Cuando empecé a escribir este artículo, pensé en comenzarlo con algo que le dicen a Liam Neeson en Love actually: «Get a grip, people hate sissies. No-one’s ever gonna shag you if you cry all the time«, que es algo así como decirte que dejes de llorar como una maricona si quieres follar. Luego cambié de idea por no contradecirme. Esa frase se la habría dicho el viejo Tsevan al autor de la confesión que ahora comienza, pero incluirla equivaldría a admitir que no estoy siendo sincero.
El punto de inflexión para la aparición del nuevo Tsevan fue la prácticamente nula repercusión de mis reflexiones sobre la evolución de la ópera barroca. ¿A qué podía deberse? Rechacé que el tema no tuviera interés, sobre todo considerando dos factores: el primero, la naturaleza eminentemente cultural de su objeto; el segundo, la donosura con que mezclaba aspectos profundos y anécdotas mundanas. Si el defecto no estaba en el artículo, ¿estaría en los lectores? Exploré esta posibilidad con actitud científica, llegando a pedir de forma reiterada y objetivamente patética que se le prestase atención. La inexistente respuesta fue altamente aleccionadora. Centrar mi foco en los lectores no me serviría para explicar el enigma.
El trípode sólo podía cojear por culpa de la tercera pata. El problema es el autor. La complejidad de las sociedades avanzadas, de las construcciones culturales y del mundo internáutico han propiciado el éxito avasallador de la firma. No es ya que creamos o no lo que se dice porque venga firmado por éste o aquél, sino incluso que leemos o no leemos según quién sea el autor. La credibilidad es la condición sin la cuál estás destinado al fracaso. Podemos incluso afirmar que la madurez de nuestras sociedades en este aspecto se prueba por haber logrado algo que se está buscando desde hace siglos en otras disciplinas. Querríamos tener una máquina que nos permitiese descubrir al delincuente antes de que cometiera el delito pero, al no existir ese prodigio, tenemos que conformarnos con castigar sus actos. Más aún, debemos actuar como si sus actos anteriores no influyesen en el juicio actual, porque no sabemos si esos actos anteriores reflejan alguna desviación permanente en su conducta que le convierta en un ser antisocial. Por suerte, estas dudas no se plantean en el ámbito de la producción cultural: a los destinatarios de las obras no les interesan tanto éstas como la mano que las ha creado. El autor se ha convertido en su obra.
El siguiente paso en mi reflexión me llevó a un análisis de las condiciones que podían convertir a un autor en un Autor. Tradicionalmente examinaríamos su obra, pero si su obra es él mismo es absurdo centrarse en lo que produce salvo por razones etológicas. El autor debe de ser distinguible, y para ello debe de ser original, con una originalidad que produzca empatía en, al menos, un grupo suficientemente amplio de personas. No se trata de rareza. La rareza incluso puede resultar contraproducente. Tras examinar múltiples ejemplos llegué a la conclusión de que el aspecto “personal” es esencial. Si el autor es su obra, la vida del autor es como la “composición” del cuadro. Ya saben, la narración implícita y esas cosas que se explican en volúmenes publicados por diputaciones provinciales.
Este descubrimiento me produjo una gran desazón. Si estaba reflexionando sobre este asunto en vez de comiendo callos no era por un interés exclusivamente especulativo. Yo quería ser un autor. Quería poder escribir sobre teatros venecianos y que cientos de personas inteligentes suspiren mientras cientos de energúmenos profieren improperios. Quería que se hablase de mí, bien o mal. Sin embargo —pensé—, ¿cómo conseguirlo si para lograrlo he de desvelar eso que oculto desde hace años, con vergüenza?
Me explicaré.
Las grandes crisis son el terreno de las grandes oportunidades. Esto se nos repite en estos días y yo he decidido creer.
No hay que ser un lince para darse cuenta de que los autores cuentan los pecados que no son. Se sincronizan con el zeitgeist, vamos. Hace ciento cincuenta años, si eras un hombre progresista hablabas de las razas inferiores y del darwinismo social y quedabas estupendamente. Hace setenta y cinco años podías sin problema mezclar la maquinización con el nuevo hombre y te aplaudían los modernos. Hasta hace bien poco era chic encontrar superestructuras por todas partes y discursos dominantes. En gran medida, el Autor es que el hace lo que harán otros, pero en el primer cuarto, no en los minutos de la basura.
¿Qué hacer? ¿Qué hacer? Se pregunta el maestro Mangiacaprini. Al examinar la vida de varios autores he descubierto algunas de sus “debilidades”: consumen o han consumido sustancias estupefacientes, beben como cosacos, frecuentan lugares oscuros que recuerdan perfectamente a pesar de la amnesia del día después, su vida sexual es variada y activa y sus cofollador@s cambian a menudo. No hay nada especial en ello, me aseguran mis fuentes, por lo que no hay que dudar de la autenticidad básica de sus relatos. Lo importante, siguiendo el patrón, es que nos cuenten esas “debilidades”, esos “fracasos”, y que ese fondo de humanidad nos envuelva a todos en una especie de cielo común con aspecto de purgatorio y virutas de humo dibujadas.
Por desgracia, no puedo apuntarme a esa originalidad. No me gusta demasiado el alcohol y mis únicas y antiguas hazañas en este campo se adornan con un paisaje rural o provinciano. No he probado ninguna droga ilegal. No estoy cómodo en garitos oscuros. “No es extraño —me he llegado a decir en un momento de auténtica desesperación— que escribas sobre motetes”.
No, no me he olvidado de cierto asunto. Como ya he dicho, esta crisis va a ser la fuente de mi oportunidad de convertirme en autor.
Para conseguirlo he de reconocer una perversión, exponerla en público, y esperar que la comprensión, que no la compasión, de los lectores se convierta en afecto. Mi fuerza nacerá de la exposición pública de mi principal debilidad, del aspecto más oscuro y denigrante de mi biografía. Ésa será mi originalidad.
Yo era como los demás adolescentes de mi época. Fumaba a escondidas de mis padres, pero delante de todos los demás. En cuanto podía cogerme una tranca en compañía de mis colegas, lo hacía. Y, por supuesto, intentaba follar, sin éxito.
A los diecisiete años me enamoré de una preciosa chica morena y, tras algunas dificultades logísticas, decidió corresponderme. Como siempre me ha dominado mi alma racional, me negué a que mis efusiones románticas llegasen al extremo de prometerle amor eterno o algo por el estilo, aunque supongo que sus quejas por esta frialdad predictiva eran falsas como la falsa moneda.
Yo no lo planeé así. Yo quería tener una vida como la de los demás. Quería probar cosas. Tener experiencias. Ser normal, vaya.
Me pudo el vicio. Quien no ha padecido una adicción será incapaz de entender de qué hablo. Sabes que está mal, que te aparta de los demás, que te convierte en un paria. Sabes que te domina totalmente.
Así, lo que al principio no era extraordinario —todos han tenido un primer novio o una primera novia— se fue convirtiendo en algo enfermizo. Seguimos juntos, año tras año. Lo peor de todo es que dejé de lado la realidad, fui feliz y no conocí el ladrillo de la vida adulta, la espina dorsal de la madurez: el fracaso. Fue espantoso. Mi vida empezó a ser diferente. Mis amigos cambiaban de pareja y su vida transcurría de manera sana, mientras yo seguía cayendo por la pendiente de la inmunda monogamia. Me fui separando de ellos, porque me absorbía cada vez más mi relación con ella. Ah, qué pérfida: tan hermosa, tan inteligente, tan solícita.
Lo peor vino después. Tras trece años de noviazgo, nos casamos. Yo creí hacerlo voluntariamente, cuando la verdad es que era la droga la que hablaba por mí. Mi degradación ha continuado desde entonces y la prueba está a la vista de todos: dos hijas me recuerdan constantemente la espantosa realidad de casi treinta años de vicio y corrupción.
Sólo las personas que me conocen desde la época en que era normal conocen esta dolorosa realidad que silencian en mi presencia. Hace años que vivo en la mentira. Cuando conozco a alguien disimulo. No llego al punto de inventarme fracasos; miro hacia otro lado, esperando que los demás no se den cuenta de que soy un impostor, un pobre yonki enganchado a los ojos de una sola mujer.
No salgo del armario para curarme o redimirme. El mal ha arraigado excesivamente dentro de mí. Tampoco para minimizar mi culpa. Sé que lo estropeé todo hace treinta años. Lo hago para que mis artículos dejen de desprender ese poderoso y obsesivo olor a mendacidad.
Y de paso, para ver si así consigo que me lean.
No se deprima por «la nula repercusión de sus reflexiones sobre la evolución de la ópera barroca».
El número de comentarios suele ser inversamente proporcional al interés del artículo, como se colige de los sesenta y tantos comentarios a la entrevista a Ignacio Escolar.
Buen intento, pero se queda en nada frente a la reciente confesión de Pérez Reverte, que dice pasarse las horas jugando al Call of Duty. Ahí es donde se ve a un profesional.
Prefiero el artículo sobre la ópera barroca que este manifiesto de San Valentín.
Verá usted señor, yo leí el artículo sobre la ópera barroca, y tengo que contradecirle en su conclusión de que el problema no es la falta de interés del objeto, para bien o para mal estamos donde estamos y en el momento que estamos, aunque tengo que convenir con usted en que la firma es determinante, concretamente la suya se hizo determinante para mí gracias a ese soberbio artículo sobre una composición de Ludwig Van que trasciende momentos y lugares en primer lugar por su absoluta magnificencia y en segundo lugar por su fama.
Y con todos mis respetos, si sigue descubriendo los flancos hará buena la cita que introduce su firma de hoy.
Un saludo.
Uséase, todo este tocho para hablarnos del estilo, del tono, de su tono y su personalidad como Autor. Menos mal que el tono nada tiene que ver con el tema, porque igual cree usted que su historia es original. Pero si yo conozco al menos a cuatro con esa perversión, y con más hijos…
Afortunadamente sus lectores somos inteligentes y con la capacidad de empatía que a usted le falta. Nos ponemos en el lugar de su señora.
No nos engaña el tono reaccionario y relapso, de paladín de una nueva vanguardia, digna del tercio de procuradores a Cortes cabezas de familia. Usted es Mangiacaprini. Shalom.
Me acaban de recordar que un trípode no puede cojear. La única consecuencia de esa verdad es que ¡nadie tiene la culpa!
Por alusiones, como parte de la “la nula repercusión de sus reflexiones sobre la evolución de la ópera barroca” confieso que me pareció bastante más interesante que el presente un poco San Valentín¿De verdad esperaba más de 50 comentarios como los de la entrevista-río con Ignacio Escolar? ¿E insultos? Lo tomaré como una ironía. Animo, no es para tanto.