Deportes

Corbatta, gloria y miseria de ‘El dueño de la raya’

Corbatta Humberto Antonio Angelillo

«El jugador nace, no se hace». Cuando los dioses del fútbol le trajeron a este mundo, él siempre supo que la pelota le sonreiría, pero la vida no. Creció en el seno de una familia pobre, junto a ocho hermanos, y su escuela de la vida fue la calle, porque jamás recibió educación alguna. No sabía leer ni escribir. De hecho, cuando sus compañeros comentaban las noticias de los periódicos, él miraba hacia el infinito y se ponía a silbar, como si la cosa no fuera con él, para que nadie le preguntara. No había completado segundo de primaria y contaba con los dedos. Después, sofisticó su disimulo con un remedio, el engaño. Solía llevar, debajo del brazo, un diario. Así, ni sus compañeros ni los periodistas podrían saber que era analfabeto. Hijo del potrero, con menos palabra que un telegrama pero con un don natural para la «gambeta», alcanzó las inferiores de Estudiantes de la Plata con catorce años. Muchos amigos, después de haberse roto el tobillo, le insistieron en que trabajara de limpiabotas, de mecánico, de reponedor. Pasó tres años lejos de los terrenos de juego, pero nunca renunció a su sueño, el fútbol. Un hincha de Rácing de Avellaneda decidió convencer a La Academia para abonar su fichaje. A partir de entonces, Argentina no paró de hablar de aquel muchacho. Cuando llegó a Racing, su gran amor deportivo, sólo llevaba lo puesto. No tenía «plata» y no se había duchado en varios días. Estaba amarillo, algo desnutrido, hablaba más bien poco y presentaba un aspecto desaliñado. Desde entonces sus compañeros lo bautizaron como «El loco».

Alguien preguntó medio en «joda», medio en serio: «¿De qué jugás, pibe?» El chico contestó: «De ‘wing’ —extremo— derecho». Había overbooking en Racing y eso provocó risas. Pero después de verle entrenar nadie volvería a reírse jamás de aquel mozalbete que llevaba días sin ducharse y que se peinaba con la mano. Debutó con 19 años con la camiseta de La Academia y en siete años dejó una estela de 79 goles en 195 partidos. Fue la pieza clave del campeonato de Rácing de 1958, anotando diez goles en un equipo formado por Negri; Anido y Murúa; de Vicente, Cap y Gianella; Pizzuti, Manfredini, Sosa, Belén y, por supuesto, «El loco». Se convirtió, a golpe de genialidad, de gambeta y de extravagancia en el ídolo de la afición racinguista. Los libros de historia fechan el 26 de octubre de 1958, día en que La Academia visitaba a Estudiantes de La Plata, como el día en que nació un genio diferente a todos los anteriores, un mito. Aquel día, el planeta entero estaba pendiente del Vaticano, donde todos esperaban la fumata blanca para conocer quién sería el sucesor de Su Santidad El Papa Pío XIII, que acababa de morir. Fue entonces cuando de repente, en el segundo tiempo, el público jaleó las cabalgadas de aquel enano mortal con el «siete» a la espalda, que desparramaba rivales a su paso. El público, extasiado, gritó un pareado contagioso y repetido, al unísono, que retumbó en el graderío: «La hinchada se estremece, Corbatta… Pío XIII».

Irreverente y genial, Oreste Osmar Corbatta Fernández, el Papa Pío XIII de Racing de Avellaneda, siempre mostraba su predisposición a hacer felices a los demás. Era un tipo, en esencia, tan inculto como generoso. A su íntimo amigo Dellacha, en gesto de agradecimiento por enseñarle a escribir su nombre para poder firmar autógrafos, le puso en bandeja decenas de goles. «Teníamos un pacto: yo le enseñaba a poner su nombre y él me dejaba marcar. Era tan tímido que me agradecía mi labor de maestrito así, con goles». Otro compañero suyo, Márquez Sosa, también fue testigo del tamaño del corazón de Corbatta. Sosa cumplía años, pero su amigo no tenía dinero para hacerle un regalo. Ese día tenían partido, así que se acercó a él y le dijo: «No tengo guita, pero te regalo dos goles». Se comprometía, en el vestuario y delante de sus compañeros, a conseguir que anotara un doblete el día de su aniversario. Así fue. Corbatta dibujó dos diagonales imposibles, se zafó de todos sus marcadores y entregó, en bandeja de plata, un par de goles a Sosa. «Me dijo que me regalaba dos goles y cumplió su promesa. Cuando vacuné el segundo, le miré y vi que sonreía como un pibe. Él era así, siempre estaba igual, sonriendo, como un pibe travieso». Después de aquella exhibición, la prensa de la época sostuvo durante mucho tiempo que la diferencia entre Corbatta y el resto de futbolistas era muy sencilla: ‘Corbatta acariciaba la pelota. Los demás, la tocaban’. Se pegaba tanto a la banda que su primer nombre de guerra fue ‘El dueño de la raya’, un apodo que le hacía justicia. Sentía predilección por llevar, como Garrincha, la pelota atada a la bota, y por eso le apodaron «El Garrincha argentin». Pero la virtud más espectacular de Corbatta era su precisión de cirujano con la pelota. No tenía un remate potente, pero poseía algo más preciado: una puntería milimétrica, endiablada, certera, que le llevó a convertirse en un auténtico especialista desde el punto de penalti, desde donde era infalible, al punto de que cuando los árbitros decretaban penalti a favor de su equipo toda la hinchada de Rácing comenzaba a cantar el gol antes de tiempo, porque les parecía imposible que Corbatta fallara desde el punto de castigo. “Agachaba la cabeza para que el arquero no adivinara dónde iba a tirar y en cambio yo veía todo lo que él hacía. En cuanto se movía era hombre muerto. De 68 penaltis me sacaron solo cuatro”.

Corbatta 21Su leyenda se agigantó en un partido ante Chacarita, donde estaba siendo presionado con fiereza por varios rivales. Para sorpresa del personal, Corbatta no avanzó con la pelota pegada a la diestra como siempre, sino que comenzó a recular y recular, hasta llegar al borde de su propia área, con la redó cosida a la bota. Y fue allí, al borde del abismo, a punto de perder la pelota y provocar un gol en contra de su equipo, cuando Corbatta llevó a cabo su obra maestra. Arrancó con fuerza, como si fuera un pura sangre enrabietado, para ir dejando en el suelo a todos y cada uno de los rivales que le salieron al paso. «Estaba desandando el camino». Corbatta gambeteó hasta en once ocasiones y cuando parecía agotado, metió la quinta velocidad para plantarse delante del portero. Después, cedió la pelota a un compañero, giró la cabeza y le guiñó un ojo a un espectador. Nadie podía dar crédito. Increíble, pero cierto. Aquella gesta le sirvió para ser titular en la selección de Argentina, con la que lograría ganar dos Copas de América en 1957 y 1959. En aquella selección, que humilló a Brasil por 3-0, Corbatta formó una delantera explosiva, legendaria, junto a Humberto Maschio, Antonio Angelillo, Enrique Sívori y Osvaldo Cruz. Eran «Los Carasucias de Lima».

El gol más hermoso de su carrera fue el 20 de octubre de 1957, frente a Chile, con la camiseta argentina en la fase de clasificación para el Mundial de Suecia ’58, donde sólo él se salvó de las feroces críticas a la albiceleste. Aquel día dribló a dos rivales amagando hacia un lado y saliendo hacia el otro, se plantó frente al portero, lo burló como hacía de chico en el potrero y entonces, sin motivo aparente, se detuvo. El público le gritó, pero él se quedó quieto. Esperó hasta dar tiempo a que los defensas se levantaran del suelo, les volvió a encarar, les regateó de nuevo y volvió a echar el freno de mano. Cuando dos chilenos quisieron reventarle la pierna, los sorteó, imitando el escapismo de Houdini, y remató a puerta con un disparo seco, pegado al poste. Miles de aficionados le aclamaron y los cronistas allí presentes hablaron del gol de goles. Aquel tanto sirvió para que la revista Life, la de más tirada en Estados Unidos, le dedicara una portada y un reportaje con la secuencia del gol imposible hasta entonces jamás visto. Radiante, vertiginoso, capaz de la posible y de la imposible, Corbatta fue bautizado por un periodista chileno como «un jugador de dibujos animados». Una frase histórica que, en su día, hizo popular Jorge Valdano en su etapa como comentarista para definir el fútbol de otro mago contemporáneo de la pelota, Romario.

Extravagante e impredecible, Corbatta protagonizó cientos de leyendas urbanas y anécdotas rocambolescas que forman parte de la historia del fútbol mundial. En un clásico Racing-Independiente, por la supremacía del fútbol de Avellaneda, el zaguero Silveira le estaba persiguiendo por todo el campo, como buen perro de presa. El remedio de Corbatta fue curioso: se escondió detrás de la policía que estaba a pie de campo. Su marcador, con cara de empate a cero, no supo cómo reaccionar. La policía tampoco. Frente a Rosario Central, otro rival humillado por sus constantes fintas y regates, le amenazó: “Vos en Rosario no salís vivo”. En la siguiente jugada Corbatta le tiró un caño. El defensa tuvo que ir a comprarse una sotana y cuando Corbatta volvió a su marca, se dirigió a él para constatar que sí había escuchado la amenaza: “Mejor muerto habiendo tirado un caño ¿no?”. Vairo, el cacique de River Plate, recuerda que Corbatta se pasó todo el partido encarándole y provocándole. «Me ponía nervioso, de pronto me miró y me dijo: ¿quién sos vos? ¿qué tal? ¿cómo anda tu madre?… ¿y de la vida de tu hermana qué es? Le respondí ¡calláte y jugá!… Cuando termine el partido nos vemos afuera». Cuando el partido finalizó Corbatta estaba esperando al defensa riverplei. «Venía a invitarme a tomar algo, resulta que de verdad quería conocerme. No lo podía creer, qué tipo». Contra Chacarita se montó un quilombo de aúpa cuando llegó en estado de embriaguez al vestuario. Sus compañeros le ducharon, el entrenador le pegó una buena bronca y Corbatta, a duras penas, se calzó las botas y salió a jugar. Anotó tres goles en media hora. Su entrenador sólo acertó a decir: «Dan ganas de pegarle con un fierro, pero pisa la cancha y es único, es diferente a todos». Jorge Llistosella, redactor de la prestigiosa revista El Gráfico durante el apogeo de Corbatta, escribió: «Cuando se vaya Corbatta no habrá ninguno igual”. No lo hubo.

Nadie mejor para corroborar esa afirmación que Amadeo Carrizo, el que fuera mítico portero de la selección albiceleste, que se apostó cien pesos de la época con Corbatta a que era capaz de atajarle 10 penaltis de 50 intentos. Corbatta se hartó a reír. Pateó 50 y anotó 49. «Siempre me pregunté cómo fue posible haber errado uno». Otra estampa inolvidable para los argentinos ocurrió en un Argentina-Uruguay, la eterna batalla del Río de La Plata, cuando el «siete» que jugaba con las medias bajadas hasta los tobillos se pasó el partido ridiculizando al durísimo Pepe Sasía al que paseó, como si de un baile se tratara, por todo el campo. Sasía, harto de la humillación, esperó a que Corbatta cayera al césped y, cuando iba a levantarse, le obsequió con un crochet de derecha directo a la boca. El extremo de Argentina sonrió y posó para los periódicos. A su sonrisa, burlona, le faltaban dos dientes. Otra fotografía para el recuerdo fue la instantánea que inmortalizó a Corbatta, en una gira de la selección, durmiendo en el banquillo. La noche antes había «tomado» unos tragos de más y faltaban cinco minutos para que diera comienzo el Argentina-Checoslovaquia. Pero él, que iba a ser titular, roncaba como un lirón. Cuando finalizó aquella gira, un periodista escribió: «Los genios están obligados a dormir mucho, que duerma lo que necesite». En una de esas noches donde detenía el curso del tiempo aferrado a una botella y acompañado de sus mujeres llegó a casa a las seis de la madrugada. Se había bebido el agua de los floreros y sus compañeros, para reanimarle, trataron de darle baños de agua fría. En el vestuario confesó sus andanzas: «Me caí de un portón y no veo nada. No me pasen la pelota, apenas veo. Todavía estoy mareado». El consejo de Corbatta pasó inadvertido para sus compañeros después de un cuarto de hora. Alguien tuvo la brillante idea de pasarle la pelota y Corbatta hizo el resto. Agarró la pelota y no la volvió a soltar. Marcó dos goles. Su explicación era simple: «A la pelota hay que tratarla bien, es como una mujer. Si le pegás, se te va. Yo no le pego, la acaricio. Por eso la pelota nunca se quiere marchar de mi lado».

corbattaDicharachero, jovial, buen amigo y hombre de pocas palabras, Corbatta siempre fue capaz de controlar la pelota, pero nunca pudo hacerlo mismo con sus mujeres. Sentía pánico hacia el sexo femenino, apenas despegaba los labios, era extremadamente tímido y no tenía bagaje cultural porque era analfabeto funcional. Se sentía torpe cuando estaba cerca de cualquier chica. Quizá por eso sus compañeros decidieron tomar la iniciativa por él y le presentaron a una chica que hacía la calle. Junto a aquella señorita de compañía, Corbatta superó su timidez y al poco tiempo, sin saber cómo ni por qué, acabó enamorado de la prostituta. Primero la retiró del oficio más antiguo del mundo, después le compró una casa en el barrio de Banfield y después, en 1959, se casó con ella. Con aquella rubia platino tuvo una hija y fue feliz durante un tiempo pero, un día, al regresar de un gira por el extranjero, volvió a casa y no encontró nada. Su mujer se había marchado, se había llevado todo el dinero, había vendido los muebles y le había dejado colgado. «Tenía un agujero en el bolsillo». Corbatta había confiado en una de esas sirenas que dicen te quiero si ven una cartera llena, y lo pagó caro. Nunca llegó a superar el trauma de su ruptura con aquella Barbie. «Siempre la traté con respeto y cariño, pero me dejó y se lo llevó todo, esa es la verdad». El «wing» derecho de Racing, después de aquello, se casó en tres ocasiones más y tuvo otros tres hijos, un varón y dos nenas, pero siempre fracasó en todos sus matrimonios. Todas las mujeres de su vida acabaron por abandonarle, como él mismo reconocería. «Con mi primera esposa me fue muy mal; con la segunda me fue mal; con la tercera mal y con la cuarta, también mal. Las cuatro me sonaron, pero qué se puede hacer. Las quiero lo mismo.»

En 1963 pasó al Boca Juniors, que lo compró por 12 millones de pesos, y ganó dos campeonatos en Boca, pero ya no era el mismo. Ya no era El Rey de la Raya, ya no levantaba al público de sus asientos con tanta frecuencia y se había dado a la botella. Un buen amigo le aconsejó: «Dejá la botella, carajo». Él contestó: «Sí, dejá la botella, pero dejála cerca del vestuario». En una gira por Europa el club pidió a Carmelo Simeone, compañero de vestuario de Corbatta, que vigilara las apetencias alcohólicas del extremo. Simeone habló con el entrenador y con los directivos: «Si yo estoy con él, no va a estar tomando». Pero una noche, después de un partido, en la habitación del hotel, Simeone se llevó una sorpresa. Debajo de la cama de Corbatta había una pila de botellas de cerveza vacías. Entonces entendió el mensaje: jamás podría dejar de beber. A cambio, dejó en la retina de los aficionados una de las historias más sorprendentes de la historia del fútbol, sólo al alcance de un genio. En cancha de Ferrocarril Oeste, ya después de haber jugado sus cien mejores partidos como futbolista, Corbatta no tenía demasiadas ganas de jugar con Boca. Un fotógrafo se percató y se dirigió a él: «Dale Corbatta, jugá que te saco una foto». El extremo respondió: «Si me la sacás, juego». Acto seguido salió corriendo, pidió la pelota, la controló, la amasó, regateó a tres rivales y anotó un golazo de bandera. Lejos de festejar el tanto, corrió a la posición del fotógrafo y le dijo: «Eh, pibe ¿sacaste la foto?». Encogido de hombros, el reportero gráfico contestó: «No, recién preparé el rollo». Corbatta, indignado, le llamó de todo menos bonito. Después, en señal de protesta, no volvió a tocar la pelota en toda la tarde.

Tras quemar su forma física seducido por la cultura del vaso, «El dueño de la raya» decidió probar suerte en Colombia enrolándose en el Independiente de Medellín. Allí sufriría el golpe definitivo. En su aventura colombiana sufrió el abandono de su mujer, la pérdida de casi todo su dinero y el aumento de su recaída y adicción por el alcohol. Al regresar a Argentina, consumido por el ron y el aguardiente y por la pena del abandono de su mujer, acabó convertido en un juguete roto. Con más pena que gloria y sin un «mango», jugó para varios clubes modestos con el objetivo de sanear su maltrecha economía. Jugó para San Telmo, fichó por varios equipos de La Liga provincial de Río Negro, pasó por Italia Unidos y acabó en Tiro Federal. Allí se retiró del fútbol medio cojo, pobre, desvalido y sin techo. La prensa local trató de entrevistarle, de publicar algo de su vida, pero él contestó con evasivas. No quería que nadie supiera de su descenso a los infiernos. Algunos amigos iban a buscarle para ver los partidos de fútbol por la televisión, pero él siempre se negaba. «Me pongo tan nervioso que a los diez minutos me tengo que ir. No puedo, yo nací con la pelota en los pies, nací jugador y cuando veo que se equivocan me empieza a hervir la sangre… No puedo, la verdad no puedo ver la televisión».

Solía amanecer borracho y no distinguía cuándo era de día y cuándo de noche. Vivía como un perro callejero y dormía entre cartones, abandonado a su suerte. De los millones que había ganado en Racing y de los que había ganado en Boca, no le quedaba nada. Estaba arruinado. Su extrema generosidad hacia todos los que le rodeaban y se aprovecharon de él le había pasado factura. «No guardaba ni una moneda. Di mucho sin mirar a quién». Cuando Racing de Avellaneda se enteró del patético estado de Corbatta, decidió echar una mano al genio facilitándole un sueldo digno, equivalente a la cuota de cien socios y una pensión en un hotelito. Borracho como una cuba se reía, pedía plata para beber hasta perder el control y regalaba el recuerdo de un gol, una anécdota, a cambio de unas monedas. El presidente de La Academia, alertado por la cirrosis galopante diagnosticada al icono del club, entró en acción. Como favor personal decidió alojarle en un cuarto del estadio del club, como medida preventiva para protegerlo de la ley de la botella. Corbatta vivía y dormía en ese cuarto y los días que Racing tenía partido se ponía una de sus dos chaquetas viejas, raídas, para dar buen aspecto y sentarse en los tablones de madera de la grada a ver el partido. Cuando acababa volvía a las tripas del estadio, volvía a colocar sus pertenencias en las taquillas del vestuario, apagaba las luces y se metía en la cama.

Allí, en el intestino grueso del coliseo de su equipo de toda la vida, Rácing, pasó sus últimos días. De cinco a seis, mientras se acurrucaba entre dos cajones viejos, iba a visitarle su hermana. Cuentan que incluso ni ella no pudo frenar el ímpetu de un hombre que había perdido las ganas de vivir. «A veces viene mi hermana, hacemos tiempito, le digo chau y me vuelvo a dormir, no tengo más ganas de nada». Su otro hogar era la cama 129 del Hospital de Fiorito, donde fue ingresado cuando los síntomas de su enfermedad se agudizaron. Allí, por televisión, y renegando de no poder ayudar a La Academia, asistió a la coronación de Racing en la Supercopa del ’88 en Belo Horizonte: “Me hubiese gustado estar con los pibes. Perdí lo último que quería hacer”. Corbatta, el ‘Garrincha argentino’, acabó como el brasileño. Murió tres años más tarde, con 55 años, en 1991, devorado por su adicción al alcohol y por un cáncer de laringe. La Nación tituló: “Murió Corbatta, arquitecto de un fútbol que emocionó”. Maradona, genio del fútbol mundial, el barrilete cósmico que jamás confesó de qué planeta había venido para dejar en el suelo a tanto inglés, confesó apenado: “Me habría gustado ver jugar a Corbatta. Y charlar con él, y también tomarme un vino. Era nuestro Garrincha, no es poco”.

Aquel «loco» maravilloso con una vida azarosa, ideal para un guión de Hollywood con final de juguete roto, falleció pegado a una pelota, lo único que supo conservar. «No podían quitarme la pelota porque ella no se quería ir de mi lado. Otras cosas sí me las quitaron en mi vida. La pelota, no». Corbatta, liviano y diminuto, canillas finas y medias bajadas hasta el tobillo, alma de verso libre, combatió sus demonios con fatal resultado: cuanto más feliz hacía al pueblo, más se aferraba a una botella que lo destrozaba por dentro. Murió pensando en el bendito alcohol, el mismo que evitó que expresara el arte que sus regates de extremo derecha regalaban. Murió solo. Con toda la gloria criolla. Hoy, en Buenos Aires, más allá de la Avenida Mozart, camino del estadio Juan Domingo Perón, el hogar de Racing de Avellaneda, si uno levanta la vista puede leer una placa azul y blanca que dice así: ‘Pasaje Corbatta’. Y por esa calle, por la calle con el nombre de Corbatta, los hinchas de La Academia desfilan, con dirección al estadio, mientras recitan lo siguiente: ‘Por la calle de Corbatta entra el corazón racinguista, como un rumor gigante, cuando juega La Academia’.

Argentina 1958

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9 Comentarios

  1. Booster Dougler

    Corbatta, La Academia… Siempre Rubén Uría.

  2. nerjamartin

    Emocionante artículo señor Uría. Una vez más felicidades y gracias por regalarlos trozos de la historia del FÚTBOL con mayúsculas.

  3. Charlie Perelli

    Gracias Ruben, siempre sigo tus excelentes reportajes y columnas de opinion y hoy has tocado la fibra sencible al escribir sobre el mas grande del club de mis amores, La Academia, Racing Club. Simplemente emocionante, una brutal historia de amor al futbol. Un abrazo de un sufrido hincha academico que talvez entienda mejor que ninguno tu sufrimiento atletico.

  4. Oscar García

    Grandísimo artículo Rubén, una vez más, enhorabuena

  5. Cosmo Vitelli

    Excelente articulo.Extremo derecho el puesto maldito del futbol…Corbatta,Garincha,Best,Houseman…
    Yo tengo un partido San Lorenzo-Boca Juniors de 1963 en el que juega Corbatta en Boca junto con grandes cracks de la epoca como
    Albretch,Casa,Rossi,Rattin,Marzolini,Menedez,Sanfilippo o Roma.Dos equipazos repletos de jugadorazos y aunque
    Corbatta,con el 10 en la camiseta de Boca, estaba ya de vuelta es un gusto poder ver a jugadores legendarios como el.

  6. titotitos

    Gran artículo, triste historia. Y hablando estrictamente de fútbol, siempre me ha intrigado como estos grandísimos jugadores argentinos fracasaron una y otra vez en los Mundiales entre 1930 y 1978 (excepción la de Inglaterra ’66, vive Rattin).

  7. Oscar García

    Para cuando un artículo sobre el Liverpool Rubé´n?

  8. Gabo de la Barca

    Excelente crónica. Como siempre.

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