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Javier Giner: Amor. Siempre. De cualquier clase. Una historia que son muchas

imagen mike mills

Quedé con A una soleada mañana de otoño en la que todavía podíamos andar, traviesos, en camiseta, desafiando al calendario. Hacía un par de meses que no nos veíamos. A se dedica a la producción de teatro (esa disciplina que parece estar reviviendo a contracorriente, menos mal, en nuestro país) y llevaba un tiempo de gira con una obra fuera de Barcelona. A siempre sonríe y tiene una voz muy dulce. Es delgado y dicharachero, tiene varios tatuajes, va rapado y es una de esas personas a las que abrazarías en silencio durante horas. Además A es tremendamente profesional y, a lo largo de muchos años y con esfuerzo, se ha hecho un hueco en eso tan difícil de ser imprescindible para levantar cualquier tipo de gesta cultural. A es de esas personas que tan pronto te organiza el viaje y estancia de todo un equipo como te lleva al tinte la chaqueta del protagonista como calendariza ensayos, cierra dietas y presupuestos y negocia con importantes teatros. Creo, si no me equivoco, que la compañía andaba haciendo un Chejov, felices e ingenuos, creyendo en sus viajes de furgoneta que el mundo aún tiene tiempo para ver un Chejov (este cinismo que me casco será vapuleado posteriormente con su taquilla en Madrid: llenazo absoluto durante mes y pico). El novio de A es actor (en este caso, dirigía con mano maestra la función en cuestión) y no de vodevil (cuando toca, también sabe hacerlo, doy fe). Están, lo que a pie de calle se dice, hechos el uno para el otro. Se conocieron trabajando en la televisión y, desde entonces, de eso hace ya casi nueve años, comparten su vida.

A podría ser Angel, como Alba, como Arturo, como Alexia como otro nombre cualquiera. D podría ser Daniel como Diana como David como Desiree como otro nombre cualquiera. Lo único imprescindible es que en esta historia, verídica, A y D DEBEN tener el mismo sexo, sin importar sus nombres. Así que tú eliges: puedes convertirles en maricones o en bollos masculinas. Lo dejo a tu elección. Esta historia, además de interactiva, ya lo dice su título, es mi historia, que es la suya, la de A y D, y también un poco de la tuya, aunque no lo sepas todavía: una historia como otra cualquiera, aunque muchos se empeñen en intentar hacernos creer lo contrario.

La cosa es que esa mañana A tenía que darme las llaves de mi casa en Madrid en donde se había quedado con D. Yo les había dejado encantado mi casa para que la hicieran suya mientras duró su estancia. No hay nada que me guste más que mis amigos hagan suya mi casa vacía. Así que, después de hacerme entrega de las llaves y de cotillear acerca de amigos comunes y noticias sabrosas y estrenos de cine, dos cafés descafeinados más tarde, A decidió soltarme la bomba. Lo hizo de manera casual, sonriendo, azorado casi: A y D se casaban en tres semanas. Yo conocía su historia, puesto que mucha parte de ella la había vivido a su lado: a sus espaldas habían dejado ingentes cantidades de papeleos, viajes, esfuerzos y lloreras intentando conseguir adoptar un niño. Porque A y D lo tenían claro desde hacía mucho tiempo: querían fundar una familia (en su piso, hoy, existe una habitación vacía reservada para esa criatura). Pero aún no lo habían conseguido: las trabas y burocracias parecían interminables por momentos. Creo no equivocarme cuando digo que llevaban más de cuatro años atravesando procesos. Temerosos, con toda la razón, del resultado electoral del pasado 20 de noviembre, y, planteándose que el exceso de pseudo-democracia que sufrimos y la utilización de una ley electoral a todas luces injusta y maniquea, se casaban a la de ya, no fuera que el futuro, tan negro para todos, lo fuese un poquito más para ellos puesto que cabía, y cabe, la posibilidad de que con las subidas de impuestos, los recortes económicos y el plan de austeridad merkel-europeo, también aprovechen para meter, de rebajas, un arrasamiento con alguno de los derechos sociales logrados por sus predecesores. Cuestión de cambios, que se dice. Lo que necesita el país. Un pequeño esfuerzo.

Yo acepté encantado la invitación a la boda, una boda que no por esperada (cuántas veces habíamos jugado con esa posibilidad en nuestras cenas y reuniones) me hacía menos ilusión. No sólo porque sería la primera boda a la que asistiera (así es, he conseguido sobrevivir 34 años sin pisar una) sino porque no era capaz de no empaparme del brillo de vida de los ojos de A al darme la noticia. No podía, bajo ningún concepto, no formar parte de aquello que le producía una felicidad tan visible. No podía, no tenía excusa, desestimar la posible celebración de una mayoría absoluta, por todos vaticinada, yéndome de boda gay antes de la investidura de Mariano. Siempre me ha tirado la contracultura, la contrapolítica, la contraréplica y todo lo que va en contra. Desde pequeño (fui un niño realmente repelente), siempre pensé que una mayoría absoluta, de derechas, izquierdas o centro era lo que se puede llamar un putadón para un país. Ya que yo personalmente no tenía nada que festejar, me pareció que el destino me ponía en bandeja una excusa inestimable: había que celebrarlo tocando un poco los cojones, haciendo aquello prohibido, haciendo mía, nuestra, de todos, la diferencia que tanto se encargaban de eliminar y condenar en sus intervenciones públicas.

Que conste que yo nunca me he planteado casarme. No soy un firme defensor del matrimonio, ni estoy en contra de él. Digamos que opto por la vía intermedia: si a alguien le hace ilusión, que se case. Por mí genial. Yo, me temo, a día de hoy, aún estoy en la guardería de las relaciones: lo que se traduce en preocuparme de que una pareja me dure. Una boda, en mi vida, es como irse a la universidad, como visitar Marte, un planeta lejano que no me llama demasiado la atención, entretenido como estoy en salvar los pequeños comercios de mi barrio. Una boda, para mí, es terreno sobrenatural, materia de novela sci-fi. Lo desconocido. La tercera fase. Eso que les ocurre a todos menos a mí. Llevo con alegría esto de la soltería, no creas. No tengo fantasías de abandono y rechazo ni me siento incompleto. Dejé de creer en la media naranja a los diecisiete, y mientras no aparezca una fruta madura y completa, soy feliz sin hacer zumos. No tengo síndrome de protagonista-rubia-llorica de película hollywoodiense, que se hincha a helado y chocolate desperdiciando sus días solitarios en albornoz con el maquillaje corrido, ni me preocupa lo más mínimo acudir a la boda sin pareja (luego descubriría que algunos, con pareja, también acudían solos). Y me felicito a diario de ser capaz de aguantar en un mundo que parece diseñado para un dos, cuando en mi vida, a día de hoy, sólo existe el uno.

Así que acudí a la boda y allí fue donde apareció el concepto.

La palabra. Resonaba en mi cabeza mientras asistía a mi primer sacramento, que no era tal, puesto que se realizaba en un juzgado de un pequeño pueblo del Empordà catalán. La gente se había vestido bien, los niños correteaban por todos lados con las manos llenas de arroz, los jóvenes, que éramos muchos, nos hacíamos fotos, dentro, fuera y por todos lados, los padres se emocionaban, los reencuentros se producían, la felicidad y la normalidad estaba en el ambiente. Y en mi cabeza resonaba continuamente esa palabra: MATRIMONIO. Porque lo que yo estaba viviendo en ese momento, mi primera boda, no resultaba ser tal para muchas personas. Dejo fuera de este texto a la Iglesia y sus teorías acerca de la homosexualidad, porque me parecen tan demenciales que ni me molesto en intentar desprestigiarlas. Creo que ya lo hacen ellas solas. La Iglesia lleva ya mucho tiempo así: siendo su peor agente de prensa. No hay peor campaña de publicidad posible que las barbaridades que salen de la boca del sumo pontífice (en minúscula, como yo lo escribo) cada vez que la abre. Un estamento u organización que proclama la humildad y el amor como virtudes inestimables y celebra fastos multitudinarios (en no menos fastuosos locales y con no menos fastuoso vestuario) y señala y condena al de al lado por ser diferente no merece ni un atisbo de mi respeto. Así que la Iglesia en la Iglesia pero no en mi texto. Yo estoy intentando hablar de esa palabra.

La cosa es que yo miraba a mi alrededor, empapándome de la emoción líquida que se veía en la cara de todos los presentes, sabiendo que no faltaría mucho para estar bailando Shakira y Britney Spears y Mocedades y Reaggeton en el convite, que se descorcharía champán, se desanudarían las corbatas y habría muchas tartas, entendiendo que los niños que correteaban normalizaban su visión con esa inteligencia emocional que sólo los niños tienen y que la educación y la madurez parecen querer arrebatarnos, y volvía a mirar y no conseguía más que conjurar una palabra que resumiera lo que estaba viendo: normalidad. Era una boda. Sin más. Ni gay, ni trans, ni lesbiana, ni alienígena, ni discochochi ni generacional ni gitana. Era una boda: había un proyecto de vida, una declaración de amor, discursos emotivos, arroz, alegría, nervios, abrazos, celebración, bienvenidas, besos, fotos, modelazos, pasotones y risas. Entonces pensé que debía de estar equivocado al no descubrir algo extraño en todo aquello. Algo diferente. Luego caí en la cuenta de que en mi mundo cohabitan con perfecta armonía Jonathan Franzen y Radiohead y Albert Hammond y Roman Polanski y Concha Velasco. Eso es para mí normal. A la par que instructivo y gratificante. Crezco con la diferencia. Me nutro y me desarrollo con todo aquello que no se parece a mí. Y lo celebro, sin ningún miedo. Eso es lo que me ayuda a seguir viviendo.

Con lo difícil que está todo, con todas las frustraciones y desengaños acumulados, con todas las películas que se hacen sobre solteronas con dificultades inimaginables para casarse, con la caña que nos metemos a nosotros mismos, con la colección de cenas y polvos que atesoramos, con lo mucho que nos quejamos de que la gente (siempre son los demás) está loca, que no nos entienden, que no nos respetan, que nos rechazan… llega el PP y planta un recurso en el Tribunal Constitucional por una palabra: que no es más que una suma de letras a la cual NOSOTROS conferimos significado. Un símbolo. Nada más que eso. Pero ellos plantan un recurso. Y lo ponen REALMENTE jodido. No es una carrera de fondo, no, ellos quieren que sea una maratón con disparo al corredor a la llegada a meta. Y ahora, con la mayoría absoluta, se renovarán los jueces del Tribunal y pasarán a ser conservadores. Y ahora, ese recurso quizá fructifique. A eso, en términos dramáticos, se le llama obstaculización del deseo. Y es un ingrediente fundamental de cualquier historia (cinematográfica o literaria) que se precie. Sin obstáculos que el protagonista deba sortear en la consecución de su motivación/deseo, no hay conflicto. Y sin conflicto no hay historia. Digamos que un recurso ante el Tribunal Constitucional sería una necesidad dramática de cualquier miniserie política escrita por Aaron Sorkin. Con suspense añadido: el de muchas posibles futuras familias, entre ellas la de A y D. Y siempre ocurre lo mismo: aquello que nos atrae (incluso aquello que es necesario) en la ficción termina por no tener ni puta gracia en la vida real.

Mirando a mi alrededor, rodeado de alegría, no entendí cómo gente (políticos y políticas estudiadamente trajeados) presuntamente educada hacían carrera de desvirtuar semejante despliegue de verdad y amor. No entendí cómo alguien en sus santos cabales (lo entendían, sin juicios, hasta los niños) podía intentar prohibir o denominar o empaquetar algo tan puro en una ley o en una palabra. No entendí cómo la vida de alguien podía estar tan repleta de cinismo e inquina como para no participar de la celebración pura y limpia del acto público de declarar que quieres pasar el resto de tu vida junto a esa persona. No lo entendí. La boda a la que yo asistí estaba muy alejada de los focos matrimonio-políticos de grandes figuras públicas y representantes del PSOE que con la foto del convite convirtieron este acto íntimo en una versión cutre de una pancarta de campaña; no se casaba tu presentador favorito de la televisión ni un activista de los derechos de la comunidad homosexual; fue una celebración humilde, anónima y cercana. Ocurrió en un pueblo perdido del Empordà. A la salida algunos vecinos (el pueblo no debía de tener más de 500) se acercaron y aplaudieron con nosotros a los novios: inicialmente sorprendidos de que se tratase de dos personas del mismo sexo para inmediatamente dar paso a la alegría desaforada de verlos sonreír. Tiraron arroz con nosotros y, de no ser porque la comida era a media hora de coche de distancia, estoy seguro de que alguno, en contra de los ideales políticos que desplegara en su intimidad o en las partidas de dominó del bar los domingos, se habría unido feliz a la celebración. Estoy seguro.

Ya lo he dicho, no soy un defensor del matrimonio, pero sí que lo soy de las libertades y responsabilidades individuales que nacen del deseo de cada uno de vivir su vida como quiera. Ese derecho, para mí fundamental, no está ni estará nunca recogido en una palabra. M-A-T-R-I-M-O-N-I-O. ¿Qué más da? Una palabra será siempre incapaz de captar la humanidad y la magia de nuestra existencia.

¿No seríamos mucho más felices si en vez de focalizar nuestra energía en estudiar y condenar las palabras y acciones de otro, la dedicásemos a estudiar las nuestras? ¿No seríamos mucho más felices si consiguiéramos unirnos a través del lenguaje en vez de etiquetarnos, separarnos y condenarnos? ¿No seríamos mucho más felices si no escucháramos a aquellos que nos utilizan para separarnos, que germinan de odio, diferencia y rencor nuestra intimidad? ¿No seríamos mucho más felices si simplificásemos las cosas y aceptásemos el amor, sin leyes ni límites, aún cuando no lo entendamos? ¿No valdría la pena decir: no te entiendo, pero te respeto y parte de ti también soy yo? ¿No seríamos mucho más felices?

Lo sé: me ha quedado un texto de lo más moñigo. Digno sucesor del baboserío dominical de cualquier libro de autoayuda. E incluso sabiéndolo, y no estando orgulloso de ello, me siento obligado a escribirlo. Se lo debo a A y a D y a muchos otros cuyos nombres desconozco. Me lo debo a mi mismo, a mi yo futuro y a mi yo pasado.

Tengo claro cómo terminarlo: con la misma pregunta que sigue rondándome en la cabeza desde el día en el que me emocioné en una boda gay (ojalá un día pueda decir en una boda, a secas): ¿Si tanto cinismo, sarcasmo, culpa, mala baba, distanciamiento, rencor, rechazo, condena, crispación, ambición (todos ellos disfrazados y ensalzados mediática y socialmente como supuesta inteligencia) nos ha llevado a este lugar imposible de habitar para cualquiera que tenga sentimientos, por qué no darle una oportunidad a intentarlo de otra manera? ¿Vivimos con tanto miedo?

En estos momentos los matrimonios entre personas del mismo sexo son legales en: Países Bajos, Bélgica, España, Canadá, Sudáfrica, Noruega, Suecia, Portugal, Islandia y Argentina. Espero sinceramente que el recurso presentado por el PP no prospere en el Tribunal Constitucional y, de hacerlo, que el partido al que una amplia mayoría de españoles ha votado tenga la suficiente templanza y visión como para dejar las cosas como están.

Yo, que no sé ni si me voy a casar algún día, y que es algo que no me quita el sueño, daría todo lo que tengo por tener un ápice de la valentía y generosidad de A y D y poder lucir la mirada emocionada y orgullosa que vi en sus ojos cuando se levantaron y, ante todos nosotros, sus amigos, su familia, sus conocidos y varios curiosos sonrientes del pueblo, se dieron finalmente un beso, antes de que arrebatado su público (nosotros, como el público del teatro al que dedican sus vidas) rompiésemos las paredes del juzgado con un tromba de aplausos.

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4 Comentarios

  1. Pingback: Amor de cualquier clase

  2. Maravilloso. Como todo lo que publica este hombre. Se me ha puesto la carne de gallina.

  3. Aquí en UK también el matrimonio entre personas del mismo sexo es legal. Gracias por el texto, por tus palabras.

  4. @nohaybebos (Pero dejémoslo en Diego)

    Yo sólo he llorado en una boda. La de mis cuñadas. Se casaron porque querían hacerlo años antes de que se legalizasen. Ahora son unas felices mamás y yo tengo una sobrinita más, amor y felicidad, por lo que intuyo que tus amigos son amigos y no amigas. Pero eso es lo de menos… Me tengo que ir pero tengo muchas cosas que decir y poco tiempo para hacerlo así que abrevio. Matrimonio. Es sólo una palabra. Un palabra que tiene una definición, pero es sólo eso: una palabra. Merece la pena pelearse por ella. Creo que no. Yo prefiero quedarme con el fondo y no con la forma. Y el fondo es eso: El AMOR… y si lo piensas bien en tu carta también hay odio. En el fonfo van ligados, amor, odio, pero quédate con el amor, bueno, en realidad sé que es con lo que te quedas. Un placer leerte. A ver si me compro tu libro…coño ya!!! ;)

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