick. Pero la vida era otra cosa y en el pueblo todos conocían su mayor problema. Los trabajos le duraban muy poco. Había hecho de carpintero, de pintor, de zapatero, de surtidor en una gasolinera, de camionero, de lo que hiciera falta pero de todo un poco. Gustaba de contar maravillas de sus empleos al acabar la jornada. Pero esto no solía durar mucho. Luego ocurría siempre algo que daba con él en la calle. Era como si todo lo grato que Joe resultaba a sus compañeros lo fuera en sentido fastidioso a sus jefes. “Bird, por qué no cierras el pico, ¿amigo? Me estás empezando a cansar”. Y Joe culminaba el azote con una de esas bromas diríase inconvenientes. Georgia nunca preguntaba porque él prefería no contar nada. Únicamente sabía del desenlace cuando, de pronto, lo encontraba en casa a deshoras, hundido en el sofá frente al televisor. “¿Has cenado? ¿Quieres que te prepare algo?”. Joe no respondía. Le habían despedido.
Para un urbanita que arribara al pueblo Joe sería una rara mezcla de hombre y animal silvestre. Un tipo rudo y transparente, sin vuelta de hoja. Un puro nervio de humor desbordante que sólo podía explicarse en aquel rincón del mundo. Para Georgia había en Joe un despilfarro de voluntad sin control. Ponía una excesiva fuerza en todo cuanto hacía. Y si causaba algún daño reaccionaba con una carcajada a la debilidad.
En los buenos tiempos, antes de los traumas que ahora le afligían, Joe trabajó un largo periodo en la Kimball, una fábrica de pianos de la que decía sentirse orgulloso. Antes de acostarse los niños solían arremolinarse en torno a él y Joe les contaba historias de teclas y cuerdas, de barnizados y patas, de macillos y pilotines, de palancas y grapas. Y los muchachos, que apenas entendían nada, se quedaban hipnotizados viendo cómo padre agitaba las manos en el aire y hasta llegaban a imaginar un piano entero sin que ninguno de ellos hubiera escuchado nunca una sola nota.
Cayendo una tarde Joe reunió a la familia frente al televisor anunciando que uno de sus pianos saldría en alguno de aquellos shows de la renacida América. Con el paso de las horas el entusiasmo inicial se fue apagando sin que nada parecido a un piano apareciera en pantalla. Georgia no dijo nada. Entrada la noche, cuando el canto de los grillos se colaba por la ventana, se levantó y fue acostando a los niños, que llevaban un buen rato dormidos. “Vaya, igual no han podido llegar a la fábrica”. Porque Joe era inocente, la viva imagen del campo y su natural sencillez.
Por eso mismo, o por haber renunciado de muy joven a la educación alistándose en la Marina, en casa había resultado un desastre. Un pedazo de energía sin fuste ni la menor habilidad de hacer familia a una mujer decente. Había hecho lo posible por los niños, que le adoraban. Pero no sabía cómo amar a su esposa, cómo hacerla un poquito feliz, como si sólo bastara su conquista, como si Georgia le fuera también un empleo.
En los últimos quince años se habían mudado varias veces de French Lick a West Baden y al revés. Algunas veces por el alquiler, otras por una mejor caldera o por el escueto deseo de Georgia por una habitación o una ventana. “Aquí entra el sol y no el viento. Me gusta para los niños”. Y cada vez que se mudaban los críos echaban una mano formando una pequeña tropa. Mover muebles, pintar paredes, arrancar y poner papel y esas cosas que la fuerza de Joe apresuraba. La última vez que regresaron a French Lick fue por la estufa, como una pipa gigante de metal en torno a la que se había levantado una casa. “Aquí estaremos mejor”. Pero no contaron con algún inconveniente. La estufa encerraba la maldita manía de atragantar algún pedazo de carbón vomitando lengüetazos de humo como si la casa empezara a arder. “Joe, Joe, despierta, los niños…”, le sacudía Georgia en la cama. Y como siempre ocurría de noche había que levantar a los niños, sacarlos de allí y esperar a que Joe volviera las cosas a su sitio. Afuera, medio dormidos, cubiertos por un par de mantas y pegados como polluelos, los hermanitos se preguntaban cómo padre era capaz no ya de abrir los ojos sino simplemente de respirar en aquel infierno. Los inviernos eran muchas cosas. Pero una de las más persistentes, la que todos conservarían para siempre, eran aquellas atroces esperas a la intemperie.
Joe nunca tuvo mucho tiempo para los críos. Y cuando lo tenía los educaba en los valores de la fuerza, como él había sido educado. Jugaba con ellos al fútbol, haciendo de quarterback y enviando un pase a Mark, luego otro a Larry y así con todos. Y cuando uno de los niños quedaba a solas con él le decía: “Eres mejor que ellos, demuéstraselo”. Y así el pequeño, encorajinado, se mordía la punta de la lengua y salía disparado como un pececillo. En casa Joe solía repetirles siempre la misma orden. “Ya podéis mirar unos por otros. Como me entere que no lo hacéis será mejor que ese día no volváis a casa”. Y como Joe no era muy de monsergas coronaba el asunto levantando en brazos al pequeño Eddie, al que adoraba por encima de todos por saber que era su último pedacito de sangre.
Pero Joe había cambiado mucho desde el despido en Kimball. En realidad lo había hecho mucho antes. El hombre se traía algo más allá que los niños no entendían. A base de encargos y chapuzas estaba de suerte si alcanzaba los 120 pavos a la semana. No era que fuese insuficiente. Era que Joe tenía la mala costumbre de deshacerlos en la taberna de Selby. “Esta ronda la pago yo”. Debía ser la tercera o la cuarta. Y era Qualkenbush el único que trataba de prevenirle. “Joe, déjalo. Has gastado ya bastante”. Pero Joe, que se calentaba enseguida con los primeros tragos, apartaba a su amigo con el brazo mientras improvisaba la enésima chanza que provocaba las risotadas del resto. En la taberna de Selby no cabían las penas. Y si lo hacían, callaban muy al fondo del pecho, que era donde Georgia encerraba la suya. Soportaba mejor que Joe llegara borracho a que lo hiciera con los bolsillos colgando. Cómo era posible que no pensara en los niños.
Las cosas fueron a peor cuando Joe empezó a estirar carreteras tierra adentro para una constructora de Louisville. Georgia le preparaba entonces una bolsita con alguna comida y un par de prendas duras que luego volvían hechas jirones negros. Su marido se largaba el domingo por la noche y no regresaba hasta el viernes a última hora. Y cada vez que lo hacía aparecía más y más chupado. Para entonces el alcohol le consumía por completo, lo que era aún más visible en la época de lluvias, cuando el trabajo descendía. Entonces apenas pisaba la casa más que para caer a plomo en la cama, a la que llegaba dando tumbos entre la oscuridad. Al día siguiente unas partidas a la herradura y de cabeza a la taberna de Selby. Eso era todo. Georgia tomó la decisión de enviar a los pequeños a casa de la abuela los fines de semana, como si los hubiera tenido que sacar del estado. Cualquier cosa con tal de que sus hijos no vieran así a su padre ni fueran testigos de las discusiones que para entonces eran diarias.
Con todo el dolor de su alma Georgia no pudo más. “Quiero el divorcio”. Como si en el fondo lo entendiera Joe no opuso resistencia y acabó mudándose a la casa de sus padres. Por un tiempo Joe creyó que las cosas allí, en el viejo hogar de su infancia, podrían enmendarse. Pero la soledad, los continuos baches para salir adelante, la ausencia de Georgia y la cada vez mayor de sus hijos le hundieron en una depresión que redobló los trastornos del sueño y las visiones de guerra, encontrando en el alcohol al único aliado con que combatir una vida que al cabo perdió todo sentido. Un corazón fatigado y una cabeza enferma difícilmente hallarían solución cuando se despertaba aullando en mitad de la noche ocultándose bajo la almohada para no despertar a sus padres, que ninguna culpa tenían de su fracaso como hijo, como marido y como hombre.
Con el paso de los meses Joe comenzó a tener serias dificultades para afrontar la manutención de sus hijos a que legalmente estaba obligado. La visita del pequeño Eddie en las Navidades del 74 estuvo cerca de traumatizar también al menor de sus hijos —“Papá, vuelve”— porque nada causa más daño a un hijo varón que el llanto de un padre deshecho.
Sin él Georgia intentó salir adelante con todas sus fuerzas. Jornadas de hasta dieciocho horas en dos y tres trabajos que resultaban insuficientes, incluso con la ayuda de mamá, para hacer frente a los gastos de la casa. El retraso en los pagos era una soga que apretaba el cuello a diario. Y Georgia se vio en la terrible necesidad de elevar la demanda. Ella no sabía de las cuentas de Joe. Si éste pagaba religiosamente su debe le quedarían no más de veinte dólares por semana. Pero no había más remedio.
Una tarde, sabiendo que Georgia no estaría, Joe se presentó en casa para poder abrazar a sus hijos. Qué crecidos estaban. Larry era ya un mocete que le sacaba la cabeza y asomaba vello duro en sus lechosas mejillas salpicadas de granos. Hasta había abierto un día la portada del diario local con sus prodigios en el equipo de Springs Valley. “¿No has visto lo que hizo ayer tu hijo? —le confiaron en Selby’s— Tu Larry es un hoosier de verdad”. Y como antaño Joe les reunió a todos en la salita. Tenía algo importante que decirles. “Hijos, me voy a quitar de en medio. Y eso os va a ayudar a todos”. Ninguno dijo nada. No entendían exactamente qué quería decir. Sólo lamentaban que ya no moviera las manos, enjutas y apagadas, como cuando construía pianos en el aire. A ratos se le trababa la lengua y sólo los mayores no ignoraban por qué. “Decidle a mamá que la quiero”.
Y aunque tristes y confusos eso harían los chicos. Informaron a Georgia de la visita de papá y todo cuanto les había dicho. “No le hagáis caso —objetó ella con ganas—. ¿No sabéis lo bromista que es? No dice más que tonterías”. Georgia había perdido también el buen porte y andaba molesta con Larry, al que llegó a retirar la palabra cuando volvió a casa fugado de la Universidad de Indiana dando al traste con la única alegría familiar en años. Para colmo Larry cambió los libros por la recogida de basuras y hasta había dejado de jugar. Los muchos reveses habían endurecido aún más el semblante de una mujer de piedra.
Con la ayuda de sus padres Joe se puso al corriente de los pagos hasta que en enero un nuevo retraso se le echó encima. No eran más que dos semanas pero ya era reincidente. A solas en casa, cuando aquella mañana abrió la puerta, Joe no vio a dos policías. Vio a su viejo amigo Frank, tan corpulento y rosado como siempre, y un joven espigado que lucía el uniforme con el orgullo del novicio. Por aquella nariz debía ser el primogénito de los Nobles. Frank se llevó la mano a la gorra antes de decir nada. “Joe, no nos pongas las cosas difíciles —el sargento sabía que no hablaba al hombre que años atrás había conocido—. Pero tienes que venir con nosotros”. Ahogando un suspiro Frank aún tuvo tiempo de una última observación. “Tienes un aspecto horrible”. Joe tragó saliva improvisando algo que pudiera hacerle salir del atolladero. Por nada del mundo quería la cárcel. No por él. Sino por la vergüenza de sus hijos. “Espera, Frank, espera amigo mío. Tengo… sí, tengo que ir a por ese dinero. Sólo os pido un par de horas. Al mediodía estaré listo. Lo juro”. Se hacía difícil mantener la vista intacta ante aquel balbuceo patético. “Dos horas”, le apuntó Frank con el índice al pecho antes de dar media vuelta.
Dos horas. Eso era todo cuanto valían los viejos tiempos.
Seguidamente Joe acumuló fuerzas para ejecutar un plan que ya tenía trazado. Se pegó un baño, se afeitó y arregló un poco, como ya no recordaba la última vez que lo hiciera. Salió de casa, cogió el coche y se acercó hasta la gasolinera del hermano de Georgia, donde estrechó la mano de su cuñado y los dos mozos con un escueto mensaje que parecía absurdo: “Hey, guys. I’ll see you later. It’s been great”.
De vuelta entró con aires renovados en la vieja taberna. “Selby, ¿cómo va todo, amigo? Ponme media pinta para llevar”. El bar estaba medio vacío y tampoco parecía muy entusiasmado con su presencia. Pero Joe seguía adelante como si nada, hasta esbozando la automática sonrisa del hombre que ha encontrado una solución bendita. No sentía ni el implacable frío del despuntar febrero.
En un rato estaba en casa. Cogió el teléfono y llamó al Villager preguntando por Georgia, que extrañada secó aprisa sus manos en el delantal antes de escuchar la voz de Joe. “Lo que voy a hacer te ayudará. A ti y a los niños. Te quiero, nunca te he dejado de querer”. Y la dejó con la palabra en la boca. Los padres de Joe, Claude y Helen, ya muy ancianos, habían llegado de la compra que desenvolvían en la cocina. Joe no les dijo nada y subió al piso de arriba donde tenía su habitación dejando atrás un portazo.
Minutos después del último trago rompía el silencio un disparo, nada extraño en un condado que alojaba cazadores a diario. El viejo Claude, medio sordo, viró los ojos a la ventana. “Ha sonado muy cerca, ¿no crees?”. Y siguieron a sus cosas. Una media hora después la patrulla de policía entraba en el recibidor. “Pasa, Frank, creo que Joe está arriba. ¿Ha ocurrido algo?”. Madre, preocupada, aguardó en el vestíbulo. Fueron los tres hombres quienes descubrieron a Joe tendido en el suelo sobre un charco de sangre y la macabra posición de un muñeco.
Por alguna razón la pequeña Linda corría calle arriba hasta casa de la abuela Lizzie. Cuando cruzó la puerta estuvo a punto de caer al suelo. Larry salió a su encuentro. Linda lloraba. Lloraba demasiado. Lloraba tanto que no podía hablar.
Cuentan que los ojos de Larry, que habían heredado la luz de los de su padre más que ningún otro de sus hermanos, se apagaron para siempre. Y de poco sirvió que la familia Bird percibiera entonces una pensión por la muerte de un ex combatiente de la Armada de los Estados Unidos, gracias a la que Georgia y sus hijos pudieron, por fin, salir adelante.
*Claude Joseph Bird (21 de septiembre de 1926 – 3 de febrero de 1975)
**Georgia Kerns (2 de junio de 1930 – 8 octubre de 1996)
Pingback: El último trago de Joe Bird
Espectacular!!!
¿y todo este relato de dónde sale? ¿cuáles son las fuentes? ¿es un refrito de algo que escribió alguien ya, donde sí había fuentes?
Alguno no se entera de lo que es una recreación sobre hechos veraces. Y si tanto te interesan las fuentes búscalas tu y denuncialas aquí mismo.
Tan largo que se hace corto.
Como dijo el otro, IM-PREZIONANTE.
Gracias por compartir tan magno documento,
Tremenda historia. Conocía el dato del suicidio del padre de Larry Bird, pero la forma de narrarlo es tan brillante como siempre. Enhorabuena, Gonzalo.
Conmovedor como siempre Gonzalo, enhorabuena.
Comentar que si alguien quiere leer algo mas sobre la Guerra de Corea (en la que estuvo Joe Bird y eclipsada por Vietnam) recomiendo «La Guerra Olvidada» del maestro Halberstam (autor de alguno de los mejores libros de baloncesto nunca escritos, por cierto)
http://libros.fnac.es/a312760/David-Halberstam-La-guerra-olvidada?PID=5&Mn=-1&Ra=-1&To=0&Nu=2&Fr=0
Los que te seguimos desde hace tiempo Gonzalo sabemos de tu talento. You are simply the best.
Enhorabuena, recuerdo a Larry bird y su mirada, cuando jugaba, estaba en el banquillo o promocionaba el basket y siempre le vi algo mas, era una mezcla de tristeza o ausencia, creo que la respuesta esta en todo eso que tan bien nos has contado, gracias.
Maravilloso arículo.
Simplemente perfecto.
He pasado un rato muy agradable leyendo el articulo. Gracias.
Impresionante, excelente árticulo.
Un postre perfecto para el documental «a courtship of rivals».
Una salvedad. Un hoosier no es un señor de Indiana que juega a baloncesto, un hoosier es un señor de Indiana.
Increible, Gonzalo, al igual que otros textos tuyos parecidos. Nos dan la necesaria humanización de esos dioses que pueblan la pantalla de la televisión y de nuestros sueños. Dramas que marcan y forjan caracteres especiales.
Felicidades a Jotdown en general por la WEB, fantástica, y por el fichaje de colaboradores como G. Dan prestigio y nivel a un sitio estupendo. Pura crema.
Excelente artículo Gonzalo, como todo lo que escribes. Permíteme darte las gracias por todos los momentos de lectura de calidad que he tenido gracias a ti, tanto aquí como en «El punto G», en Yahoo o en esa maravilla que esconde pequeñas joyas que es psicobasket.
El último descubrimiento que hice gracias a ti es esta página que es una delicia. Por ello sólo me queda decirte GRACIAS por todo, espero poder seguirte leyendo mucho tiempo (donde sea).
Hola Gonzalo
te escribo desde Canada, me gustaría contactar contigo si no hay problema. Acabo de leer que te vas de NY: puedes pasarme tu mail. Thanks
in the ghettoooo!!!!!!
madre mia el «pájaro» de donde salió.
Hombre, la ficción biográfica está muy bien, pero fabular y echarle pluma e imaginación de forma tan ligera, brillante o no es otro cantar, tratándose de una tragedia es algo peliagudo. ¿O acaso el autor ha hablado personalmente con Larry Bird u otros implicados en este caso para obtener tal lujo de detalles? Cuidado, cuidado…
Llevas razón, capote. Puede estar bien escrito, pero o es una completa paja mental o un refrito del reportaje de verdad bueno, que es el que tiene fuentes propias. Lo siento, pero esto no es buen periodismo. Una pena.
Los autores de estos dos últimos comentarios y alguno de ahi arriba me da que no saben nada de Gonzalo Vázquez. Para los que llevamos años leer «refrito de un reportaje» hace daño a la vista. No tenéis mas que demostrarlo. O mejor pasaros por el Punto G. Los hay a decenas.
Gracias una vez más, G.
Saludos.
Vander, mira por dónde, hablando de El punto G, recuerdo el reportaje Horror en las aguas (11/11/2009), sobre la muerte de Brian Williams, donde escribe alegremente la línea de diálogo a lo Herman Melville: «Un barco es siempre de quien lo maneja»; o en Cinco anillos para un padre (13/3/2009) cuando se aventura a poner en boca de un amigo de Steve Kerr que le da la noticia de la muerte de su padre: «Steve, tu padre era un gran hombre». Conozco de sobra su blog… Solo digo que cuando tocas temas tan delicados y personales, no hay que INVENTAR, ni siquiera como licencia «literaria». Por respeto a los difuntos y ética periodística. Si quieres dártela de poeta, preséntate al Adonais. Y yo no he dicho nada de refritos. No hay tantos tan osados como el señor Vázquez. Nada más. Si quiero leer crónica negra de verdad, vuelvo a Capote y A sanfre fría…
Sólo voy a hacerlo con ésta. Elijo simplemente una de las que acusa Capote:
«Finally, there is a response. ‘Your father was a great man’. Steve drops the phone and begins to cry» (Against the Odds, Joe Layden, Scholastic INC., 1997, p. 28).
Con Kerr he podido además hablar varias veces. Afortunadamente.
Un saludo.
Gonzalo
¿Y con Larry Bird qué?
¿Y con Brian Williams qué?
Uno de tres es mal porcentaje…
(Por cierto, añadir biografía y notas al margen en los reportajes de investigación también es de Primero de Periodismo. Otro saludo)
Bibliografía, quería decir.
Grande, Gontzal, grande.
Pues que quereis que os diga yo estoy con «echando un capote en esto», he leido algunos artículos de este autor y a pesar de que en general me gustan ñ hace poco leí une en acb.com sobre las gafas de Jabbar muy bueno- siempre me queda la pregunta del origen de la información. Yo veo tres posibilidades.
a) Refrito de publicaciones americanas (slam, sport-ilustrated, libros etc), con lo cual debería citar fuentes. Porque si no se está apropiando del trabajo de otros sin ni siquiera citarlos.
b) Invención. Lo descartaría.
d) Hablar con los protagonistas directamente, pues como que no me lo creo, no es lo mismo haberse cruzado con Steve Kerr y hablar con el 5 minutos, que entrevistarle y preguntarle como se enteró de la muerte de su padre, entrevistar a Jabbar o a Bird en profundidad lo veo complicado.
Vaya pasada
ha sido genial leerlo
impactante…..sin palabras..creo q eso definitivamente lo marco y eso forjo su personalidad para q nos marcara a nosotros..
Espectacular, impactante y emocionante. Grande Gonzalo.
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