Hace poco oí una conversación en la que una trabajadora de una residencia para ancianos decía que ya no hay ancianos. Podríamos ponerlo entre exclamaciones, pues ahí estaba su cara al decirlo, los ojos muy abiertos, de disgusto: ¡Ya no hay ancianos! Yo a cosas así, exclamadas de esa forma, con los ojos casi en blanco, les tengo un respeto. Las exclamaciones, o llevan a la risa o asustan. Y en esta exclamación estaba todo el susto del presente y por supuesto todo el susto ante un futuro ceniciento. En fin, ya lugares comunes del día a día. El caso es asustarse. Dijo además que los pocos ancianos que llegaban se les morían en un abrir y cerrar de ojos. Estaba desolada; parecía temer el despido inminente. En fin, recogí esas palabras como todos los que tomábamos un café allí y no sabiendo muy bien qué pensar de ellas las metí en un cajón cualquiera de la memoria. Siempre extraña al que no es del gremio ese aludir al anciano como un suministro básico del negocio. Un cliente al que mantener vivo el máximo tiempo posible. Es el primer remilgo del no profesional del ramo, quizá con razón (el profano es la razón, suele ver el bosque, no los árboles), como extraña que un cirujano hable de cortar tripa o tunear corazones con esa indiferencia del que se ve a menudo ante estos trabajos, rutinarios casi. Pero, ¿dónde estaban entonces todos esos ancianos que engordan la pirámide de población por arriba? Pues en sus casas, con sus hijos. El otro elemento de la ecuación triste es la pensión, y sería más triste todavía sin ella. Por cierto, anuncia la prensa: lo único que al parecer escapa a los recortes futuros.
La residencia de ancianos, por lo tanto, como un lujo al que ya no es posible acceder, lo mismo que el divorcio o el agua mineral embotellada.
Me acordé de esto ayer viendo una película. No es una película que fuese buscando, el tema no me interesaba más que cualquier otro en principio. Pero ahí estaba; el anciano en una sociedad de carestía. Salvando las diferencias, por supuesto. Una sociedad agrícola, allí, frente a una sociedad de la especulación, la nuestra. Dinero que engendra dinero. Ya la industrialización es cosa del tercer mundo, o del segundo, etcétera. Esos países/ polígonos industriales tan exóticos como productivos.
La película: La balada de Narayama, de Shohei Imamura. Ganó la Palma de Oro en Cannes en 1983. Muy buena. Ahí está la Wikipedia para el que busque el apunte técnico.
Tenemos una aldea japonesa, pongamos de finales o mediados del XIX, enterrada entre montañas. Uno de esos lugares que hoy en día en España no tendrían Internet y seguramente ni cobertura para el móvil. En la película, inviernos durísimos y veranos que dan para poco más que el deshielo y la siembra. Viven muy justito. Las familias apenas tienen alimentos para todos sus miembros. Importante; si no hay comida sobra alguien. El resto es encaje de la leyenda. Llámese como se quiera, incluso religión. Hay un tal dios en la montaña (Narayama) que va cambiando de humor según los habitantes de la aldea sigan o no los mandamientos. Y eso lo tienen claro; en esa aldea no van a pagar la pensión al viejo. El anciano ya no es mano de obra y sigue siendo boca. La señal del deterioro, los dientes. Sin dientes todo anciano, la anciana en este caso (Orín), es ya una presencia que sobra. Ha de ser llevado a la montaña y abandonado allí.
Pero Orín, mujer de carácter, cerca de los setenta años está como una rosa. A Tatsue, el primogénito, ni se le pasa por la cabeza que a la anciana le haya llegado el momento de subir a la montaña. Entre el sentimiento y la tradición (o la necesidad), Tatsue no quiere ver lo que ya no se le escapa a su madre; sus hermanos tienen edad para casarse y la llegada de las nueras desequilibra el ecosistema alimentario de la familia. Donde comen seis bocas no comen ocho cuando las cosechas son tan malas, los inviernos tan largos y el hambre infinito. Orín prepara el terreno, se parte los piños contra un pilón y azuza a Tatsue para que haga lo que le corresponde como primogénito. A diferencia de otros hijos y en realidad a diferencia de los primogénitos de otras familias, Tatsue se resiste a creer que a su madre le haya llegado la hora. Pero no hay duda que valga, y menos teniendo en cuenta la deshonra que supuso que su padre fuese incapaz de llevar a su madre a Narayama. La duda en algo indiscutible para la supervivencia de la comunidad le viene de familia. Es una aclaración, para que no esperemos otra cosa que el paseo con su madre a cuestas hacia ese cementerio de ancianos en lo alto de la montaña. De todas formas, ese padre transgresor es una presencia invisible a lo largo de la película. En el pueblo, y aquí hablo del rural de cualquier sitio, los muertos no se van nunca muy lejos, y se presentan como una ventolera que agita ramas y nos revuelve el pelo y nos recuerda que estamos hechos de vida y de muerte. Precisamente, la naturaleza es cruel (la película se recrea en esa naturaleza a la que no tiembla la mano; la mantis religiosa se come al macho después del apareamiento), y la naturaleza ni recuerda ni escucha a los fantasmas. Es como si nos dijera: nos queda de humanos lo que nos queda de ingenuos creyentes de fantasmas.
Se impone finalmente el sentido común. Ese sentido común tan mentado, ¡cómo un mantra, coño!, por el nuevo habitante de la Moncloa. Se ha impuesto el sentido común.
Todo perfectamente reglado en esa aldea; en la ceremonia, una especie de funeral en vida, se indica, entre lingotazo y lingotazo de sake de los señores del consejo, el camino hacia el lugar en el que la anciana se encontrará con el dios. Un barquero de la muerte, se entiende. Claro que los que esperan, en principio, son los buitres y los huesos de todos los ancianos que precedieron a Orín. La ascensión es dura, la despedida desgarradora. Los japoneses lloran mejor que nadie; siempre es un lloro que no se jacta de ser lloro. Un lloro así como el destrozo facial mudo e incontenible de una lucha interior entre la pena y la indignidad de la pena. ¿Quién es uno para sentir más pena que los demás?
Empieza a nevar. Esa es la suerte de Orín, la anciana. Un bonito final, sentada en cuclillas. La nieve sería la anestesia, quizá la anestesia poética, de ese final.
Ilustración: Héctor Quintela