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El futuro
Para llegar a las salas de los Cines Centro donde se proyectan gran parte de las películas del festival (el resto de proyecciones se reparten entre el Teatro Jovellanos, el Antiguo Instituto y la Laboral) el asistente ha de ascender por las escaleras mecánicas del modesto centro San Agustín, atravesando un piso intermedio que a lo largo de los años albergó tanto una sala de máquinas recreativas (donde House of the dead y Time Crisis devoraban mis ingresos universitarios) como una cafetería con bolera y billares con la Mtv conectada ad eternum. En la actualidad dicho limbo entre pisos se ha convertido en un centro social de la tercera edad, con el bizarro añadido para todo visitante de las salas de cine de poder echar un efímero vistazo a ese páramo de mesas saturadas de octogenarios que parecen acometer las horas de día jugando en masa al parchís y al tute. Jugando muy fuerte. Jugando a muerte. El éxtasis en forma de premonición generacional se produjo en ese mismo lugar, cuando varios de los jugadores de la tercera edad cruzaron la mirada con varios de los asistentes al FICXixón entre los que militaba un servidor. Y es que en ese mismo momento me proyecté mentalmente a través de los decenios futuros y observé a mi generación buscando cobijo en el centro social, con nuestros tatuajes desteñidos, nuestras camisetas de Vampire Weekend, Mumford & Sons y Pony Bravo, añorando tiempos pasados en los que podíamos aguantar dos horas de película en el festival sin salir a la llamada de la próstata, con nuestros libros roídos de Michel Houellebecq y Chuck Palahniuk, lamentando el día que cerraron los servidores del World Of Warcraft y pasó la fiebre del Minecraft, soltando peroratas como “En mis tiempos podías ver The Wire en seriesyonkis”, y jugando sobre las mesas a Dungeons & Dragons. Jugando muy fuerte. Jugando a muerte.
Una vez que he empatizado lo suficiente con la situación, me considero preparado para asistir a la presentación de la muy esperada película de animación Arrugas, adaptación del exitoso tebeo de Paco Roca a la gran pantalla.
Hace cierto tiempo, el dibujante Paco Roca (quien no se encontraba en el festival por problemas de agenda) tuvo que suprimir la imagen de unos ancianos de una de sus ilustraciones al considerarlos antiestéticos la agencia de publicidad para la que trabaja. Cuando mucho después dio forma al cómic Arrugas, una obra protagonizada exclusivamente por ancianos, recolectó numerosos premios, alabanzas de la crítica y acabó convirtiéndose en un brutal éxito de ventas. El productor Manuel Cristóbal se hizo con los derechos fascinado por la obra primigenia e Ignacio Ferreras se encargó de dirigir la película.
Una cinta de animación para un público adulto con algo tan duro como la enfermedad de Alzheimer como hilo central del relato y cuyos protagonistas son ancianos abandonados en una residencia por sus familias. De primeras lo tiene todo para ser una empresa difícil en el ámbito comercial. Pero si el mundo fuera un lugar justo ocurriría lo contrario: el tebeo de Roca era cojonudo.
La película, también.
Animación funcional, sin florituras, para el salto al cine. El film no requiere nada más, y bien mirado así se conserva el estilo de Roca. Todo lo demás es una mudanza excepcional desde las viñetas, la película funciona, emociona y me veo de nuevo tratando de demostrar una falsa entereza ante el visionado de igual o peor manera que como ya me ocurrió durante la proyección de La guerre est declarée. Esta vez, por fortuna, en la misma fila se sentaban una decena de plañideras que ahogaron mis sollozos al explotar al unísono durante cierto flashback con niños y nubes regaladas.
Personajes entrañables para un drama con destellos de humor cómplice muy bien dosificado, veredicto final con el moquero en la mano: merece bastante la pena, conozca o no el espectador la obra original. Y también merece llegar lejos.
¿Me apetece pasar hora y veinte jugando al corre que te pillo con Vincent Gallo? No creo.
En realidad a nadie le apetece. Probablemente ni siquiera al propio Vincent Gallo.
Se proyecta Essential Killing de Jerzy Skolimowski, esa película en la que Gallo interpreta a un talibán que deshuesa con un bazooka a unos soldados americanos durante los cinco minutos iniciales y se pasa la siguiente hora y cuarto corriendo delante de otro montón de soldados amigos de los primeros que consideran que aquello no son formas, son alardes. Ganadora en el 2010 de los premios al mejor actor y el especial del jurado en el festival de Venecia, y del de mejor película en el festival de Mar de Plata. Apenas tiene diálogos y los que hay ocurren de forma paralela; Gallo no dice una palabra y las cuatro frases que se escuchan provienen de los soldados americanos, no siendo nunca estas imprescindibles para el desarrollo de la trama.
No temo a nada, dejo la mente tan en blanco como para inducir el coma a Gozer el gozeriano, y me planto frente a la cinta. Skolimowski arranca el film bastante bien, le inyecta mucho ritmo, nos inserta un pitido post-bombazo en el oído, amaga una empatía con el protagonista al hacerle pasar por torturas militares, y convierte al espectador en compañero de una huida por accidente y una cacería humana en la que la presa hace todo lo posible por sobrevivir y chupar de la teta de todo lo que se le cruza en su camino (en una delirante escena incluso literalmente). Galllo talla una interpretación gutural, visceral y merecedora de otros tantos adjetivos orgánicos. La propuesta está mejor de lo esperado, pero pierde aire a la mitad de película cuando decide que no da más de sí y deja las cartas descubiertas durante lo que queda de partida. Lo entiendo todo de golpe, unos la comparan con Deliverance y otros ven un Acorralado islamista, pero lo que sucede en la pantalla plateada, con un talibán masticando hormigas para no morir de inanición y durmiendo en bebederos de animales, está más cerca de Bear Grylls que de Rambo: Essential killing es El último superviviente en versión yihad, y no se ha dado cuenta de ello ni Dios porque nadie me da la razón cuando lo proclamo.
Jonathan Caouette es un tío que durante su infancia agarró una cámara de vídeo y filmó a su familia y a sí mismo, como un visionario antecesor de la moderna —y pesadísima— ola de video bloggers. Continuó haciéndolo durante 20 años, y en el 2003 agarró todo ese material casero, cintas del contestador y álbumes de fotos y se dedicó a montarlo todo en iMovie construyendo la película Tarnation, una cinta que era en realidad un ejercicio de exposición extremo: Caouette desnudaba por completo las miserias y alegrías de una infancia y adolescencia marcada por un entorno familiar disfuncional. Pese a que la película resultó todo un éxito de crítica, en su momento se me pasó por alto y probablemente por ello asistir durante el festival a Walk away Renée, continuación de aquella obra, me impactó más que a los que ya conocían los antecedentes.
Walk away Renée (que toma su nombre prestado de una canción de The Left Banke) es un documental en el que se acompaña al director mientras traslada a su madre Renee Leblanc, que sufre de bipolaridad y esquizofrenia, de Houston a Nueva York para internarla en una residencia más cercana. De paso se aprovecha para resumir parte de lo acontecido en Tarnation: el padre de Caouette abandonó a la familia, y el inquieto director acabó viviendo con sus abuelos y haciéndose cargo de una madre a la que un tratamiento de electroshocks agudizó una enfermedad mental; Caouette tuvo un hijo durante la adolescencia con su mejor amiga y actualmente reside en Nueva York junto a su novio. Otra cosa no, pero el realizador tiene unas pelotas como balones de playa: por exponerse públicamente de este modo y por todos los esfuerzos que le supone ejercer de figura paternal en su familia. Walk away Renée es visceral por casera, repleta de escenas en Super 8 y momentos dramáticos filmados con total impunidad y una obsesión enfermiza por retratarlo todo. Caouette ahora goza de más medios que antes, pero igualmente rueda las conversaciones telefónicas que tiene con los médicos sobre la enfermedad mental de su madre (muchas de las mismas tuvieron que ser dobladas para ocultar la identidad de los doctores) y construye de manera fabulosa (gran uso de la música y el montaje) un álbum vital muy bestia, por desgarrador. Se atreve incluso a trastear en dirección a la sci-fi marcándose una escena CGI en forma de viaje cósmico que sale de la nada; parece innecesaria y fascina del mismo modo que estorba. Al final Walk away Renée se convierte en una desorbitada carta de amor/dolor de un hijo a su madre, y a la vez en una creación singular y desmesurada. Durante los créditos florecen los aplausos y me apunto como tarea pendiente el visitar la cinta anterior para comprobar si la presente es realmente digna de aquella o si la verdadera grandeza de Couette ya había sido demostrada en su momento y este es una especie de remake.
Así pues y hasta nueva orden, muy recomendable.
The woman in the fifth, dirigida por el polaco de nombre imposible Pawel Pawlikowski, inaugura otras de las mañanas en FICXIxón. Ethan Hawke interpreta a un escritor americano que se muda a París para tratar de reconciliarse con su ex-mujer e hija tras un incidente que la propia película nos esconde. El hombre acaba malviviendo en un hotelucho, trabajando en una ocupación muy turbia y rellenando folios con una carta para su hija de dimensiones épicas. En cuanto se topa con Kristin Scott Thomas la cosa se desmadra, la película salta alegremente a tontear con el noir y el thriller, juega a ser Roman Polanski sin acertar de pleno, plantea cierta corrección formal y demuestra presunciones de art film: muchos desenfoques forzados, mucho plano detalle de bombillas durante la enfermiza jornada laboral o de insectos durante las evocaciones de un bosque fantástico. Cuando por fin se atreve a destapar los giros del guión (presuntamente diseñados para desencajar mandíbulas) estos sólo parecen pillar en bragas al protagonista del film, porque o bien la audiencia se los veía venir desde la otra acera o son recursos demasiado manidos. Y ahí se pierde por completo la fe; The woman in the fifth resulta de lo más convencional y poco estimulante. Otro miembro de la audiencia, tras la proyección, decidió mear champagne sobre los presentes al elogiarla: “No habéis entendido nada, es la típica película que está llena de detalles en un segundo visionado.” Acepté la provocación, y durante la media hora siguiente nos enzarzamos en un duelo intelectual extremo debatiendo a saco sobre la compleja e intrincada narrativa de varios capítulos de Pocoyó.
Valhalla Rising se proyecta como parte de Géneros Mutantes, ese ciclo que me tiene enamorado. Previamente me la vendieron como una de vikingos gafapastas con banda sonora “dome”, lo que es tan descriptivo y ayuda tanto como decir que Hitler era un señor que tenía sus cosillas. La película me hipnotiza: es la antítesis a la épica estadounidense de Gladiator o Braveheart; planos largos contemplativos, escenarios de montañas y bosques abrumadores, un casting limitado a cuatro gatos (los indispensables para su propósito, ni más ni menos) y una banda sonora ambiental que apabulla. Elementos todos ellos que la dotan de una personalidad tan característica y atípica que resultaría muy fácil odiarla.
Comienza con aires de western con un protagonista sin nombre, rudo, tuerto, enjaulado y destinado por sus captores a abrirse la cabeza a puñetazos en combate. Y continúa con el viaje de dicho antihéroe con un niño (a través del cual el protagonista habla) como acompañante. Si todo el extraño trayecto que se recorre es en realidad una oda a la locura alucinógena, una fábula de aires religiosos, una brillante puesta en escena de un concepto muy arriesgado o un experimento intelectualoide protagonizado por gente con barba y una higiene relativa es algo que se deja mucho a juicio del espectador. Aún así el resultado es una de las cosas más curiosas filmadas últimamente, pese a que no aguante el tipo todo lo bien que debería y se resienta más y más una vez superada la sorpresa. Eso sí, incluye una breve moraleja: si el grupo de cristianos del que formas parte pierde el rumbo y también empieza a perder la cabeza mejor no tumbarse en el lodo boca abajo.
Tomboy es la segunda película de Céline Sciamma tras aquel voyeur vistazo a la tensión sexual en la natación femenina de Water lilies. Tomboy es un término cuya traducción más acertada al castellano sería marimacho. Pese que el sexo de la protagonista es algo que se nos revela tanto en el propio título como en toda sinopsis promocional, en realidad no se hace obvio hasta pasados unos quince minutos en el metraje durante una escena en el baño.
Una pareja se muda a una nueva urbanización junto con sus dos hijas y un proyecto de persona en el vientre de ella. La mayor de las chicas se llama Laure, tiene diez años, lleva el pelo corto y viste como un chico. Al conocer a otros chavales de la zona se hace pasar por niño inventándose una nueva identidad llamada Michael. Juega con ellos al fútbol, les acompaña en las correrías veraniegas e incluso acaba convirtiéndose en el interés amoroso de la chica de la pandilla. Pero el final del verano se acerca, el comienzo de la etapa escolar es inminente y la tapadera de Laure se convierte en algo con fecha de caducidad. Tomboy es una notable historia pequeña sobre la identidad preadolescente, sin excesivas ambiciones y muy bien construida, con un guión que olvida cualquier prejuicio: no pretende abordar de lleno el lesbianismo ni la transexualidad, sino que hace algo mucho más honesto al centrarse en la búsqueda durante la infancia de una identidad propia. En el papel protagonista tenemos a Zoé Héran, y en el de su hermana pequeña Jeanne a Malonn Lévana, que me dejan bastante alucinado con sus interpretaciones (especialmente Lévana, dada su corta edad y la acojonante naturalidad que rebosa) y me obliga a preguntarme cómo lo hacen los realizadores más independientes para encontrar a actores infantes que son oro puro (en este festival hemos visto muchos entre Les Géants, Attack the block y Play), mientras que las películas de grandes estudios solo parecen reclutar a niños repelentes y ahostiables.
Vol spécial, de Fernand Melgar, despierta bastante curiosidad: la película fue premiada en el Festival de Locarno a pesar de que Paulo Branco, presidente del jurado, dijo que era una obra “cómplice del fascismo rampante”. También ha sido prohibida su exhibición en varios colegios suizos. Tiene indiscutiblemente algo que parece incomodar. Melgar dirige un documental en el que acompaña a varios inmigrantes en un centro de reclusión suizo, donde los mantienen encarcelados pero tratados con una amabilidad aterradora (ni siquiera los llaman presos sino que utilizan el eufemismo residentes); el objetivo es incitarlos a que abandonen el país alegando hacerlo voluntariamente o pasados unos dos años de reclusión serán destinados al vuelo especial del título. Dicho vuelo especial es una forma curiosa de llamar a un trayecto hasta el país de origen que puede durar hasta unas cuarenta horas, y que los inmigrantes realizan esposados, atados a un asiento, con los ojos vendados, pañales y en general tratados como desechos de delincuentes humanos. Fascinan las formas suizas de trato con los reclusos, una amabilidad extrema en forma de buenos modales y mejores palabras para encubrir lo que realmente es una cárcel para inmigrantes con cierta lógica absurda en alguno de los casos. Uno de los protagonistas suelta durante una reunión con uno de los responsables una frase que se graba en el espectador: “He estado pagando mis impuestos, trabajando cada día y ahora he formado una familia ¿Por qué me queréis echar ahora y no durante los once años anteriores que llevo viviendo en este país?”. Melgar opta por tratar el tema con distanciamiento y eso conlleva que la audiencia no obtenga muchas respuestas sobre algunos interrogantes (por qué a unos reclusos se les concede los papeles y a otros no, por ejemplo), pero el germen es obvio: el gobierno suizo mantiene una política de dudosa falsa moralidad el tema de la inmigración. Una escena muestra lo delirante de todo cuando salta la noticia nacional de la posibilidad de adjudicar abogados a los animales (mientras los inmigrantes parecen malvivir encarcelados con menos derechos); en un momento cercano al final del film ocurre una tragedia durante uno de los vuelos especiales, y la sinopsis de esta película en el programa oficial del festival reza “como un guante de seda forjado en hierro” y me parece una definición acertadísima. Algunos lo han visto tan exagerado todo que dudaban si la película era realidad o mera ficción. Recomendable por mucho que le pese a Branco, quien todo sea dicho meaba bastante fuera del tiesto.
Se realiza el estreno mundial de Copito de nieve y, debido probablemente a mi pose de hombre intelectual y elitista, a todo el mundo (taquillera incluida) le parece fascinante que esté el primero en la entrada del cine saltando como una colegiala. Lo de homenajear al gorila de Barcelona en forma de película que mezcla imagen real con unos personajes caricaturescos animados por ordenador parece una gran idea, y los de la productora Filmax de Julio Fernández (y en este caso su departamento de animación) se han ganado mis respetos solo por lo valiente y arriesgado de sus propuestas. Dirige Andrés G. Schaer, y la película cuenta de manera ficticia (y haciendo todas las concesiones al cine de entretenimiento infantil) la llegada al zoo de Barcelona de Copito, el rechazo por parte de un gorila patriarca con la voz de Constantino Romero y cómo el pequeño gorila albino cruza media ciudad hasta el Tibidabo para visitar a una bruja (Elsa Pataky) que le ayude a modificar su aspecto. A la aventura se le suma el inevitable acompañamiento cómico en forma de panda rojo doblado por Manel Fuentes y también se introduce un villano, Luc de Sac, interpretado por Pere Ponce, de simpática premisa: es un gafe hiperbólico (con la coña de que en su destartalada casa se incluye entre las fotos de las desgracias vitales una de la Sagrada Familia) que ansía el corazón de Copito como talismán para erradicar su mala suerte. En el apartado técnico, el personaje de Copito luce pese a destacar demasiado por momentos en la integración con el mundo real (cosa que no ocurre tanto con los gorilas más oscuros) pero, pese a ello y a algunas escenas de saltos entre árboles en las que la cosa canta un poco, el resultado general y sobre todo el esfuerzo realizado es bastante loable. La aventura en cambio quizá hubiese requerido de un poco más de ritmo (Planet 51, otra propuesta patria de animación reciente estaba más acertada en este aspecto) pero viéndola como un producto de entretenimiento para los más pequeños la película cumple formalmente de manera similar a como lo hacen otros productos contemporáneos del mismo estilo. Eso sí, la proyección se saldó con ciertos aplausos. Y todo un detalle que el guión tenga el gracioso guiño de citar a Monkey Island: la gorila compañera de Copito dice “Mira detrás de ti ¡Un mono de tres cabezas!”, en dos ocasiones.
Nos acercamos al pase de Michael junto a las gentes del pueblo llano por no haber podido asistir a la proyección de prensa. Markus Schleinzer escribe y dirige su primera película tras haber sido director de casting para Michael Haneke. Dato reseñable porque parece que del austriaco se le han pegado bastantes cosillas, desde la amoralidad premeditada hasta las ganas de bucear en la controversia. Michael trata sobre la vida cotidiana de uno de esos clásicos oficinistas anodinos que mantienen secuestrado a un niño de diez años en el trastero de su casa para abusar sexualmente de él. La obra muestra esto en su prólogo, nada más comenzar, y la cara de algún acompañante de butaca repasa toda la escala cromática de los colores pálidos mientras empieza a sopesar lo adecuado de leerse las sinopsis antes de sacar la entrada, quedando demostrado que al menos Schleinzer funciona en ese nivel primigenio de incomodar bastante. Michael es fría en su puesta en escena, es sórdida sin rebozarse en la gratuidad absurda (los encuentros sexuales no se muestran explícitamente sino que sufren cortes abruptos una vez evidenciada la cercanía de cada uno de ellos). Y, sobre todo, carece de sentimentalismo convencional; el título no es el nombre de la víctima sino el del abusador, y el protagonismo recae sobre él en todo momento, tejiendo una perturbadora y cruel ironía: el cautiverio del chico depende del estado (laboral, físico, emocional) de su captor, formándose una sórdida relación durante la cual el hombre lleva al chico de excursión, se sienta junto a él para ver la televisión e incluso bromea con bastante mal gusto (la escena del cuchillo) sobre los encuentros sexuales. Se muestra todo con gélida lejanía y se utiliza algún recurso fácil como el atropello-sorpresa, todo un clásico. Al final deja un regusto irregular y no por lo jodido de contar como son cinco meses en la vida de un pedófilo, sino por pensar si realmente era necesaria toda una película solo para esto. Aunque también sea verdad que el director nos ofrece exactamente lo que quería mostrar: la película se abre en cierto momento concreto y se cierra en otro sin preocuparse lo más mínimo por contar lo que ha ocurrido antes (y cómo se ha llegado hasta ahí) o lo que ocurrirá después. Otra cosa es que a Schleinzer le funcione tan bien como a su mentor. Al finalizar se escuchó algún aplauso valiente.
A continuación surge en una cafetería cercana una conversación en la que se menciona otra vez aquella película serbia como ejemplo del recurso de asquear al espectador. Amablemente proporciono al interlocutor una lista de films del estilo (lo típico: algo de Takashi Miike, ultragore alemán como Nekromantik, Saló, bizarradas como Taxidermia, las infames entregas de Guinea Pig, Sexo en Nueva York 2, etc), y unos días después al reencontrarme con aquella persona recibo un amable sopapo en la cara.
Miss Bala, producida por los majetes Diego Luna y Gael García Bernal y dirigida por Gerardo Naranjo, nos lleva a punta de pistola a la vida de una muchacha que se presenta a un concurso de misses, y sin comerlo ni beberlo acaba metida en medio de una de esas tradiciones tan típicas de México como son los ajustes de cuentas entre esos narcotraficantes que dan el toque de color a las calles con tiroteos salvajes y cadáveres colgados de puentes como señal de advertencia. No es una cinta de acción ni se acerca al género, es un drama en el que la historia se ensaña brutalmente con Laura Guerrero (Stephanie Sigman) y su desgraciado destino. Naranjo filma de manera excepcional, utilizando la cámara como una mirada que revolotea por la escena dedicándose a obviar las normas más sosas del cine convencional con gracia: cualquier conversación entre dos personajes no se saldará con un plano/contraplano sino que acontece mientras la imagen se mueve lentamente en torno a ellos, y durante la mayor parte de las escenas el objeto principal de las mismas muchas veces se encontrará fuera de plano. Tanto mimo por la imagen pausada tiene su parte mala; Naranjo esquiva lo conciso y parece que cuando explicaron el concepto de elipsis él miraba hacia otro lado. Si en la película alguien tiene que ir del punto A al B, Naranjo nos mostrará entre medias cómo ese alguien sale a buscar su vehículo, se sube al coche, rebusca las llaves, mira a su alrededor, arranca con calma, contempla el paisaje y recorre todo el trayecto circulando a diez kilómetros por hora. O similar. Lo cual pese a estar, repito, excepcionalmente rodado, puede antojarse innecesario en ciertos momentos. Es una película digna, que trata cruelmente a su protagonista y refleja cierto problema social (aunque leyéndola al pie de la letra nos dé la sensación de que en México hay que salir a comprar el pan con chaleco antibalas), pero quizá le sobra algo de metraje.
Recuento de daños
Durante este año han sido varios los festivales de cine a lo largo de la península que han tenido que ir cerrando la persiana por diferentes motivos relacionados con la crisis actual. Sobre el futuro del FICXixón mucho se ha hablado entre sesión y sesión. El próximo año el certamen cumple cincuenta años y, de hacerlo, lo hará con la cabeza bien alta: está en plena forma y es de los pocos que no se avergüenza de traer exactamente lo que quiere traer, de proponer cosas lo suficientemente estimulantes como para desenquistarnos del cine convencional (últimamente solo mirar la cartelera suele producir cólicos) y sobre todo de tener bien claro que la audiencia no es simplemente una masa informe mongólica.
Así pues, si el próximo año tienen Gijón cerca, déjense de hostias y reserven unos días para pasarse por el FICXixón, donde la entrada a la sala está al alcance de todos al costar la mitad que la de una sesión normal (de lo único que hay que preocuparse es de adquirirla antes de que se agoten), el equipo de organización es atento y el certamen en general puede presumir de no necesitar de artificios ni fanfarrias pomposas sino de sustentarse en propuestas que siempre tienen algo especial. Y aunque el cine sea el tema central de estas crónicas, no solo se ofrece la posibilidad de disfrutar de las proyecciones cinematográficas, ya que todas las noches golfas se programan conciertos y actividades variadas.
El año que viene acérquense, busquen a un servidor a la salida de cada sesión para poner a parir lo que haga falta y deshacerse en elogios sobre lo impensable. Llenen las salas del Festival de Gijón para que si se tiene que dar el caso de que algún festival tenga que desaparecer de las tierras patrias sea cualquier otro certamen patrio de carácter más insustancial mientras el FICXixón lo contempla desde arriba como hacía Pedazo de Animal en La chaqueta metálica al tiempo que decía: Mejor tú que yo.
Y celebren el cine como se debe.
Pálmares FICXIXÓN 49:
Mejor largometraje: Ex aecquo para La guerre est déclarée (Valérie Donzelli) y El estudiante (Santiago Mitre)
Mejor cortometraje: Ex aecquo para At the formal (Andrew Kavanagh) y Meteor (Christoph Girardet & Matthias Müller)
Mejor director: Ruben Östlund (Play)
Mejor actor: Jérémie Elkaïm (La guerre est déclarée)
Mejor actriz: Valérie Donzelli (La guerre est déclarée)
Mejor guión: Santiago Mitre (El estudiante)
Mejor dirección artística: Elena Zhukova (Fausto)
Premio especial del jurado: Take Shelter (Jeff Nichols)
Mención especial del jurado: Iceberg (Gabriel Velázquez)
Premio Rellumes del público: Tomboy (Céline Sciamma)
Premio FIPRESCI de la crítica internacional: Terri (Azazel Jacobs)
Premio del jurado joven al mejor largometraje: El estudiante (Santiago Mitre)
Premio del jurado joven al mejor cortometraje: Voice Over (Martin Rosete)
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