«Escoger el momento es ahorrar tiempo«. Francis Bacon
Decía Nicolás Salmerón que la ciencia es el pedestal de la verdad. Y tal vez se equivocaba. El hombre, movido por la admiración de la que nos habla Aristóteles en su Metafísica, siempre se ha formulado preguntas eternas. La sed de conocimiento es consustancial a la naturaleza humana, que necesita comprender las reglas que rigen el orden universal. Las cuestiones que la religión siempre se ha esforzado en explicar del modo más accesible, facilitando la digestión intelectual de los menos exigentes, tratan de ser contestadas por la ciencia con precisión y pulcritud. Pero eso no significa, por desgracia, que sus respuestas sean siempre acertadas.
Una de las ramas científicas más ligadas a la historia del ser humano es la astronomía. La reflexión sobre el origen y organización del Universo a través de cosmogonías, como la Teogonía de Hesíodo o el propio Génesis bíblico, se identifica con la esencia misma de cualquier mitología. No es imprudente considerar que en la astronomía, en su evolución y desarrollo a lo largo de los siglos, se halla no sólo el origen de las preguntas que siempre han inquietado al hombre sino también su escurridiza respuesta. Y sin embargo, la astronomía se equivoca. Tal vez no sea un fallo insubsanable, quizá no sea la más imperdonable de las equivocaciones, pero la entidad de su error es suficiente como para provocar la inevitable duda sobre la certidumbre de todo el modelo astronómico. Al fin y al cabo, ¿quién podría afirmar sin titubear que jamás descubriremos más vicios que el que nos ocupa?
La ciencia como pedestal de la verdad se encuentra en entredicho. Los pilares que la sostienen se tambalean ante uno de los más graves desaciertos que se conocen desde la concepción geocéntrica del Universo. Y tal catástrofe tiene un responsable: Julio César. El Papa Gregorio XIII tuvo la oportunidad de enmendar su crimen a través de la bula Inter Gravissimas, pero lejos de poner fin al disparate de César, lo agravó conservando el nefasto error de su calendario juliano: el perverso año bisiesto. Que nadie se haya deshecho aún de semejante necedad dice muy poco de la raza humana y sus pensadores. Más de dos mil años perpetuando tamaña superchería nos hace merecedores de la mayor de las penitencias. ¿Cómo es posible que aceptemos sin reparo ese 29 de febrero que se escabulle cada cuatro años en nuestros almanaques? ¿Por qué toleramos sin más al intruso?
Después de razonarlo detenidamente, he reducido a tres los motivos que podrían justificar su existencia:
A) Cada cuatro años, la Tierra tarda un poco más de lo habitual en completar su órbita alrededor del Sol. Evidentemente, este razonamiento es de todo punto absurdo. Las variaciones temporales en la trayectoria que el planeta describe se producen debido a la desaceleración de su velocidad de traslación, lo cual dota a la órbita terrestre de una apacible uniformidad a corto plazo que hace imposible la pauta que este argumento propone.
B) El 29 de febrero obedece a un error en la medición de las unidades de tiempo que debe ser corregida periódicamente. Esta tesis —defendida por el profesor Baldomero Schenkenberg en su célebre ensayo de 1978 Minutos picaruelos, ¿qué voy a hacer con vosotros?— propone que los minutos, las horas, los días, no duran lo que deben durar, sino un poco menos. Esta anomalía produce una constante pérdida de tiempo, un goteo incesante de segundos no computados que es necesario recuperar, de donde resulta la obligatoriedad de añadir un día más al calendario cada cuatro años. Reconozco que, en un primer momento, la teoría de Schenkenberg me pareció interesante e incluso advertí cierto atractivo metafísico en la pérdida real del tiempo. No obstante, y a pesar de su belleza poética, no me queda más remedio que rechazarla por irracional. Un minuto no puede durar menos de un minuto. Si un minuto dura un minuto, es porque dura exactamente un minuto, ya que si no durase un minuto, no sería un minuto. Puede parecer una perogrullada, pero así es.
C) Los años no duran 365 días, sino 365 días y seis horas, aproximadamente. El 29 de febrero, por lo tanto, no es un día que se añade cada cuatro años al calendario tras el 28, sino una forma sencilla de computar las seis horas extra de duración anual. Es decir, cada año se produce una cuarta parte de ese 29 de febrero, que es sumada a las otras tres en los años bisiestos. A simple vista, ésta puede parecer la propuesta más sensata de todas, pero me temo que estamos ante la más ridícula de las tres. De ser cierta esta sandez, todos los años, un segundo después de las 23 horas, 59 minutos y 59 segundos del día 28 de febrero, no comenzaría el 1 de marzo, sino el correspondiente cuarto del 29 de febrero, de seis horas de duración. Por lo tanto, a las 6:01 AM del 1 de marzo, serían en realidad las 0:01 AM, ya que las seis horas previas pertenecerían al 29 de febrero. Y si esto fuese así, continuando el desfase horario, a las 22:00 PM del 1 de marzo, serían realmente las 16:00 PM. Seamos serios, ¿cómo van a ser las cuatro de la tarde el 1 de marzo a las diez de la noche? ¡A esas horas es completamente de noche! ¡No pueden ser las cuatro de la tarde! Es más, la lógica nos dice que lo más probable es que a las cuatro sean las cuatro. El trastorno de horarios, que se acumularía día a día hasta el siguiente 28 de febrero, donde el desfase se doblaría, resultaría un verdadero despropósito que, como resulta evidente, no ha sucedido jamás. Hagan memoria e intenten recordar si vivieron seis horas muertas el último 1 de marzo. Apuesto a que no.
Detesto ser portador de malas noticias —también detesto el agua que permanece en el plato una vez terminadas las aceitunas, pero éste es otro tema—, sobre todo cuando evidencian el fallo que terminará por sembrar la duda de la sospecha en todo cuanto a la astronomía se refiere, pero opino que la verdad debe ser expuesta sin subterfugios. La ciencia no es infalible, así que no pongan sus ilusiones en manos de un mero espejismo. Nicolás Salmerón así lo hizo y ahora está muerto. Por algo será…
Fotografía: Marcos Soriano
Como siempre, brillante.
Me quedo con la duda de la teoría de Baldomero Schenkenberg del por qué añadimos el 29 de Febrero y no el 32 de Agosto. Personalmente preferiría que extendiéramos Agosto para disfrutar un día más de las playas.
Enhorabuena por el artículo.
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No estoy demasiado de acuerdo con el artículo, la mejora que incluyó el calendario juliano fué añadir un dia bisiesto debido a que efectivamente la tierra da una vuelta al sol cada 365 dias y 6 horas, pero en este artículo estamos confundiendo el movimiento de rotación con el de traslación,,, la tierra da una vuelta completa al sol el dia 31 de diciembre a las 12, pero al año siguiente (aunque a efectos practicos sea a las 12 cuando nos comemos las uvas) la vuelta la ha dado a las 6 de la mañana, al año siguiente a las 12 y así durante 4 años hasta que hay un dia de desfase que se añade a Febrero (el porqué Febrero y no Agosto preguntaselo al señor Julio Cesar ^^)
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