Historia

Waterloo: la batalla que Napoleón pudo ganar (I)

Waterloo

La batalla que ha inspirado novelas, películas y canciones. El fin del retorno casi milagroso del general más portentoso de la historia, quien, regresando del exilio con menos de un millar de soldados y enfrentándose a enemigos muy superiores en número, estuvo a las puertas de poner una vez más toda Europa bajo los designios de su voluntad. Esta es la historia de lo que pudiendo haberse convertido en su más increíble triunfo, pero que significó el final de las andanzas del mayor aventurero de la Historia.

¡Ha vuelto!

Primavera de 1815. La noticia recorre toda Europa como la pólvora. Ha escapado de su exilio, sorteando a los barcos ingleses encargados de impedir que abandone la pequeña isla en la que está confinado. Acompañado de seiscientos soldados —la escolta que se le permitió mantener a cambio de entregar todo un imperio— ha vuelto a poner pie en Francia. Las cortes europeas son sacudidas por el acontecimiento; de un país a otro circulan los comentarios de asombro y alarma sobre el increíble suceso. Hay un único individuo en el mundo que puede provocar semejante conmoción con la sola mención de su nombre: Napoleón Bonaparte. El oficial de artillería que ascendió desde la nada hasta el trono de Francia, que derrocó a reyes y dinastías, que dominó toda Europa… y que la perdió cuando el grueso de su ejército murió de hambre y frío en el crudo invierno de las estepas rusas. Exiliado y destronado, parecía vencido para siempre. Y ahora, de repente, Napoleón ha vuelto.

Napoleon en Elba
Napoleón, durante su exilio en Elba

Nadie, ni siquiera en Francia, había podido imaginar que un retorno tan inesperado y espectacular pudiese llegar a suceder. Los pescadores de la costa francesa apenas pueden creer lo que están viendo cuando un bote llega a la playa y sobre la arena pone el pie una muy reconocible figura: nada menos que el antiguo Emperador, ahora un proscrito de la ley que tiene prohibida la entrada en el país. Una escena semejante no se había visto jamás. De boca en boca primero, y mediante mensajeros a caballo después, la chocante primicia llega hasta París. Bonaparte, que tras su derrota en Rusia había sido insultado y casi linchado por el pueblo durante su marcha hacia el exilio, ahora es recibido con expectación. Luis XVIII, el inoperante rey Borbón que asumió el trono tras la caída de Bonaparte, ha decepcionado a los franceses después de apenas unos meses de reinado. Luis XVIII no es menos tirano que Bonaparte, pero sí mucho peor administrador. Un año antes los franceses habían culpado a Napoleón de la derrota militar en Rusia, pero ahora echaban de menos su tiranía. A fin de cuentas había construido escuelas y carreteras. Había escrito leyes que, salvo por el recorte de las libertades, sobre todo las libertades de prensa, podían ser consideradas, en general, bastante razonables.

El pánico invade los palacios de las principales potencias continentales. Los reyes y emperadores que una vez doblaron la rodilla ante él, consumidos por la angustia, comienzan a intercambiar cartas y mensajes diplomáticos, ¡es como si un Apocalipsis fuese a cernirse sobre Europa! Tal es el aura que rodeaba a Napoleón, el hombre más famoso del mundo, cuyas hazañas se conocían desde Sudamérica hasta las remotas Japón y China, donde se había convertido en una figura casi mitológica.

Luis XVIII, ante la preocupante noticia, envía un contingente de soldados comandados por un capitán que tiene la orden de arrestar a Napoleón. En un camino boscoso el destacamento se encuentra con Bonaparte y su escolta de seiscientos hombres. Ambos bandos apuntan al otro con sus armas; la tensión se corta con un cuchillo. Si alguien aprieta el gatillo se desencadenará una masacre. El capitán le dice a Napoleón: “tengo orden de haceros prisionero”. Pero los escoltas que cubren las espaldas a Bonaparte no mueven una pestaña. Son hombres seleccionados por él mismo, que como siempre se mantienen leales a quien fue su Emperador y que, como siempre, están dispuestos a jugarse la vida por él. La escena puede terminar en una sangría.

Pero Napoleón da un paso adelante y habla a los hombres que han ido a detenerlo. Les dice: “No permitiré que mis soldados derramen su sangre sin motivo. Si alguno de vosotros aún está dispuesto a disparar a su Emperador, aquí lo tenéis” y acto seguido se abre la chaqueta, mostrando su pecho dispuesto a recibir las balas. Es un gesto dramático, sin duda, pero Napoleón intuye que las tropas que han de hacerlo prisionero, las que en otro tiempo sirvieron bajo sus órdenes, siguen siéndole fieles. Acierta. Conmovidos, los soldados renuncian a su misión y comienzan a vitorearlo con gritos de “¡Viva el Emperador!”. Abandonan a su capitán y se unen a la escolta de quien todavía sienten como su auténtico general. El capitán, abatido pero haciendo gala de gran dignidad y valentía, se dirige a Bonaparte: “Mi intención todavía es la de deteneros, pero mis soldados me han abandonado”. Napoleón, con su fina psicología para tratar a los soldados —él fue soldado antes que ninguna otra cosa en su vida, pues desde niño creció en una escuela militar— no demuestra ningún rencor. Al contrario, sonríe y lo felicita por su empeño en cumplir la orden recibida. Lo deja en libertad, sin represalias, y un tiempo más tarde, siempre dispuesto a hacer uso de un buen oficial, lo llamará para tenerlo también entre los suyos. El Emperador que nunca consiguió ganarse a los reyes y aristócratas europeos pese a sus constantes empeños de agradarlos, sí sabe tratar a sus tropas y oficiales, y ese es uno de los motivos que lo convierten en el más temido general de su tiempo.

Napoleon retorno de Elba
Napoleón reconquistando la lealtad de sus tropas tras regresar a Francia.

El antiguo Emperador sigue su camino hacia el norte, hacia París. Cada vez que se topa con un destacamento enviado para arrestarlo, se repite la misma escena: los soldados renuncian la misión y se unen a su escolta, que se engrosa cada vez más. Un buen día, cuando todavía está de camino a la capital, aparece una pintada en un muro cercano al palacio de Versalles. Está dirigida al rey: “Luis, no me envíes más soldados, ya tengo más que suficientes”.

Luis XVIII capta el mensaje. El ejército no está de su parte. Hace las maletas y junto con su camarilla de ministros abandona París a toda prisa, con destino a la penosa seguridad del exilio. Es una decisión juiciosa. Durante años han visto a Napoleón efectuar prodigio tras prodigio y este retorno increíble es solamente un prodigio más en su inigualable carrera. Sin disparar una sola bala, sin desenfundar un solo sable y apelando únicamente al amor de sus soldados, Napoleón ha recuperado el trono de Francia. Es el comienzo de los Cien Días, un periodo tan fabuloso como anómalo en que se jugó el destino de Europa y, con seguridad, del mundo entero.

Cuatro contra uno

El pánico invade los palacios de las principales potencias continentales. Los reyes y emperadores que una vez doblaron la rodilla ante Napoleón, consumidos por la angustia, comienzan a intercambiar cartas y mensajes diplomáticos, ¡es como si un Apocalipsis fuese a cernirse sobre Europa! Tal es el aura que rodeaba a Napoleón, el hombre más famoso del mundo, cuyas hazañas se conocían desde Sudamérica hasta las remotas Japón y China, donde se había convertido en una figura casi mitológica. A él mismo le parecía imposible cuando, paseando a caballo por los cerros de la diminuta isla de Elba, se lamentaba por el imperio perdido. Pero ahora es, de nuevo, el Emperador de Francia. Y su primera medida es enviar cartas de paz a todas las potencias europeas, insistiendo en que él jamás inició una guerra y que se limitó a terminar las que habían iniciado otros; recordando que fue amable incluso con los reyes a quienes destronó, y que desea antes que ninguna otra cosa el que no se derrame más sangre sobre suelo europeo. No recibirá contestación. Ni siquiera su suegro, el emperador Francisco I de Austria —con cuya hija Maria Luisa Napoleón se casó y tuvo un niño al que ya no le permiten ver—se digna responder. No se fían de él. Conocen por experiencia su ambición, su inigualado talento militar y su tendencia a invadir un país detrás de otro. Le tienen tanto miedo que no pueden darle tiempo para rearmarse. Saben que, aunque el ejército de Francia ya no sea el mismo de unos años antes, bajo el mando de Napoleón puede ser todavía capaz de grandes cosas. No pueden permitir que Napoleón rehaga su Grande Armée. Se forma una Alianza contra Francia —la séptima en trece años, nada menos— liderada por Inglaterra, junto a Prusia, Rusia, Austria y varios otros países cuya aportación militar será menor. Habrá guerra. Cuatro potentes ejércitos se dirigen a la frontera francesa desde diversas direcciones. Un cerco temible.

Desde el norte llega la amenaza de los dos más potentes ejércitos de la Alianza, el ejército británico dirigido por el Duque de Wellington, que ha acampado en Bélgica junto al ejército prusiano del anciano general Blücher. Desde el este, con algo de retraso, se acercan los rusos y los austriacos. Demasiados enemigos a los que combatir con un único ejército. Napoleón está perdido. ¿O no? Aunque llevado por su ego fue capaz de cometer grandes errores —como el de invadir España o Rusia, países donde se desangró el poderío militar francés—, ha demostrado mil veces que su astucia militar no conoce límites. Ya que le obligan a luchar, luchará. Ya que sus enemigos son muchos, buscará la mejor manera de neutralizarlos a todos. Sí, parece imposible… y de hecho, ¡es imposible! Pero sobre un campo de batalla nunca hubo imposibles para Napoleón Bonaparte.

Vieja Guardia
Un soldado de la «Vieja Guardia», la flor y nata de la Guardia Imperial.

En primer lugar decreta una movilización general para recomponer a toda prisa y lo mejor que puede el ejército francés, lo que antaño, antes del desastre de Rusia, había sido la fuerza militar más poderosa sobre la faz de la Tierra. Había perdido muchos soldados veteranos y valiosos en la estepa, cuando el Zar y sus tropas habían huido de él, pero atrayéndolo con astucia hacia el terrible invierno ruso. Aun así, Napoleón todavía conserva algunas de sus mejores unidades. Sigue teniendo a la Guardia Imperial, la infantería de élite más temida —y temible— de su tiempo. Un cuerpo reducido, pero formado por hombres que Napoleón había seleccionado en persona, hombres que debían reunir unas características únicas: alta estatura, complexión fuerte, carácter combativo y mucha experiencia demostrable en el campo de batalla. De aspecto feroz, tocados con gorros de piel de oso, los hombres de la Guardia Imperial cobraban el triple de salario que el resto de soldados franceses y recibían el doble de ración. En muchas batallas ni siquiera entraban en combate y descansaban tranquilamente mientras los demás se jugaban la vida. Un trato de privilegio que, sin embargo, justificaban cada vez que eran llamados a luchar por el Emperador. La Guardia Imperial nunca, jamás, había retrocedido ante nadie. Cada vez que Napoleón les había hecho levantarse de su cómodo descanso en la retaguardia para entrar en la batalla, los hombres de la Guardia han contribuido de manera decisiva a la victoria final. Es el más intocable cuerpo de infantería del planeta y su sola mención hace que los soldados enemigos se estremezcan.

Bonaparte también conserva su artillería, que es la más avanzada y eficaz de su tiempo. No es difícil explicar por qué: Napoleón, además de Emperador, estratega y general, es —literalmente— el mejor artillero del mundo. Desde niño estudió en una academia militar todo cuanto se podía aprender sobre esa disciplina; lo sabe todo sobre cañones, absolutamente todo. Cómo se fabrican, qué metales se usan, las leyes de la física y la dinámica que rigen la trayectoria de las balas… todo. Presume con razón de ser capaz de construir un cañón perfectamente funcional desde cero. En algunas de sus primeras batallas como general, cuando era más joven y ágil, llegó a manejar cañones junto a sus hombres, manchándose de pólvora y sudor, y ganándose de paso su respeto. Cuando en París se celebró con salvas el nacimiento de su primer hijo, el Emperador, de pie ante una ventana de su palacio, escuchaba los cañonazos desde la distancia e iba diciendo qué tipo de cañón y de qué calibre estaba disparando en cada ocasión, distinguiéndolos únicamente por el sonido. Cuando después de su segunda y definitiva derrota fue conducido a Londres en un barco británico, el capitán inglés —que le había recibido con frialdad despectiva— acompañó a Napoleón a la cubierta de cañones, que el prisionero Bonaparte se empeñaba en visitar. El marino quedó tan atónito por los conocimientos de Napoleón sobre la artillería del buque —sabía mucho más que todos los artilleros del barco juntos— que envió una carta a su familia describiendo con asombro la erudición balística del general corso. Napoleón es un genio en diversos campos, pero lo es en artillería más que en ningún otro.

Además de la temible Guardia Imperial y su avanzado cuerpo de artilleros, también conservaba un buen cuerpo de caballería de reserva: los coraceros del mariscal Ney, quienes imponían respeto con sus monturas, escogidas con mucho cuidado, y sus uniformes provistos de casco y peto de reluciente metal. Pero estas tropas de élite, por sí mismas, no resultaban suficientes. Para terminar de rearmarse necesitaba un buen número de soldados con los que reconstruir las demás unidades, las regulares. Tendría que conformarse con muchos reclutas inexpertos, pues no tenía tiempo para formarlos. Su Grand Armée ya no era la misma que asoló Europa unos años antes y, ¿qué podía hacer con un único ejército frente a cuatro grandes ejércitos enemigos?

En Rusia
Napoleón había perdido buena parte de su ejército en Rusia, durante el desastroso camino de retorno a Francia, en el que sus soldados perecían de hambre y frío, sucumbiendo a lo peor del invierno ruso.

Un plan magistral

Napoleón entendió que Inglaterra era la clave de la nueva coalición. Algunos años antes, las madres inglesas amenazaban a sus hijos diciendo que el temido Bonaparte los visitaría si no se iban a dormir temprano. Ahora, sin embargo, Inglaterra el único país que no temía ser invadido por el Emperador de Francia, porque en la batalla de Trafalgar el almirante Nelson había destruido las flotas francesa y española, eliminando toda posibilidad de que el ejército napoleónico desembarcase en Gran Bretaña. Envalentonados por su dominio de los mares, los británicos ya no tuvieron inconveniente en enviar a Wellington hacia España primero y Bélgica después. Los mares eran propiedad de los ingleses y Napoleón, sin su flota, solo era peligroso sobre tierra. Inglaterra estaba a salvo porque el Canal de la Mancha era su escudo protector; eran los demás quienes tenían miedo. Incluso Rusia, porque si Napoleón ganaba una nueva guerra, no cometería dos veces el mismo error de enfrentarse al General Invierno.

Sin un mar que los protegiese de Bonaparte, tan solo el poder económico, militar y naval de Inglaterra daba a los aliados confianza suficiente como para mantenerse unidos. Napoleón se dijo que si conseguía vencer a los británicos de Wellington en Bélgica, el resto de la coalición se vendría abajo, presa de la falta de confianza. Una idea certera; no podía vencer a todos sus enemigos a la vez, pero conocía a sus rivales, los reyes europeos. Al contrario que él, habían sido educados como aristócratas, no como soldados. Si primero despachaba a los ingleses, aquellos reyes pusilánimes no tardarían en querer firmar tratados de paz con Francia, atenazados por el pánico.

Tres meses después de apearse de una barca en el sur de Francia para recuperar su trono, Napoleón, empujado por las mismas prisas que movían a sus adversarios, se dirige con su nuevo ejército a Bélgica para expulsar a Wellington del continente. ¿El problema? Que Wellington no está solo. El ejército prusiano de Blücher ha acampado cerca de él. Napoleón piensa que quizá podría vencer a británicos y prusianos por separado, pero nunca juntos. Esto constituía un dilema que hubiese hecho tirar la toalla a cualquier otro militar de su tiempo, y a casi cualquier general de otra época. Pero estamos hablando de Napoleón, el hombre capaz de lo imposible. Él no tiraba la toalla sin buscar una solución, por arriesgada e inverosímil que pudiera parecer a primera vista. Muchas veces durante toda su carrera se había jugado el todo por el todo con apuestas casi imposibles y solamente así había alcanzado la cumbre. Era hora de jugárselo todo a una carta una vez más.

En los inicios de su carrera como militar, cuando defendía el honor francés en Italia, se había enfrentado a dilemas semejantes: dos ejércitos enemigos acampados frente al suyo. Y había encontrado una solución, la llamada «táctica de la posición central”. Cuando un ejército está acampado, depende de una línea de abastecimiento. Los suministros —alimentos, municiones, pertrechos, etc.— llegan bien desde el mar, en barcos, o bien desde una carretera importante, mediante caravanas. Resulta vital para un ejército no alejarse de esa línea de suministros o se arriesga a que sus soldados se queden sin alimentos ni municiones en muy poco tiempo, sobre todo después de una batalla. Cuando un ejército se ve obligado a replegarse con el fin de prepararse mejor para la siguiente batalla, se replegará siguiendo la dirección de esa línea de suministros. NIngún general con dos dedos de frente se retira alejándose de sus líneas de abastecimiento. Esto es algo que Napoleón sabía bien.

En esto reside el toque genial del Napoleón estratega. Usa principios básicos de manera sorprendente. Sabe que los suministros de los británicos y los prusianos acampados en Bélgica llegaban desde direcciones opuestas: los británicos recibían pertrechos, alimentos y materiales desde la costa belga, a donde llegaban transportados por buques procedentes de Inglaterra. Los pertrechos prusianos, en cambio, llegaban desde el interior a través de una carretera que unía Bélgica con Alemania. Si Napoleón conseguía forzar la retirada de ambos ejércitos a la vez, y siguiendo su lógica de las líneas de suministros, británicos y prusianos se replegarían en direcciones opuestas… separándose para que Napoleón pudiera atacarlos por separado.

Las batallas de Ligny y Quatre Bras

Los dos enemigos de Napoleón no imaginaban que se atrevería a atacar a ambos a la vez. Sobre el papel, era un movimiento suicida. Pensaban que la jugada más lógica del corso consistiría en intentar atacar Bruselas para bloquear los suministros británicos. Bonaparte sabía que sus enemigos pensaban esto y que un ataque directo los tomaría por sorpresa. Los generales adversarios nunca habían tenido tanta imaginación como él y esta no iba a ser una excepción. Dividió su ejército en dos partes, una dirigida por él mismo y otra dirigida por el mariscal Ney, para penetrar por sorpresa en la “posición central”, el punto de separación entre los dos ejércitos aliados. Sus rivales no se lo esperaban y ante el ataque no pudieron reaccionar de otro modo que replegándose. Y se replegaron, tal y como Napoleón había previsto, siguiendo sus respectivas líneas de suministros. Británicos y prusianos se separaron. Cuando quisieron darse cuenta ya era demasiado tarde. Esta primera parte del plan de Napoléon, efectuada dos días antes de la batalla de Waterloo, salió casi a la perfección y parecía poner a los aliados en una posición muy precaria. Sólo un error del mariscal Ney impidió que el gran éxito obtenido por Bonaparte aquel día fuese todavía más rotundo.

Wellington
El Duque de Wellington, imbatido en las guerras napoleónicas.

Ney era retratado en numerosas pinturas de la época montado a caballo, sable en mano, siempre cargando contra el enemigo. En ocasiones incluso se lo retrataba empuñando un sable con la hoja partida en dos, aunque no se trataba de una exageración propagandística. El valor del mariscal Ney en la batalla era inigualable, una gran inspiración para sus hombres, y ese era el principal motivo por el que Napoleón lo mantenía al frente de la caballería incluso a sabiendas de que era tácticamente algo inepto (y que además le había traicionado tras su primera derrota). Napoleón consideraba que el factor psicológico era muy importante en una batalla; algunas de sus más grandes victorias se habían apoyado en ello, y pensaba que si Ney daba ánimos a los suyos y causaba el terror entre los adversarios, entonces el valor intrínseco de Ney como general era enorme. Aquel día, el enfrentamiento entre Ney y Wellington en Quatre Bras mostró lo bueno y lo malo de la manera de comandar de Ney. Su fogoso impulso inicial impidió que los británicos ayudasen a sus aliados prusianos y consiguió que, siguiendo los planes de Napoleón, optaran por retirarse a un lugar donde prepararse mejor para una nueva batalla. Sin embargo, después Ney se entretuvo más de la cuenta haciendo cargas de caballería innecesarias contra los ingleses en retirada, producto de su carácter impulsivo. Tardó demasiado en volver junto a Napoleón para ayudarle a destruir el ejército prusiano.

Mientras tanto, Napoleón se enfrentó a Blücher en Ligny y obtuvo una victoria que obligó a los prusianos a huir, alejándolos todavía más de los británicos. Pero no pudo destruir el ejército de Blücher como era su intención inicial porque Ney llegó demasiado tarde. Un pequeño traspiés al que nadie —ni franceses ni aliados— dio demasiada importancia en su momento, pero que sería fundamental en el resultado de la gran y definitiva batalla que tendría lugar dos días después. Waterloo había empezado a decidirse en Quatre Bras.

Tras finalizar aquellas dos primeras batallas y pese al ligero traspiés de Ney, Napoleón se había salido con la suya. Los dos aliados se habían separado. Envió una parte de su ejército, comandada por el mariscal Grouchy, con la misión de interponerse en el camino de Blücher; había que impedir que los prusianos regresaran para ayudar a Wellington. El general inglés, por su parte, estaba justo donde Napoleón había previsto que estaría: cerca de la localidad de Waterloo, encajonado frente a unas colinas. Pese a que era una posición ideal para la defensa —y Wellington era bien conocido por sus brillantes tácticas defensivas—, los británicos tenían un bosque a sus espaldas. Eso significaba que en el caso de que Napoleón consiguiera provocar la retirada británica, aquel bosque impediría un repliegue organizado y convertiría las tropas inglesas en una manada desorganizada de presas indefensas que estarían huyendo en desorden, a merced de los cazadores franceses. Cuando el día anterior a la batalla ambos generales analizaron el mapa, les embargaron sentimientos bien opuestos. Napoleón se sentía triunfante y comentaba a sus ayudantes: “mañana cenaremos en Bruselas”. Pero Wellington, en su tienda de campaña y mirando abatido el mapa dijo: “el maldito Bonaparte me ha tendido una trampa”.

Para Napoleón Bonaparte todo parecía estar de cara. Una vez más en su legendaria carrera había logrado lo que parecía imposible: separar a sus aliados, poniendo a uno de ellos (Wellington) en un atolladero e impidiendo que el otro (Blücher) acudiese en su ayuda. Iba a vencer a los británicos, sacudiendo los cimientos morales de la coalición entre sus enemigos para volver a dominar Europa y cambiar definitivamente el curso de la Historia. Así pues, ¿qué pudo salirle mal? (continua)

Waterloo

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39 Comentarios

  1. klazerver

    Lo cuentas magistralmente, ¡que suspense!, ¡que emoción!

  2. Mis prácticamente nulos conocimientos sobre historia europea han sido ligeramente espoleados con esta media crónica del último coletazo de Napoleón. Claramente, mis próximas lecturas irán encaminadas a eliminar estas lagunas. Me quedo esperando ansioso la segunda parte.
    Gracias.

  3. Jmartinreporter

    Mi más sincera enhorabuena. No suelo comentar en blogs o páginas -y mira que leo…- pero tu artículo me ha encantado y me sentía en la obligación de decírtelo. Espero con ganas el siguiente texto.

  4. He llegado aquí a través del enlace de Meneame.net. Pensaba que sería un pequeño post contando algo anecdótico sobre la derrota de Napoleón. Cuando he visto el post tan largo (me suele aburrir verlos así de largos) he pensado en abandonar la lectura del mismo. Y más aún siendo de historia que me hacen recordar las clases del Insituto en las que me moría del asco.
    Pero cuanto más leía más deseaba saber del relato. No sé si ha sido su narración, su detalle que no he dejado de leerlo y lo que es más me ha dejado fascinado. Mis felicitaciones al redactor del mismo. Ha conseguido algo que jamás consiguió ninguno de mis profesores; interesarme por la Historia. Ahora me dejas deseando leer como acaba, ¿por qué me haces esto? ¿Como acaba?

    PD.- No quiero buscarlo en la Wikipedia, prefiero leerlo aquí.

  5. nerjamartin

    Grandísimo texto. Enhorabuena, que forma de contar la historia!!! Sencillamente genial.

  6. Interesantísimo relato. Una narración sublime capaz de captar al lector y engancharlos para futuras lecturas.

    Como anteriores lectores vengo del meneame y por supuesto que lo he meneado.

    Estoy deseando ver cómo acaba, pero reservaré el derecho a terminar el relato de los acontecimientos a este blog y su autor, que se lo ha ganado con su buen hacer.

  7. pedrosan

    Esto lo cuenta perfectamente Stefan Zweig en su libro «Momentos estelares de la humanidad», aparte de otros momentos determinantes que podían haber cambiado el devenir de la historia. Muy bueno el artículo, felicidades.

  8. Fantástica narración, muy emotiva, excelente ritmo y con un tono épico grandioso.

  9. Una narración magistral que te obliga a seguir leyendo hasta el final.

    ¡Enhorabuena por el artículo!

    Además, no conocía el site y a partir de ahora tendré un ojo pendiente en él.

  10. Mi enhorabuena por este magnifico post. Soy Belga y vivo a unos 10 km de Waterloo, nunca he podido evitar imaginarme aquella batalla épica en esos campos siempre que pasaba por allí. Espero con ansias la continuación.

    Saludos

  11. Una historia magníficamente relatada que me deja con unas ganas terribles de leer la continuación. Gracias por ilustrarnos la historia de forma tan magistral.

  12. Como otros compañeros he llegado desde meneame y tengo que decir que me ha encantado! La narración es estupenda y hay emoción en cada linea :) esperando la segunda parte y poniendo tu blog en favoritos!!!

  13. Muy currado, buen trabajo, esperamos con ansias la segunda parte… :)

    PD: voy a repasarte vuestros artículos, a ver si encuentro algo tan interesante.

  14. asi da gusto leer historia

  15. Genial, me he quedado como al final de un episodio de Lost.

  16. No, hombre, no. ¡¡¡No me dejes en ascuas!!!

  17. Excelentemente narrado. Enhorabuena.
    Idi Amin, admirador de Napoleon, se hizo coronar emperador de Centro Africa, imitando la parafernalia napoleónica con gran gasto de dinero.
    Tiempo despues, volviò del exilio intentando repetir la jugada y se presenta ante sus antiguas tropas.
    Acabó en una pintoresca celda pensando que segundas partes nunca fueron buenas.

  18. El artículo esta muy bien, pero estaría mucho mejor si arreglaran la infernal cantidad de leísmos que han derrochado por el texto.

    Algunos ejemplos:

    – «las tropas que han de hacerLE prisionero». No, iban a hacerLO prisionero.

    – «renuncian a su misión y comienzan a vitorearLE con». No, las tropas LO vitorean o sea que comienzan a vitorearLO.

    – «…ningún rencor: sonríe y LE felicita «. Noooo, felicita a Napoleón. LO felicita.

    Esta bien (en realidad esta muy mal) que la RAE diga que «tolera» el leísmo, pero da la sensación de que eso es interpretado por los españoles como «es obligatorio usar leísmos».

    No es lo mismo LE quiero que LO quiero y que el leísmo sea tolerado no implica que LE y LO vaya a significar lo mismo

  19. La segunda parte….¡YA!, qué tensión, me ha encantado el relato

  20. Me has recordado a JA Cebrían =)

  21. Excelente artículo, mejor narración. Espero la continuación!

  22. Armagasa

    Brillante y ameno. A alguien le explicaron en el instituto las guerras napoleónicas así? Enhorabuena: lleva usted en su mochila una tiza de profesor.

  23. Petit Lucas

    Muy buen artículo. Enhorabuena. Espero ansioso la segunda parte.

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  31. Daniel ibañez

    Desde Jujuy, pegado a los Andes de Argentina te felicito y agradezco tamaña narración histórica…

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  33. ¡Qué maravilla de narración!
    Voy a por la segunda parte.

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