Se me presentó en la cubierta del libro, rotunda y bestia y mujer, con el pelo como un ciclón, un cuerpo adivinado bajo lo que recordaba como un frágil vestido negro y unos ojos que cabalgaban entre la angustia y el desafío. Yo la miraba con escepticismo, tratando de recordar alguna escena de la serie de televisión que protagonizaba mientras sostenía el volumen en mis manos sin llegar a abrirlo. Cuando me atreví con los primeros párrafos quedé atrapado por aquella presentación magistral de un mundo que, apenas esbozado en unas líneas, ya era mío, como lector y espectador privilegiado. Los gozos y las sombras pasaba a ser un libro iniciático.
De esta forma casual, vagando aburrido entre libros en busca de lectura, como el borracho que brujulea por los bares mendigando la invitación a un trago, me hice con la literatura de Torrente Ballester. Hice acopio de sus obras en aquella Barcelona de los noventa que, a pesar de sus intentos por lavarse la mugre, mantenía sus esquinas malolientes, su provincianismo infatuado y sus librerías de viejo regidas en general por mal encarados cancerberos, seguramente traumatizados por unas madres intransigentes y violentas y una infancia de sospechosas reminiscencias anales.
Me dejaba caer los sábados en un bar junto a la estación del Norte, la puerta a un mundo cuya realidad, hasta el momento, sólo conocía por las novelas de Marsé o Casavella. He visto policías acodados en la barra, tomando café, que han terminado corriendo detrás de un hombre desnudo que paseaba a su perro por la calle, armados con una manta que Paco, el dueño del bar, había sacado de no sé dónde, como un Inspector Gadget manchego. He visto a Rafa el Conseguidor, un viejecito de mandíbula trotona que llegaba de vez en cuando con un par de botas viejas para vender, o las llaves de un panteón, sacado todo de los contenedores de basura. Los parroquianos, ante la visión de estas últimas, tocaban madera y todo era escándalo y gritos y ojos elevados a los santos cielos. Rafa comía monchetas junto a un travestí pequeño, rechoncho y con bigote que, al parecer, venía de vez en cuando sin disfraz. Por las noches asomaba con vestido, falda corta, zapatos con tacón, peluca y bolso. Desconocía, por lo visto, la existencia de las maquinillas de afeitar y lucía piernas negras y velludas y bigote de comisario Gutiérrez. Rafa era su amigo y se tomaba confianzas sorprendentes: le insultaba y le reprendía entre cucharada y cucharada, mientras el otro hacía mohínes y aspavientos. La parroquia, taxistas que aguardaban turno en la estación del Norte, prostitutas que hacían del parque su cama, policías nacionales que mataban el rato y quidams de toda laya y condición, asistíamos divertidos a aquellas fábulas morales. Aquellos días conformaron mi modesta experiencia de crápula y de canalla, afortunadamente reducida a la del mero espectador de un mundo que ahora se me antoja triste y fascinante.
Di en entrar en aquella sagrada cripta del bar Nuribel de la manos de un compañero de los glamourosos estudios de Biblioteconomía. Tertuliaba con aquellos amigos recién conocidos, algunos de aristócrata onomástica, como José María Caballero de la Torre, Alejandro Lanau o al jardielesco Gonzalo del Castillo González. Y los hermanos López Bella, Enrique y Ricardo, infalibles a la hora de recomendar lecturas. A Enrique debo mi descubrimiento de Álvaro Cunqueiro, que es como hablar de mi alma desentrañada. Intoxicados de Voll-Damm, hablábamos de Baroja, a quien nadie discutía; Cunqueiro surgió como una aparición en una corredoira, Jardiel Poncela se impuso, Marsé era de los nuestros y Las Ninfas de Umbral podría haber sido nuestra Biblia. Yo deslicé a Torrente, y quienes lo habían leído confirmaron su magisterio. Me alivió saber que la lectura de La saga/fuga de J.B. había requerido de un intento previo antes de rematarla en el siguiente, como me había ocurrido a mí, y que gozaba del marbete de obra no sólo maestra, sino también divertidísima.
Por imperativo laboral, marché en 1997 a Dublín, donde estuve viviendo unos ocho meses. Elegí aquella ciudad contaminado por la atmósfera galaica de mis lecturas recientes. Quería nieblas y lluvias y un escenario verde, mágico, donde pudiera trotar a gusto mi imaginación mientras esperaba que el azar fuera quien me pusiera los pies en el suelo. En lugar de estudiar inglés, que perfeccioné, pese a todo, en la medida de lo posible, leí con devoción lo que hasta entonces me faltaba de la obra de Torrente. Gracias a internet, que por entonces comenzaba a manejar, entré en foros de literatura donde desbordaba mi entusiasmo por el autor ferrolano. Se me metió en la cabeza la idea de conocer a don Gonzalo. Un amigo internauta me ayudó a encontrar su dirección, hubo un breve intercambio de cartas y una llamada para concertar una cita.
Regresé a España. Aproveché la asistencia a un curso de archivística en Salamanca para ir a casa de los Torrente. Su exquisita amabilidad les impidió echarme a patadas. Me presenté, agitanado y cohibido, con una botella de whisky como regalo, vistiendo unos pantalones de cuero trenzados en los laterales y un jersey verdesucio que me venía grande. En el abrigo, un cuento y una cámara de fotos que, para fortuna de mi honor y salvaguarda de la vergüenza de mis descendientes, quedaron en los bolsillos durante toda la visita. Lo que tenía que haber hecho es entregar el whisky y salir corriendo, como un contrabandista que se las sabe todas, pero no sé si por curiosidad o pánico me quedé allí, como un pasmarote sin apenas decir nada. Las tablas de don Gonzalo y la cortesía de su familia sortearon mi timidez. Apenas podía contar nada de mi vida, que no había hecho más que empezar. La charla fue muy agradable, a ratos divertida, porque don Gonzalo era un gran conversador y un excelente anfitrión: ordenó abrir la botella y nos servimos unos vasos del Black Bush. Procuré contenerme con la ingesta y a mi silencio absurdo no uní una conducta irreverente.
Me avergüenzo de aquella visita, por lo que tomo estas líneas como una confesión, una forma de expiar aquella manera de imponer mi presencia sin que viniera a cuento. No obstante, afianzó mi admiración por el hombre y por su literatura. Nadie como él actuó de forma tan definitiva como rector de mi conciencia. Le debo algunos fundamentos insoslayables. El primero: “admitir que lo que uno inventa bajo el influjo de Dionisos tiene que trabajarlo bajo el influjo de Apolo”. No sirven, pues, las vaguedades delicuescentes del escritor en ciernes. Así lo aprendió de Poe y de su ensayo Cómo se hace un poema, que le reveló “la conciencia del arte, la lucidez del artista ante su propia tarea”.
Torrente Ballester fue profesor de Historia y escritor. Conocía perfectamente la convivencia de la realidad y de la ficción, y de cómo ésta se nutre de aquella. De esta forma me he prevenido de algunos engaños, tan de moda actualmente, como el que mezcla ambas para venderlas como Verdad. Pensemos en Cercas y sus soldados de plastelina. Por supuesto, esa distinción fundamental me ha prevenido ante los procesos de mitificación, otro de sus temas recurrentes desde sus primeras obras. ¿Cómo no pensar de nuevo en Cercas, o en esta tendencia tan habitual de los obcecados en crear héroes donde no hay sino hombres?
La dualidad era una constante en su obra. Muchos de sus libros comienzan mostrando un escenario dual, convergente en el espacio y en el tiempo y divergente en el significado de sus elementos sustanciales. Los gozos y las sombras y La saga/fuga de J.B., por ejemplo, principian con la descripción de un lugar cercado por dos ríos, uno lento y tranquilo y otro tumultuoso. Casi igual ocurre en Dafne y ensueños, donde los dos mundos que representan los personajes Dafne y Obdulia se contraponen comparándolas con dos ríos de las mismas características que los anteriores. Torrente Ballester llevó esa dualidad hasta el extremo en su escritura. Un análisis pormenorizado de sus libros, ya sean diarios, ensayos o novelas, nos permitiría espigar cientos y cientos de ejemplos que demostrarían esa lección convertida en técnica. Gracias a ella logra explicar una idea, describir a una persona o tratar de un tema cualquiera planteando dos características y jugando con ellas al mostrar sus concomitancias y exponer sus diferencias, al hacernos ver sus puntos comunes y aquello que las hace incompatibles. Esta técnica convierte su escritura en un juego entretenido y didáctico, fácilmente despeñado hacia el humor y con un ritmo inconfundible. Es el Jano Bifronte —tan importante en La saga/fuga—, lo que en lenguaje más coloquial llamaríamos la doble cara de una misma moneda, y que remite en último término a la imposibilidad de aceptar el mito como historia, o la mentira como verdad. Es una forma de aceptar nuestras contradicciones y nuestra naturaleza humana, una manera de imponer la concordia basada en el reconocimiento de nuestros errores. En resumen, y citando a mi amigo Fernando García Alonso: vida y muerte son lesbianas.
Se ha estudiado su obra del derecho y el revés. Ciento cuarenta y una referencias en la base de datos del CSIC. Doscientas veintisiete en la base de datos de la Modern Language Association of America. Se ha indagado en su vida, para defenestrarlo por su breve experiencia falangista o para defender el derecho de un hombre a rectificar, sobre todo si termina como un demócrata liberal (excluyendo la acepción económica del término). No obstante, ninguna aproximación científica conseguirá revelar el placer de la lectura de sus libros, el humor de sus novelas, las interpolaciones mágicas de los mundos imaginados que nos ha legado, la inteligencia demostrada en sus diarios.
La ferocidad del mundo editorial, la imposición comercial de un canon atiborrado de novedades insulsas y en muchos casos de basura ilegible, nos hacen olvidar a veces la existencia de autores imprescindibles de nuestra literatura. Consideramos que la consagración de un autor (Torrente recibió numerosos premios y su nombre, mal que bien, le suena a cualquier español más o menos informado) implica su amortización sin necesidad de que recurramos a su lectura. Ya se ha leído bastante, o ya hay quien lo lea, son ideas estúpidas con las que rehuimos a los clásicos. Y Torrente lo es, por lo que cabe recordar que no hay autor más actual que un clásico.
La relectura de sus libros es uno de los placeres que me reservo para momentos en que la vida transcurre deprisa, deprisa. Me sirve para el reencuentro conmigo mismo, si es que esta expresión es la adecuada para definir la capacidad que tienen las personas de conocer sus virtudes y sus deficiencias con el fin de potenciar las primeras y tratar de corregir las segundas, a veces sin éxito. Me sirve en todo caso, para cubrir con una capa de humor las angustias de la existencia, para recordar al jovencito impetuoso y borrachín que mataba los sábados en buena compañía, tertuliando entre putas y taxistas que borraban sus contornos por el humo de los cigarrillos y los vapores de la cerveza. Le debo a don Gonzalo las palabras necesarias para poner orden a mi mundo propio. Brindo por su memoria.
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Lo de «defender lo que es vuestro por legítimo derecho de conquista” proclamado desde el balcón del Ayuntamiento de Salamanca no parece muy demócrata ni mucho menos liberal.
Aquella polémica la zanjó con un artículo en El País explicando cuáles fueron sus palabras exactas y su opinión respecto al tema del archivo. Demócrata y liberal, sí.
Buen artículo.
A GTB, desgraciadamente, ya se le ha olvidado, y es una lástima. Como mucho quedará de él la última gran novela del s. XIX, «Los gozos y las sombras», pero en su versión para TV. A finales de los 80 me tragué como una boa casi todas sus novelas publicadas por Destino y Plaza & Janés. Entre todas ellas me quedo con 3: «La isla de los jacintos cortados», con sus paisajes mediterráneos y sus parcas; «Fragmentos de Apocalipsis», tan mágica y gallega; y «La saga/fuga de J.B.»: sobran comentarios. Guardo un recuerdo especial de «Las sombras recobradas» y unas Navidades muy especiales.
Me ha encantado el artículo. Enhorabuena
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«La saga/fuga de J.B.» es la gran novela en español del siglo XX. Mea y caga en cualquier otra y remite únicamente a su único referente posible que es «El Quijote», es decir, la fuente de todas las cosas, porque en «La saga/fuga…», sí, también está todo contenido.
Y ahora sigan hablando de los demás escritorzuelos.
A la obra de Don GTB tuve acceso por primera vez a través de la serie de televisión que aqui se menciona, la fuerte impresión que me causo me llevo a conseguir los libros y con ellos leer-vivir algunas de la experiencias mas significativas de mi juventud.
Mil gracias al autor de este articulo por hacerme recordarlas nuevamente.