3 de abril de 1968. Tras un largo periplo de actividades y compromisos públicos, el reverendo Martin Luther King Jr. está física y emocionalmente agotado. La gira de apariciones públicas ha finalizado y su intención es regresar a Washington para descansar lo antes posible. Y de haberlo hecho, hubiese seguido vivo. Pero sobrevivir no estaba escrito en su destino. Era como un hombre que caminaba hacia la cruz: tarde o temprano se vería con clavos en las palmas de sus manos, y nada podía hacer por evitarlo.
Quiere irse a Washington, pero un grupo de trabajadores se acerca a él y le pide apoyo. King es una figura de categoría mundial y podría simplemente haber alegado cuestiones de agenda para quitarse el compromiso de encima. Pero es un hombre que nunca dice que no a quienes lo necesitan. Decide ayudarles y permanecet en Memphis una noche más. Será la última. Tiene treinta y nueve años.
Los empleados negros del servicio público de limpieza de la ciudad de Memphis han organizado una protesta, porque sus compañeros blancos han recibido pago por unas horas de trabajo suspendidas y ellos no. Es realmente un asunto de poca monta, al menos en comparación con lo que Martin Luther King, el Premio Nobel de la Paz más joven de la historia y uno de los individuos más reconocidos del planeta, suele llevar entre manos. Es el más relevante defensor mundial de los Derechos Civiles. Dialoga con presidentes y gobiernos, es recibido en las más altas instancias, la prensa habla constantemente de él. En el resto del mundo se lo considera un ejemplo a seguir, un icono universal de la paz y de la lucha por el progreso humano. Es el hombre que dio el discurso de “he tenido un sueño” ante cientos de miles de personas en el Capitolio, el líder de masas cuya oratoria ha conmovido a todo el planeta.
Y aun así, desoyendo el consejo de su entorno cercano, decide apoyar a los trabajadores de la limpieza de Memphis en una protesta de poca monta. Cualquier otro hubiera declinado la invitación, él no. Ante una reducida audiencia formada por un puñado de huelguistas negros y algunas otras personas que apoyan la causa, pronuncia un discurso —otra de las muchas muestras de su brillantez dialéctica— y los asistentes reciben cada palabra con entusiasmo. A fin de cuentas, el más grande paladín vivo del humanismo ha aceptado hablar ante ellos para defender su causa.
Pero el estado anímico de Martin Luther King es malo. Muy malo. No sólo porque está terriblemente cansado, sino porque lleva años soportando en soledad tensiones para las que nunca estuvo preparado. Poca gente lo sabe, pero es un hombre atormentado, alguien para quien la vida pública ha sido una constante fuente de padecimientos y sinsabores. Y nunca se ha permitido el lujo de quejarse. Su situación es emocionalmente terrible como producto de años de chantajes y amenazas en secreto, de las que nunca ha hablado ni ante la gente ni ante la prensa, ni siquiera ante muchos de sus colaboradores cercanos.
En aquella ocasión, su equipo de ayudantes —que saben lo agotado que se siente— espera verlo ofrecer un discurso de circunstancias sobre lo que no pasa de ser un asunto de categoría local. Y así empieza, como un alegato sobre los derechos de los trabajadores y las reivindicaciones raciales de rigor.
Pero lo que nadie esperaba que aquellas palabras, que serán las últimas pronunciadas en público, se terminaran convirtiendo en un pedazo de historia. Algo sucede aquella noche mientras King está hablando. Algo novedoso, algo imprevisto e impactante. Un extraño momento de inspiración o de desahogo lleva al famoso líder a terminar su discurso con un muy breve párrafo surgido de lo más hondo de su espíritu, uno de los arrebatos dialécticos más célebres y conmovedores nunca registrados. En esa repentina desviación de su discurso habitual, pronunciada con una extraña intensidad, habla por primera vezde las amenazas de muerte que lleva recibiendo desde hace mucho tiempo.
Mientras ha estado hablando de política, de la libertad de asamblea y de prensa, de los Derechos Civiles, la gente no ha notado nada extraño y ha aplaudido con admiración. Pero ante el momentáneo asombro de todos, se descuelga con un párrafo de connotaciones místicas que encierra una truculenta confesión. Su mirada cambia, su rostro adopta una extraña expresión, su tono de voz se torna más descarnado, incluso tiembla por momentos: “No sé lo que va a suceder ahora tenemos algunos tiempos difíciles por delante, pero eso no me importa”. Al principio parece estar hablando todavía del movimiento de los derechos civiles, pero no. Pronto quedará patente que está hablando de él mismo. De su propia vida y de su propia muerte. Comienza a parpadear, a mojarse los labios. Nunca se había pronunciado abiertamente sobre esa posibilidad, de su propia muerte inminente. En dos frases su expresión facial cambia y pasa de la diatriba política a algo que va más allá del mero sermón religioso. Aquello no estaba previsto, se está dejando llevar por lo que siente. Se está confesando ante la gente, lo cual resulta totalmente insólito. Los asistentes también cambian su reacción, captando que algo está sucediendo y dejándose llevar también por una respuesta más emocional. Y el reverendo sigue hablando, aunque ahora ya no está ante una audiencia sindical; ahora está ante sus feligreses. Y lo dice:
“No sé lo que va a suceder ahora, tenemos tiempos difíciles por delante, pero realmente no me importa. Porque he estado en la cima de la montaña. Como a cualquiera, me gustaría vivir una larga vida. La longevidad es importante, pero ahora mismo no estoy preocupado por eso. Sólo quiero hacer la voluntad de Dios. Y Él me ha permitido subir a la cima de la montaña. He mirado a lo lejos y he visto la Tierra Prometida. Puede que no consiga llegar allí con vosotros. Pero quiero que sepáis esta noche que nosotros, como pueblo, llegaremos a la Tierra Prometida. Así que esta noche estoy feliz. No estoy preocupado por nada, no le temo a ningún hombre, ¡mis ojos han contemplado la gloria de la llegada del Señor!”
Termina el discurso alejándose súbitamente del estrado, diciendo algo que ya los micrófonos ya no captan. Los suyos lo abrazan. Después se deja caer en un asiento. Tras una década de soportar en silencio una constante tortura psicológica, finalmente ha hecho referencia a la posibilidad de su asesinato en uno de sus famosos discursos. Es un instante memorable.
Especialmente teniendo en cuenta que Martin Luther King ya sólo pasará unas pocas horas más en este mundo: será asesinado justo la mañana siguiente. Sólo un personaje como él podría haber tenido una despedida semejante. Por alguna razón incomprensible pronunció aquellas últimas frases como si realmente supiera que iban a ser las últimas no de un discurso, sino de toda su vida. Ni al mejor guionista de Hollywood se le hubiese ocurrido algo así. Hasta para quienes no somos religiosos, la asombrosa coincidencia entre las palabras de Memphis y su inmediato martirio adquiere tintes extrañamente proféticos. Incluso atribuyéndolo a la mera casualidad resulta difícil no sentirse estremecido al pensar en que fue precisamente la víspera de su asesinato cuando dejó escrito su propio epitafio para la posteridad.
Pero, ¿de dónde provenían las emociones profundas, el hondo sufrimiento que afloró en su último discurso? Más de una década antes, cuando el movimiento de los Derechos Civiles estaba germinando, MLK aún no había entrado en la historia. Dicho movimiento no llegó a explotar abiertamente hasta que Rosa Parks, una mujer afroamericana de Montgomery —en Alabama—se negó a ceder su asiento en el autobús a un pasajero blanco, tal y como dictaban las leyes locales. Fue detenida y encerrada en un calabozo por su actitud. No era la primera vez que sucedía algo así, pero por alguna razón sí fue la primera vez en que un incidente de estas características encendía la mecha de la protesta a nivel nacional.
Y uno de los motivos de que el movimiento terminase estallando fue la implicación de aquel joven y anónimo pastor protestante llamado Martin Luther King Jr. Prácticamente nadie había oído hablar de él ni de su implicación en una todavía minoritaria campaña por la igualdad de todos los ciudadanos. En protesta por el encarcelamiento de Rosa Parks, King dirigió un boicot contra la empresa de transporte público de la ciudad y cuando el asunto tomó relevancia nacional quedó claro que aquel reverendo era un individuo destinado a convertirse en un líder de masas. Había algo innato en él, una cualidad icónica particular, algo que arrastraba a la gente, una mística que iba más allá de la mera figura política convencional. Tenía carisma. Y sobre todo tenía una capacidad oratoria que —como después comprobamos en diversas ocasiones— estaba a la altura de cualquier otro personaje históricos.
“Volved a Mississipi, volved a Alabama, volved a Georgia, volved a Carolina del Sur, volved a las chabolas y los ghettos de nuestras ciudades del norte, sabiendo que, de alguna manera, esta situación puede ser cambiada. No nos revolquemos en el valle de la desesperación. Os digo, amigos míos, que aunque enfrentemos las dificultades de hoy y de mañana, sigo teniendo un sueño. Es un sueño profundamente enraizado en el sueño americano. Tengo un sueño en el que un día esta nación se alzará para vivir según el auténtico significado de su credo: ‘Mantenemos que estas verdades son evidentes por sí mismas, todos los hombres fueron creados iguales’. Tengo un sueño en el que un día, en las colinas rojas de Georgia, los hijos de los antiguos esclavos y los hijos de los antiguos propietarios de esclavos serán capaces de sentarse juntos ante la mesa de la hermandad. Tengo un sueño en el que un día incluso el estado de Mississipi, un estado sofocado por el calor de la opresión, se transformará en un oasis de libertad y justicia. Tengo un sueño en el que mis cuatro pequeños hijos vivirán un día en una nación donde no serán juzgados por el color de su piel sino por la naturaleza de su carácter. Hoy tengo un sueño”.
Evidentemente, existiendo alguien con semejante capacidad oratoria nada pudo impedir que se situara de forma natural como cabeza de todo aquel movimiento, destinado a cambiar un país. Alguien que era capaz de un discurso como aquel necesariamente tenía que convertirse en una figura de referencia. Además, aparte de aquellas cualidades de liderazgo, no era del todo casual verlo precisamente a él como centro neurálgico de las nuevas corrientes sociales. King estaba muy familiarizado con la historia de los movimientos de protesta pacífica y estaba muy influido por la figura del Mahatma Gandhi, cuya biografía e ideología había estudiado a fondo. Admiraba el modo en que Gandhi había contribuido a la independencia de la India con sus tácticas de “no violencia” y “resistencia pasiva”. Para un predicador como King, el pacifismo activo de Gandhi casaba perfectamente con el mensaje cristiano de poner la otra mejilla y amar al enemigo. Así pues, tomó el pacifismo por bandera y siempre se negó a participar en protestas o movimientos que no fuesen conducidos de manera civilizada. Su mensaje era de hermandad, no predicaba la revancha de los negros norteamericanos contra sus compatriotas blancos. Su objetivo era el conseguir una convivencia en igualdad de condiciones. Y aquel mensaje caló hondo entre una población negra mayoritariamente cristiana. Aunque existían algunos grupos negros que defendían el separatismo negro —como la Nación del Islam— e incluso la posibilidad de una revancha violenta —como los Panteras Negras— para Martin Luther King, el único camino posible era el de la concordia y el entendimiento. Y aquella era la vía que la mayor parte de los afroamericanos quería seguir.
También representó valores y actitudes las cuales, más allá de cuestions puramente ideológicas, servían como guía y motivo de orgullo para la población negra. Demolía los estereotipos racistas de su tiempo haciéndose respetar por su inteligencia, su esmerada educación y una imagen siempre impecable. La magnitud de su pensamiento y de la forma en que lo expresaba trascendió rápidamente al resto del planeta. No tardó en cautivar a la prensa extranjera y en ganarse el respeto de mucha gente allende las fronteras de los Estados Unidos. Se le concedió el Premio Nobel de la Paz cuando contaba sólo con treinta y cinco años de edad, pues para entonces su estatura internacional era sencillamente inmensa.
Pero, como decíamos, aquella noche del discurso ante los trabajadores sanitarios de Memphis, aquella noche anterior a su muerte era un hombre exhausto y amargado. Más de diez años atrás se había convertido en la cabeza visible de toda una revolución pacífica, pero sus cualidad innatas de liderazgo le habían arrastrado a una vorágine que le había convertido en un individuo muy infeliz. Aun estando resignado a que tenía un importante papel que cumplir, a que no podía abandonar porque sus hermanos de raza veían su futuro pasar por él, no vivió la vida que él deseaba vivir.
Sus compañeros más cercanos en el movimiento de los derechos civiles aseguraron después que no le habían visto reír en muchos años. Siempre estaba serio, atribulado, con expresión de contenido sufrimiento. Había muchas cosas oscuras detrás de tanto reconocimiento público y de tanta fama internacional. Cosas que caían sobre sus espaldas martirizándole. Era un hombre desgraciado. Su papel público le estaba haciendo pagar un precio para el que nunca estuvo preparado. Y aun así nunca se rindió, aunque según confesó a su círculo íntimo, fantaseaba diariamente con abandonar la lucha pública y volver junto a su familia para ejercer como simple predicador en su iglesia local, para llevar una vida tranquila y anónima. No tenía madera de héroe, y eso es precisamente lo que confiere a su figura un aura especialmente heroica. Nada había en él de la condición ascética de un Gandhi, por ejemplo, y convertirse en un gran líder le supuso un martirio psicológico constante. A Gandhi lo veíamos sonreír a menudo. A Martin Luther King, no.
Muchos aspectos por entonces no públicos de su vida le torturaban. Por ejemplo, las constantes amenazas de muerte. Le aterraba la idea de morir, es más, sentía pánico ante la posibilidad de ser atacado y asesinado en cualquier momento. No era un hombre temerario y en cada una de sus apariciones públicas sentía el horror de saber que cualquier individuo, en cualquier momento, podría terminar con su vida. Recibía constantes advertencias —por correo, por teléfono, etc.— y nunca consiguió acostumbrarse a ellas. No por ello renunció a su constante actividad pública, lo cual es aún más meritorio teniendo en cuenta lo mucho que le hacía sufrir y lo mucho que aquella situación de constante riesgo chocaba con su carácter.
No todos sus enemigos lo fueron por motivos raciales como podría suponerse. No entraba en cuestiones de pura política para no contaminar su campaña por los Derechos Civiles, pero lógicamente tenía sus convicciones. Aunque deploraba el materialismo del comunismo y el rechazo de la religión por parte del materialismo histórico de Karl Marx, conocía bien su obra y algunos de los razonamientos marxistas le atraían. King no era un izquierdista subversivo, pero se mostraba crítico hacia el capitalismo y en privado parecía decantarse hacia un tipo de socialdemocracia a la europea demasiado progresista para su país. Algunos poderes policiales y judiciales se mostraron secretamente preocupados por la posibilidad de que Martin Luther King pudiera ser un comunista encubierto y de que hubiese motivaciones ocultas detrás de sus campañas públicas. En aquellos años de paranoia antisoviética, cualquier cosa que se saliera de lo normal resultaba “sospechosa” y desde luego King se salía de lo normal. Lo más anticomunistas no dudaron en convertirle en objeto de seguimiento. Especialmente el director del FBI, J. Edgar Hoover, a quien algunos elementos ultraconservadores de la policía habían convencido de que King podría estar rodeado de agentes rojos, manejado por los bolcheviques para desestabilizar la sociedad estadounidense con su mensaje. Aquello era naturalmente falso —al parecer, sólo uno de los ayudantes de King había tenido simpatías comunistas años atrás—por no decir una solemne imbecilidad, pero Hoover era uno de aquellos anticomunistas paranoicos y quiso tomar medidas al respecto. Mediante un procedimiento de vigilancia ilegal —cuyo descubrimiento desataría el escándalo tras la muerte de MLK— la correspondencia y las llamadas telefónicas privadas de King fueron espiadas en busca de conexiones izquierdistas.
Dichas conexiones nunca aparecieron. King era lo que decía ser: un luchador por los Derechos Civiles de impoluta neutralidad política. Pero el FBI descubrió algo más. Algo que utilizarían para atormentarle hasta el mismo día de su asesinato. El martirio de Martin Luther King no estaría completo sin un juego de chantajes y presiones: en uno de los juegos más sucios de la historia de América, el FBI se sumó a sus enemigos, sometiéndolo a una persecución secreta que él tuvo que soportar en soledad y silencio, abrumado por la culpa y por la desgarradora posibilidad de que el futuro de millones de afroamericanos que habían depositado sus esperanzas en él pudiese verse afectado por sus flaquezas humanas. Fue una historia de espías, probablemente la más triste y descorazonadora historia de espías del siglo XX. Si la intención de Martin Luther King era seguir los pasos de Jesucristo, desde luego —muy a su pesar— lo consiguió. Pagó por los pecados propios y ajenos de una manera desproporcionada. Renunció a una vida tranquila y feliz a causa de unos ideales. Cada minuto de su vida era el minuto en que podía ser asesinado o avergonzado ante los ojos del mundo entero: cualquiera de las dos posibilidades resultaba igualmente terrible. Sufrió terriblemente —algo fácil de ver en casi todas sus fotografías y filmaciones— y fue la víctima de repugnantes puñaladas por la espalda. ¿Por qué estaba siempre tan serio? ¿Por qué soñaba, además de con una nueva nación, con dejarlo todo y volver a llevar una vida anónima? ¿Por qué se le puede considerar un mártir además de por haber muerto asesinado? De todo ello fue de lo que habló en unas pocas frases resumidas ante un puñado de trabajadores de la limpieza durante aquella su última noche en la Tierra, y de ello hablaremos en la segunda parte de este artículo.
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Muy emocionante esta historia. Es impactante, la fuerza en el discurso y la capacidad de atraer con sus palabras e ideas. Visionas este último discurso y captas las diferencias en el tono y en el ritmo sobre su última alocución, estremecedor.
Descorazonador no hallar nadie ligeramente honesto y luchador por los demás hoy en día.
Gracias al autor.
Gracias, espero la segunda parte con ganas.
Sobrecogedor. Muy grande.
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Impresionante, voy a leer ahora mismo la segunda parte del artículo, desde luego es necesario más periodismo de este nivel en muchas revistas y periódicos de mayor número de lectores que jot down
eso esta fabuloso la segunda parte de la articulo de este nivel es mucho revista
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A poco de «cumplir 90 años» ( el próximo 15 de enero) una imagina cómo y cuánto hubiera contribuido a mejorar la democracia en los EEUU.
Carlos Duguech
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