“La pérdida de la fe. De eso se trata todo.”
Don DeLillo
Escritura y terrorismo. O mejor dicho; escritura y terror. Mao II, de DeLillo. Llevo días escapando de esta novela. La he leído con atención, con gusto. DeLillo tiene una prosa potente y maleable; se adapta al cambiante punto de vista como un guante. Más que ideas, mejor que ideas, aquello que decía Marguerite Duras:
“Yo no tengo ideas; sólo tengo palabras y silencios.”
Publicada a principios de la década de los noventa. Años hermosos; las amenazas eran todavía lejanas. O al menos no tan recurrentes. Se habló del fin de la historia (el pobre Fukuyama) pero quizá se estaba hablando del fin del mundo; los ordenadores se volverían locos por el efecto 2000. Los ordenadores en cambio, tan sordos como despreocupados, seguirían a lo suyo. Etcétera. Fue el inicio de una sucesión de finales del mundo que se han ido alternando en nuestra conciencia colectiva. Una permanente crónica del fin de los tiempos. Puede que el terror incluso se haya vuelto aburrido, lo que, sin duda, ya sería el colmo.
Volviendo a la novela. Cito:
“Dice que el terror es aquello de lo que nos servimos para proporcionar a nuestras gentes su lugar en el mundo. Lo que solía conseguirse mediante el trabajo, nosotros lo obtenemos por medio del terror. […] Los hombres viven la historia como nunca lo habían hecho antes. […] La historia no está en los libros ni en la memoria humana. Hacemos historia por la mañana y la cambiamos después de comer.”
El argumento nos importa poco; los argumentos siempre son un poco la mentira, el resumen grosero de la novela. Podemos mezclar en la coctelera a un escritor, Bill Gray, “que ha perdido la fe” (ya no escribe, es incapaz); un hombre que hace de secretario neurótico; una mujer que ha vuelto al mundo tras su paso por una secta; una fotógrafa de escritores; un poeta belga secuestrado por un grupo terrorista maoísta. Me olvido del editor con pequeños problemas de próstata. El escritor es uno de esos escritores famosos sin rostro; Pynchon, Salinger. Esa vida de hombre recluido que teme que le roben el alma o le claven un cuchillo por la espalda mientras hace cola en el supermercado. El síndrome Lennon. O la foto como problema; ¿es posible escribir si han visto la cara de uno? En fin, es la novela, como forma literaria, la que está recluida. La novela sitiada por el terror. La novela, así como deshuesada, flácida, sin interés para casi nadie, a no ser para esos resignados nostálgicos de la aventura analfabeta que aparecen con sus tochos en los aeropuertos y salas de espera. La novela ha perdido su lugar. Se dice:
“Las historias carecen de sentido si no logran absorber nuestro terror.”
Por supuesto el escritor sin rostro ya solo puede reescribir eternamente. Sus palabras van cayendo, no ya por el pedregal, sino al pozo negro de los desechos. La novela; he ahí la cuestión.
“Bill está convencido de que los escritores se están viendo consumidos por la aparición de las noticias como fuerzas apocalípticas. […] La novela solía nutrir nuestra búsqueda de significado. Y cito a Bill. Se trataba de la gran transcendencia secular. La misa latina del lenguaje, el carácter, las nuevas verdades ocasionales. Pero nuestra desesperación nos ha conducido hacia algo mayor y más tenebroso, por lo que recurrimos a las noticias y a la constante atmósfera de catástrofe que proporcionan. En ellas encontramos una experiencia emotiva imposible de hallar en otras partes. No precisamos de la novela. […] Ni siquiera precisamos necesariamente de las catástrofes. Tan sólo necesitamos las crónicas, las predicciones y las advertencias.”
Pero qué cuestión. Una pregunta lícita al hilo de la lectura: ¿Sigue siendo la novela un instrumento adecuado para sondear la vida y al hombre contemporáneo? Y novela, no tanto como forma literaria, sino como ficción, esa otra verdad (y no es un eufemismo), o ese otro camino para llegar a la verdad. La verdad como una verdad más, posible. La verdad como una amalgama de verdades diferentes, incluso contradictorias. La novela, digamos. DeLillo plantea el papel del escritor/ terrorista en la sociedad. Por supuesto, no el escritor que usa la violencia o aboga por la violencia y el asesinato como coartadas para lograr unos objetivos políticos o religiosos. La admiración que despierta el escritor en la sombra es la misma que podría despertar el terrorista. Ambos, fanáticos de un modo de vida; la coherencia llevada al extremo. Y DeLillo, a través de esa voces que dialogan, insiste en que todo ha sido absorbido, procesado y asimilado; desde el artista hasta el loco callejero
“Dale un dólar, contrátale para un anuncio de televisión.”
De todas formas el escritor protagonista es alguien que ya no puede escribir; contradice la idea de Kafka del sótano como el lugar perfecto para la escritura. Del sótano sólo sale más sótano; una especie de agujero negro que empieza y acaba en sí mismo.
Al lado del terror no hay nada en ese sótano que nos interese. Nada que se le equipare. Eso entendemos. Bill Gray sale de ese sótano en el que ha vivido encerrado corrigiendo una y otra vez la misma novela. Vuelve al mundo. El mundo, por aquellos días, era el Líbano. Siempre hay un cogollo; un centro benigno y un centro maligno. El Líbano, Beirut. ¡Y maoístas! Bueno, el terrorismo ya con sus brazos llegando a todas partes. De ahí quizá el carácter profético que se le atribuye a este libro. Ese terrorismo lejano y estéril de desiertos poblados de tanques y pedradas poniendo sus bombas también al lado de nuestra casa. Nuestro terror era un terror local, de vecinos mal nacidos luchando por incorporarnos a sus ficciones.
Así que el hombre sin fe, el escritor sin escritura, el hombre consumido por las catástrofes que le rodean (o por esas crónicas y advertencias, son suficientes), se enfrenta a un lugar devastado por los fanatismos. En realidad no se enfrenta; se limita a estar, incluso se deja atropellar por un coche en pleno Londres. La novela es atropellada, pero a la novela le importa un bledo desangrarse con o sin verosimilitud. Y es lo que parece decirnos DeLillo; ¡Sacad vuestras novelas a la calle! ¡Dejad que el hombre “con vida secreta” testifique sobre los problemas de la sociedad que le rodea! Vaya.
DeLillo cree en la novela, más allá de la forma, como otros creen en otras estructuras de ficción con apariencia objetiva. Quizá todo el problema planteado no sea más que el de la forma; es decir, de fe. Qué voces queremos escuchar. Acaso únicamente la voz del testigo que ha leído, que ha visto u oído; el hombre que cita, el sujeto que teoriza, que insiste en unas reglas sobre cómo puede ser y cómo no esa voz. Cosas del oficio; pero no, es más importante que eso. Metamos ahí también esa voz del que lee novelas y habla de las novelas desde la altura, cierta altura de lector literario.
Todos recordamos la cita de Kafka, esa carta a Oskar Pollak en 1904:
“Lo que necesitamos son libros que nos golpeen como una desgracia dolorosa, como la muerte de alguien a quien queríamos más que a nosotros mismos, libros que nos hagan sentirnos desterrados a los bosques más remotos, lejos de toda presencia humana, algo semejante al suicidio. Un libro debe ser el hacha que rompa el mar helado dentro de nosotros. Eso es lo que creo”
¿Y qué libros son esos? Ahí están los periódicos dándonos un día sí y otro también la excitación del fin del mundo. El terror, el detestado terror ya, el necesario terror. Desayuno y terror, risas y terror. Y lágrimas, y el ir y venir de cada día. En realidad nunca llega a aburrirnos lo suficiente el terror. Pero habrá que ver qué se hace con todo ello.»
Ilustración: Héctor Quintela