El día antes de las semifinales de la Liga Europea contra el Joventut de Badalona, Nacho Azofra publicó un artículo en El País en el que imaginaba una final contra la Philips decidida con un mate de Ricky Winslow sobre “Gorilla” Dawkins, el pívot ex NBA de los italianos. Hasta ahí llegaba el sueño del Estudiantes en Estambul, la gesta del hermano pequeño que llega a lo más alto sin plena conciencia aún del vértigo. Primavera de 1992. Atrás quedaba el Maccabi, atrás los años luchando por no descender, atrás Fernando Martín, Vicente Ramos, Aíto García Reneses, el mismísimo Antonio Díaz-Miguel…
No tan lejos: en 1989, el Estudiantes aún deambulaba por la ACB sin más fama que la del “matagigantes” puntual. De pronto, cambiaron las cosas. Todas a la vez, en un momento mágico: la llegada de un patrocinador sólido como Caja Postal, un cuadro técnico encabezado por Miguel Ángel Martín y Pepu Hernández, y un cambio generacional que supuso la marcha de Vicente Gil, David Russell o Javi García Coll en favor de los José Miguel Antúnez, Nacho Azofra, Alberto Herreros o Ricky Winslow. Sumen a eso el fichaje de Juan Antonio Orenga, casi desahuciado por sus problemas de rodilla en el Cajamadrid, la resistencia de Pedro Rodríguez, Carlos Montes, John Pinone… y de repente, de la nada, había surgido un señor equipo.
El primer aviso del nuevo Estudiantes llegó en la temporada 1989/90, cuando eliminó al Caja de Ronda de Rafa Vecina, Fede Ramiro, Joe Arlauckas, y Mario Pesquera, plantándose en semifinales contra el todopoderoso Barcelona. Aquello acabó en una paliza por triplicado pero era un paso necesario, el amago de todo equipo que aspira a ser grande. El año siguiente, las cosas fueron a mejor: con Winslow asentado en su papel de anotador compulsivo, John Pinone poniendo orden bajo los tableros y unos inconmensurables Antúnez y Herreros, Estudiantes llegó a la Copa del Rey de Zaragoza y despachó de forma contundente y consecutiva al CAI y al Joventut, por entonces el mejor equipo de la liga.
La final, de nuevo, le enfrentaba al Barcelona. Conducidos por un vertiginoso Antúnez y con Orenga dominando la pintura de manera inesperada, los colegiales llegaron a tener 12 puntos de ventaja… solo para ver cómo “Piculín” Ortiz igualaba las cosas canasta a canasta, tablero a tablero, mientras Epi y Solozábal se dedicaban a repartirse las demás jugadas. A los últimos segundos se llegó con 67-65 a favor del Barça y posesión para el Estudiantes. La jugada marcada por Miguel Ángel Martín salió a la perfección y Alberto Herreros, el mejor tirador del equipo, pudo lanzar un triple frontal prácticamente solo.
Falló.
Podía haber sido el primer título del Estudiantes en 29 años. La decepción, lógicamente, fue tremenda. Hubo que recomponerse para llegar de nuevo a las semifinales ligueras y darle más guerra aún al Barcelona, que solo pudo ganar en el cuarto partido de la serie y después de dos prórrogas agónicas, con José Luis Galilea convertido en héroe por un día. Aquella liga, la “liga de Montero”, se la llevó el Joventut de Jordi Villacampa y Lolo Sainz.
El verano fue movido en la calle Serrano. Pese a los intentos de renovación, José Miguel Antúnez decidió marcharse al Real Madrid entre los habituales gritos de “pesetero, pesetero”. La marcha del director de juego suponía una mayor responsabilidad para Nacho Azofra, aún una incógnita, y la subida definitiva al primer equipo de Pablo Martínez Arroyo, último miembro hasta aquel momento de una ilustre familia de enormes baloncestistas salidos del Ramiro de Maeztu.
La temporada empezaba con muchas incógnitas alrededor del Estudiantes, más allá del puesto de base: ¿Podría Pinone aguantar un año más a un alto nivel?, ¿daría por fin un paso adelante Alberto Herreros?, ¿acusarían la falta de centímetros dentro de la zona? Todas esas dudas se disiparon en un par de meses. En el mejor arranque de su historia, el Estudiantes ganó los primeros 13 partidos y se colocó líder absoluto de la competición con un baloncesto agresivo y basado en el contraataque constante y una alta anotación.
Obviamente, el equipo era aún demasiado inexperto para mantener un ritmo así y pronto empezó a perder posiciones en la liga. A la sucesión habitual de partidos del fin de semana, había que añadir ese año la participación en la Liga Europea por primera vez en su historia. Tanta lucha acabó agotando al Estudiantes, que llegó a la cita anual con la Copa del Rey descompuesto y humillado después de recibir una paliza impresionante en el Palau Blaugrana, rozando el ridículo.
Para más inri, el primer rival en Granada era ni más ni menos que el Real Madrid, el archienemigo, el equipo que se había llevado a Antúnez ese mismo verano. Los colegiales no solo llegaban en un pésimo momento de forma sino que contaban con la lesión de Azofra, lo que convirtió a Juan Aísa, precisamente un canterano del Madrid que había llegado durante el verano para sustituir a Carlos Montes, en el encargado de dirigir al equipo. Lo hizo a la perfección y aún le dio tiempo a anotar un triple agónico que daba el pase a semifinales ante la atónita mirada de los jugadores del Madrid, que ya contaban con la victoria.
Frente al Joventut, el héroe fue el otro base, Pablo Martínez Arroyo, y en la final hubo un poco de todo, aunque la entrada inesperada del propio Azofra para revolucionar el partido y dar ánimos a sus compañeros y a la hinchada a lo Willis Reed en 1973 probablemente fuera la clave, junto a un mate imposible de Winslow a menos de un minuto para el final del encuentro. Esta vez no hubo nervios ni inexperiencia. El CAI de los hermanos Arcega se veía obligado a doblar la rodilla y John Pinone levantaba la Copa de campeón y a la vez la de MVP, al borde de la retirada.
La Copa estaba muy bien, pero la Demencia pedía más. El grito “Que nos vamos a Estambul, chim-pum”, que remedaba al histórico “Estudiantes campeón, chim-pum” se convirtió en una obsesión constante. En Estambul se disputaba la Final Four de aquel año y ser del Estudiantes, ser “demente”, se convirtió de pronto en una moda por todo Madrid, una ciudad harta de los fracasos de su equipo insignia, perdido desde la marcha de Drazen Petrovic a la NBA y la terrible muerte de Fernando Martín en accidente de coche.
Justo la semana posterior a la consecución de la Copa del Rey, Estudiantes viajaba a Tel-Aviv para jugar el primer partido del play-off que daba acceso a la ronda final en Turquía. Era un formato extraño: el primer partido se jugaba en Israel pero los dos siguientes se disputarían en Madrid la semana siguiente. Los macabeos se adelantaron en un partido épico, prórroga incluida. Estudiantes igualaría fácilmente unos días después y todo quedaba para el tercer partido en el Palacio de los Deportes, tensión absoluta, marcador bajísimo, el “Que nos vamos a Estambul” silenciado por la propia tragedia del momento.
Ninguno de los dos equipos conseguía una ventaja destacable. Cuando Martínez Arroyo anotaba un triple, contestaban Goodes o Jamchy con otro. En un final histérico, se repetía la situación de la Copa del 91 pero al revés: Estudiantes ganaba por un punto de diferencia (55-54) y el Maccabi sacaba con pocos segundos en el marcador. El Palacio se puso en pie para defender también la última posesión pero no fue necesario: un resbalón milagroso de Dorom Jamchy, la estrella israelí, hacía que el balón y la eliminatoria se escaparan fuera de banda.
Estudiantes se iba a Estambul, chim-pum. La promesa que uno hace en plena borrachera y nunca piensa cumplir, de repente, al alcance de la mano.
Se hizo lo que se pudo. La mayoría de los aficionados del Estudiantes, modas aparte, eran estudiantes del Ramiro o recién salidos del instituto y sin poder adquisitivo. El club ayudó y unos cuantos cientos, quizá un millar, se marcharon con sus chilabas y sus turbantes. Dementes sin remedio. Fue entonces cuando Azofra contó su sueño y lo materializó en letras. El sueño del campeón de Europa salido del patio de colegio.
Ya lo saben. No pudo ser.
A los diez minutos del primer partido, el Joventut había cogido quince puntos de ventaja y no se permitiría ni una licencia. El Estudiantes no llegaría ni a la final. Tampoco importaba. Fueron apalizados en las semifinales y fueron apalizados por el tercer puesto. Perdieron pero estuvieron ahí, de eso se trataba. Nunca una derrota se vivió de antemano como una victoria tan dulce. Llegar, eso era lo importante. Ganar era de horteras. De eso, que se encarguen otros, que diría el Gavioto.
Recuerdo que no conseguí entradas para el partido y tuve que verlo con un grupo de amigos a los que el baloncesto y el Estu les resbalaba, pero al final del partido saltaban, bailaban y lloraban igual que lo hacía yo.
También recuerdo la noche de juerga, con el turbante puesto y encontrando dementes por todos aquellos garitos que pisamos, junto a la explosión de alegría y abrazos a cada encuentro.
Por último recuerdo el partido de la final, cuando los aficionados de la Penya habían perdido el ánimo y aún se podía escuchar a la Demencia animar al Joventut como si este fuera su equipo, y todos los comentarios de los periodistas, nacionales y foráneos alucinando con la D.
Ains, que tiempos, se me caen las lagrimas. Gracias por este maravilloso artículo.
La mítica aparición de Reed en el Madison para el séptimo partido de las Finales no fue en 1973, sino que en las de 1970:
http://www.youtube.com/watch?v=7Mz4WcaknVc
No sé cuánta gracia le hará al gran Walt Frazier que siempre se hable de Reed y luego se olviden sus 35 puntazos para ganar el anillo.
Por lo demás, qué tiempos aquellos. Estudiantes, Joventut y Partizan, en la misma Final Four; ni Madrid, ni CSKA, ni Maccabi, ni Barça, ni los griegos, con el Limoges llegando y ganando al año siguiente. Desde luego, eran años más románticos.
¡Eeeeestudiantes campeón chim-pum, campeón chim-pum, campeón chim-pum!
Ese año ganó el Partizan de Fuenlabrada!!!
Qué bonito estaba el baloncesto Europeo por aquellos años
Nacía la leyenda de Obradović