Jorge García y Gustavo Rico
Edicions De Ponent, 2011
El guionista Jorge García parece no temer a gigantes ni a colosos en cada una de sus propuestas: lo mismo idea una infancia fantástica para Julio Verne (La puerta entre los muertos) que se atreve a explorar las cárceles franquistas de la posguerra (Cuerda de presas). En la obra que nos ocupa prefiere sacar filo a los clásicos amasando y remodelando las leyendas nórdicas para relatar el viaje que emprende un anciano en la noruega mitológica de finales del siglo IX con la culpa como voluminosa carga. Le acompaña tiñendo tan wagneriana labor el dibujante Gustavo Rico (Las Manos de Sophie Walder) con quién ya había compartido mesa en banquetes de almanaques nutritivos o directamente apocalípticos (Almanaque comestible, Almanaque ilustrado del fin del mundo).
Un vetusto Gylfi peregrina por segunda vez a Ásgard, hogar de las antiguas deidades, con la esperanza de aminorar el peso de conciencia provocado por una traición realizada a un amigo. Su llegada al destino y la gesta de su viaje redentor se ve eclipsada por un pequeño, molesto e inoportuno detalle: hordas de demonios se dirigen a la casa de las divinidades con la sana intención de desencadenar el crepúsculo de los dioses.
García divide la historia en capítulos encabezados por una descripción clasicista y por una omnipresente arpa que se desgarrará, según avance el relato, bajo los dedos de ese músico nórdico que desde el mismo prólogo se nos cuela entre las páginas.
El autor se atreve a reimaginar las historias, la mitología y sus protagonistas para presentárnoslos bajo su percepción. Héimdall como observador eterno en la cima del mundo, Fénrir como la bestia encadenada con hilo de seda, deidades derrotadas con dardos de frutos rojos o un Loki recién liberado del cautiverio con sed de venganza, entre muchas otras figuras legendarias que desfilan por las páginas adoptando encarnaciones que se toman ciertas libertades estéticas y sobre todo irradian frescura. Porque la labor de Rico a la hora de plasmar en imágenes el bestiario de dioses y monstruos apabulla, fascina y es la principal arma de la obra. La que enamorará a unos y echará para atrás a otros que no lleguen a comulgar con el personal estilo.
Es como si el cubismo modernizado se acostara con la mitología clásica entre sábanas de aguadas y colchones de collages, incluso con algún fugaz atisbo a Max y la línea compacta ordenadamente caótica apoyada sobre la base de los colores, los cuales merecen una mención aparte. Porque en Los dientes de la eternidad las tonalidades se utilizan de modo notable para remarcar sensaciones, confiriendo un aura muy particular de azules helados, rojos guerreros, blancos indómitos y ocres reveladores. Ninguna elección cromática parece estar sujeta al mero azar, y ese mimo es algo que la pupila agradece.
En la narración una segmentación del relato en diferentes historias, que son contadas por los personajes, causa cierta desigualdad en el ritmo. Y es que el tema central del volumen no es tanto el camino a Ásgard (Gylfi llega a sus puertas al poco de comenzar la obra) sino lo que allí se habla y se trata, con continuos saltos en el tiempo cuando los personajes se disponen a relatar las historias. Pero pese a eso García se desvela como artesano inteligente de la palabra, su texto es de frases ajustadas, coherentes en su universo y no conceden hueco a los rastrojos de relleno. Los personajes habitan un cuento mitológico y no son, como suele pasar, forzados a parecer que deberían ser parte de uno. Por ello quizá su revisitación plástica no parece en absoluto fuera de lugar. Maldicen citando a la sangre de Odín y replican de forma congruente; viven entre dioses y mueren entre nieve.
Se puede intuir que los que más disfrutarán serán aquellos que tengan cierto contacto con las leyendas nórdicas referenciadas. También todos aquellos con cierta voracidad plástica atraídos por el notable apartado artístico. Edicions De Ponent editan en el formato perfecto: volumen grande, ideal para la contemplación de las composiciones de Rico y con un acabado impecablemente cuidado. Prólogo de Micharmut. Se incluyen además unas páginas finales de bocetos e ilustraciones. Curiosidades que, como suele pasar, inevitablemente saben a poco.
El punto más oscuro: su final. Un cliffhanger que nos deja colgados en el momento que menos hubiésemos deseado. En lo mejor. Algo ciertamente previsible si nos paramos a recordar su vocación de obra episódica.
Aunque quizá puede que se trate tanto de su peor detalle como de su mayor virtud. Al fin y al cabo si la última viñeta produce esa sensación puede que simplemente sea porque necesitamos saber cómo continuará la fábula de Gylfi.