En esta Autobiografía voy a tener en cuenta el hecho de que estoy hablando desde la tumba. Estoy literalmente hablando desde la tumba, porque ya me habré muerto cuando el libro salga de la imprenta (…) El producto más franco, más libre y más privado de la mente y del corazón humanos es una carta de amor. El escritor consigue su libertad de expresión sin límites en cuantose da cuenta de que ningún extraño va a ver lo que está escribiendo (…) Me ha parecido que podía ser tan franco, libre y desinhibido como una carta de amor si supiera que lo que estaba escribiendo no iba a ser expuesto a ojo humano alguno hasta que yo estuviera muerto, ignorante de todo e indiferente.
Mark Twain, Autobiografía
No sabemos si la autobiografía de Mark Twain la escribió él porque tampoco sabemos a ciencia cierta si él es Mark Twain, según se deduce de la anécdota que contaba un día tras otro —y yo ando por el mismo camino— Philip K. Dick. Es la historia de Twain y su mellizo, Bill. De niños se parecían tanto que para distinguirlos les ataban cintas de colores en las muñecas de las manitas. Un día que los dejaron solos en la bañera, uno se ahogó y las cintas se habían desatado. “Nunca se supo quién de los dos había muerto, si Bill o yo”, dijo el escritor.
De Twain llegó a decir Hemingway algo conmovedor: “Es el mejor escritor que ha dado Estados Unidos”. No lo desmiente su autobiografía. Es un libro feliz y hermoso de leer. Allí aparece en majestuosa armonía la infancia de Tom Sawyer y Huckleberry Finn, la memoria que se recupera desde el primer aliento con una fortaleza envidiable y un sentido del humor prodigioso. Lo hace todo con el estilo de quien ha sobrevivido al estilo, llanamente, sin hojarasca, con la pretensión última de contar historias. Por ejemplo cuando tuvo que batirse en un duelo (“se había convertido en una costumbre en el nuevo territorio de Nevada, y para 1864 todo el mundo estaba deseando tener una oportunidad de practicar aquel nuevo deporte”). A Twain, reacio al principio, le llegó su turno. Sus amigos estaban exultantes y le ayudaron a hacer el testamento. “Luego me llevaron a casa. No dormí nada. No quería dormir. Tenía cantidad de cosas en las que pensar y menos de cuatro horas para poder hacerlo, porque las cinco de la mañana era hora señalada para la tragedia y tendría que utilizar una hora en practicar con el revólver y averiguar con qué extremo del arma debería apuntar al adversario”. Finalmente no habría caso. Mientras entrenaban, el padrino de su rival vio caer del cielo un gorrión y se acercó a ver quién había sido. “Clemens, señor”. “¿Con qué frecuencia puede hacer eso?”. “Oh, cuatro de cada cinco veces”. “Vaya, yo suponía que era incapaz de darle a una iglesia”. Y se llevó a su amigo de allí con un tembleque en las piernas.
El autor cuenta que en las épocas en las que se helaba el Mississipi salían él y un amigo suyo llamado Tom Nash a patinar por la noche. Un día se oyó un ruido sordo: el hielo del río se estaba rompiendo. Después de una hora de sufrimiento llegaron los dos a una orilla con el hielo partiéndose a sus espaldas. Antes, en uno de los últimos saltos, Tom cayó al agua. Se dio un baño muy desagradable, pero en un par de brazadas llegó a tierra. “Habíamos llegado a estar empapados de sudor, y el baño de Tom fue un desastre para él. Sufrió una procesión de enfermedades. Lo que cerró el lote fue la escarlatina, y salió de ella sordo como una tapia. También se quedó sin habla, pero le enseñaron después a hablar de nuevo, de una forma que nadie entendía lo que de verdad trataba de decir. Naturalmente que no podía modular su voz, puesto que le era imposible oírse a sí mismo cuando hablaba. Así que cuando él creía que estaba hablando en voz baja y de forma confidencial, se le podía oír en Illinois”. Más de cincuenta años después, Twain volvió a su pueblo a recibir un doctorado honoris causa. En la estación de ferrocarril se encontró a una multitud que quería ver a su ciudadano más ilustre. “Vi a Tom Nash que se me aproximaba y yo me dirigí también hacia él, puesto que lo había reconocido al instante. Estaba viejo y con el pelo blanco, pero aún era visible en él el muchacho aquel de los quince años. Llegó hasta mí, hizo una trompeta con sus manos en mi oído, movió la cabeza hacia los ciudadanos y me dijo confidencialmente, con un grito como el de una sirena de barco en la niebla:
— Los mismos malditos imbéciles, Sam”.
La vida de Samuel Langhorne Clemens tuvo una peculiaridad: el cometa Halley fue visible desde la Tierra al nacer él y no volvió a ser visto hasta el día que murió. Nació en Missouri en 1835, llevó una vida aventurera provista de alegrías y golpes bajos, y murió sólo cuatro meses después de perder a su hija en 1910. Ya era entonces y ya había sido hacía mucho Mark Twain. Su autobiografía procura grandes momentos. Los días en Pontevedra están para esto y mi vida empieza a parecerse también un poco a la de un Tom Sawyer huraño, feliz y con varios kilos de más. Siempre se acaba uno dejando barba a la espera de una noticia mejor.
Este libro de Twain es una de ellas. Entre sus páginas hay un momento en el que el escritor narra el día en que con catorce años le tocó hacer el papel de oso en una representación teatral de la fiesta que daba su hermana. Para ensayar su papel se fue a una casa abandonada con el negrito Sandy y allí se desnudó para ensayar el papel de oso. Pero detrás del biombo estaban escondidas dos chicas para cambiarse el vestuario. Lo observaron todo. “Yo daba saltos y cabriolas de un lado para otro de la habitación mientras Sandy aplaudía con verdadero entusiasmo. Caminaba enhiesto y gruñía y daba dentelladas al aire y rezongaba; me ponía cabeza abajo, daba saltos mortales, bailaba una tosca danza con mis zarpas dobladas y mi imaginario hocico olisqueando por todos lados”, cuenta Twain, hasta que Sandy le preguntó:
— Señorito Sam, ¿ha visto alguna vez un arenque seco?
— ¿Tiene algo de peculiar?
— Sí, señor. Puede apostar que la lechera sí. ¡La lechera se los come con tripas y todo!
Las muchachas rompieron a reír tras el biombo y el niño Twain salió corriendo de allí con la ropa en la mano. No pudo mirar a la cara a ninguna mujer en mucho tiempo, sin saber quiénes eran las que vieron aquel espectáculo traumático en un chico de catorce años. Sólo recibió una nota en la que se le decía, burlonamente, que su ensayo había sido maravilloso.
Medio siglo años después, en una gira de conferencias, se encontró en Calcuta con una réplica de Mary Wilson, el gran amor de su infancia. Pensó que era un sueño, a tantos miles de kilómetros de casa, pero sólo era su nieta. Ella lo llevó con su abuela, que estaba en un hotel, y juntos “empapamos nuestras sedientas almas en el vino revivificante del pasado, el pasado patético, el bello pasado, el querido y lamentado pasado. Pronunciamos los nombres que habían permanecido silenciosos en nuestros labios durante cincuenta años y era como si estuviesen hechos de música. Con manos reverentes desenterranos a nuestros muertos, los compañeros de nuestra juventud, y los acariciamos con nuestras palabras. Buscamos en las cámaras polvorientas nuestros recuerdos y fuimos buscando, incidente tras incidente, episodio tras episodio, tontería tras tontería, y nos reímos con tantas ganas que las lágrimas nos corrían por las mejillas”.
Sólo hasta que los dos ya estaban en pie para despedirse, viejos y emocionados, Mary le preguntó suavemente:
— Y dime, ¿llegaste a ver alguna vez un arenque seco?
Corto y pego un comentario de Tareixa en mi blog que da luz a la historia del mellizo, que por lo demás no se encuentra en su autobiografía.
«En realidad Mark Twain jamás tuvo un hermano gemelo. La famosa entrevista con un joven reportero llamado Sam Clemens, donde cuenta la famosa anécdota, era él mismo. Estaba un poco cansado de que le preguntasen una y otra vez el porqué de su seudónimo».