Después de su final, durante décadas, fue el arquetipo de jefe criminal en el imaginario popular. Mucho antes de que Marlon Brando estableciera un nuevo hito con su portentosa caracterización de Vito Corleone, fue el rostro de alguien como Alphonse Capone el que la gente imaginaba detrás de las organizaciones criminales estadounidenses, continua fuente de inspiración para la literatura y el cine. Capone fue también el perfecto representante de una época turbulenta en la que las guerras mafiosas se libraban en plena calle, ametralladora en mano, cuando Chicago se convirtió en símbolo universal del crimen organizado. Incluso antes de su encarcelamiento, el nombre Capone era conocido en cualquier lugar del mundo donde existiesen periódicos, novelas de gangsters o una sala de cine. Su figura alcanzó tales dimensiones que terminó encarnando una época —los “locos años veinte”— mejor que ninguna otra personalidad cultural, social o política. Era la primera vez e la Historia en que un criminal profesional —no un dictador, ni un rey o un general, sino alguien que mataba sencillamente por dinero— alcanzaba tales cotas de fama e, incluso entre algunos sectores, prestigio. Y lejos de buscar el anonimato para continuar su actividad criminal apartado de los focos y los flashes, Capone amó la notoriedad y fue precisamente su tremenda fama una de las principales causas de su caída.
Al Capone enseñó a los capos mafiosos y organizaciones delictivas del futuro cómo conducir sus truculentos asuntos. Fue el primer jefe criminal en alcanzar una presencia mediática universal, así que sus éxitos y fracasos abrieron la puerta a nuevas maneras de hacer negocios en el submundo del hampa. Imitar sus aciertos o evitar cometer los mismos errores que él fue lo que marcó la pauta de muchas carreras criminales posteriores. Aunque no perteneció a la Mafia como tal, sí fue en la práctica casi como el prototipo de Padrino moderno, el paradigma de cuyos éxitos y fracasos aprendieron los demás. Su poder omnímodo y la manera en que entrelazó su actividad delictiva con la actividad pública iniciaron una nueva época en la historia del crimen.
“Yo no soy italiano, ¡nací en Brooklyn!”
Hasta los años veinte era habitual que muchos jefes del crimen organizado italoamericano hubiesen nacido en Italia —especialmente en Sicilia— y emigrado a Estados Unidos durante su infancia, adolescencia o primera juventud. Algunos incluso habían recalado en tierras americanas para evitar procesos penales o venganzas en Europa. Pero Al Capone se irritaba sobremanera cuando la prensa le metía en el saco de los mafiosos sicilianos: no solamente había nacido en Nueva York y se consideraba estadounidense en todos los sentidos, sino que sus padres procedían de Nápoles y no de Sicilia. Era un criminal italoamericano sui generis, sin demasiado que ver con algunos estereotipos mafiosos.
No obstante, sí fue el contacto con la mafia siciliana de Nueva York lo que le sirvió como escuela y le valió como soporte para ascender. Mientras crecía en su Brooklyn natal, Capone estuvo en contacto con muchos grandes nombres de la Mafia, presentes y futuros, aunque por entonces ninguno de ellos podía imaginar que aquel adolescente terminaría convirtiéndose en el jefe criminal más temido de América. Empezó desde lo más bajo, ejerciendo como chico de los recados, camarero o portero de los clubs regentados por mafiosos. Allí aprendió a desenvolverse y a mostrar el comportamiento básico necesario para progresar en el mundillo criminal. Precisamente en uno de estos clubs se ganó la cicatriz que originó su famoso apodo, “Scarface” (en España, donde Capone se hizo inmensamente famoso como en casi todo el mundo, se le solía llamar “Caracortada”). Haciendo gala de su chulería juvenil, le había faltado el respeto a una chica que resultó ser hermana de un mafioso, quien además estaba justo delante. Tras una pelea en que Capone recibió algunos navajazos en la cara, su por entonces jefe —Frankie Yale, uno de los individuos clave en la Cosa Nostra neoyorquina de la época— le obligó, además, a pedir disculpas. Aquella fue una lección que Capone no olvidaría nunca, aunque sólo fuera por el recordatorio de la cicatriz facial que le hacía evitar fotografiarse por ese lado. Ese precisamente era uno de los puntos fuertes del legendario gangster: solía aprender de sus errores y rara vez los cometía dos veces. Desde entonces se caracterizó por cuidar mucho cómo y cuándo respondía de manera violenta.
En su ascenso transitó por las etapas habituales de cualquier otro criminal italoamericano que quisiera hacerse un nombre: no tardó en convertirse en un brazo armado de sus jefes, realizando “trabajitos” como palizas e incluso asesinatos, a menudo ayudado por dos de sus hermanos: Ralph y Frank Capone. Pero pronto, con sus actitudes y comentarios, empezó a dar muestras de una sorprendente agudeza. Quedó claro que tener a alguien tan inteligente como él ejerciendo simplemente como ejecutor de actos de fuerza bruta era un desperdicio. Algunos de esos jefes, especialmente su mentor Johnny Torrio —el famoso “Zorro” de la mafia neoyorquina— comprendieron que Al Capone tenía demasiado potencial como para malgastar sus cualidades como simple matón. El joven Alphonse mostraba una fría capacidad de análisis que no solía abundar entre los impulsivos criminales de su edad, así que Torrio lo convirtió en su mano derecha y aprendiz: a partir de aquel instante, Capone iría ascendiendo mientras Torrio iba acumulando más poder.
John Torrio viajó a Chicago a principios de los años 20 para encargarse de un asunto personal: uno de sus familiares había sufrido amenazas por parte de la “Mano Negra” —una forma de extorsión importada de Italia que estaba viviendo sus últimos coletazos por entonces— y una vez en Chicago, naturalmente Torrio se encargó del problema en el mejor estilo mafioso: eliminando el problema de raíz. Pero durante su estancia en Illinois tuvo lugar la aprobación de la ley Volstead —la célebre “Prohibición” del comercio de alcohol— y el mafioso inmediatamente vio las enormes posibilidades de negocio. Chicago era una perfecta puerta de entrada para el alcohol de contrabando llegado de Canadá a bordo de embarcaciones que cruzaban el enorme lago Michigan: quien se hiciera con el control de aquella puerta de entrada podría ganar enormes fortunas en muy poco tiempo. Así pues, Torrio decidió trasladarse definitivamente a Chicago para ejercer como segundo de “Big Jim” Colosimo, su tío (o, matiz importante, marido de su tía carnal) y líder del “Chicago Outfit”. Esta una organización criminal que basaba sus actividades en juegos, apuestas y sobre todo en la prostitución, con una enorme cadena de burdeles a lo largo de Chicago. Torrio llamó a su lado a Capone, quien era apenas un veinteañero cuando abandonó su Nueva York natal y se estableció en la metrópolis industrial de Illinois, ciudad que la posteridad asociaría a su nombre. Allí, confiando en la capacidad de gestión de Capone pese a su juventud, Torrio le puso al frente de un buen número de burdeles. Capone los dirigió con acierto —aunque tuvo que hacer frente a una inesperada, por inhabitual, redada policial, de la que salió relativamente indemne— y confirmó que sus capacidades de gestión eran enormes. Fue en aquellos lupanares donde Capone, que ya se había casado con una chica de origen irlandés, inició su desmedida afición a las prostitutas. La misma que le hizo contraer la sífilis, enfermedad de transmisión sexual que con los años terminaría causándole bastantes problemas físicos y psiquiátricos y, en última instancia, la muerte.
Chicago, la ciudad en guerra
La Prohibición rápidamente estimuló el contrabando de alcohol, gracias al cual las bandas criminales que se dedicaban a importar licores de Canadá empezaron a ingresar ingentes cantidades de dinero. Aquello produjo tensiones en el interior del Chicago Outfit: Big Jim Colosimo, el jefe absoluto, se negaba a meterse de lleno en el negocio de la bebida. Temía que la intervención policial pudiese desarmar toda la organización, ya que la Prohibición era un asunto muy candente. Sus lugartenientes, sin embargo, no entendían la actitud de Colosimo ya que cada día resultaba más evidente que ninguna otra cosa —ni el juego, ni la prostitución— podía proporcionar tantos ingresos de manera tan rápida como el alcohol ilegal.
El hasta entonces líder del Chicago Outfit fue asesinado a tiros en la puerta del local de su propiedad, el Colosimo’s Cafe, que solía usar como cuartel general. Aunque en el momento se intentó atribuir el asesinato a bandas rivales, lo cierto es fue Johnny Torrio quien se lo quitó de en medio en cuanto comprobó que su jefe se resistía a aprovechar las oportunidades que ofrecía la Prohibición. Con este asesinato amanecía la década de los gangsters en Chicago tal y como la recordamos hoy. Torrio se había convertido en número uno del Chicago Outfit y el jovencísimo Al Capone era ahora su principal hombre de confianza, su consejero y mano derecha. Capone estaba escalando posiciones rápidamente.
Las demás bandas criminales de Chicago, estimulada su codicia por el torrente de dinero que comenzaba a llegar en forma de botellas de licor, se embarcaron en una serie de sangrientos enfrentamientos por intentar dominar el mayor pedazo posible del pastel. Los mayores contendientes en la ciudad, además del propio Chicago Outfit (y sus aliados de la Mafia) eran los miembros del North Side Gang, la “Banda del Norte”, que era una banda compuesta principalmente por gangsters irlandeses. La escalada de tensiones entre las dos bandas por el control de territorios y locales creció durante varios años (lo mismo que había sucedido durante mucho tiempo en Nueva York y que se había saldado con el triunfo aplastante de la Cosa Nostra sobre los clanes irlandeses). En 1924, el enfrentamiento se convirtió en una cadena de atentados clave contra figuras importantes de ambas organizaciones: Dan O’Banion, líder de la Banda del Norte, fue abatido a tiros delante de la floristería donde camuflaba su cuartel general, en una escena más propia de una película. O’Banion, sorprendido por francotiradores cuando se disponía a entrar en la tienda, se arrastró por la acera intentando alcanzar la puerta mientras los asesinos —enviados por el Chicago Outfit— lo seguían cosiendo a balazos.
La Banda del Norte esperó pacientemente el momento de la revancha y al año siguiente consiguieron golpear de vuelta. Un día en que Johnny Torrio regresaba en automóvil de hacer unas compras junto a su mujer, varios individuos asediaron el vehículo, rompiendo el cristal de la ventana pistola en mano y acribillándolo a quemarropa en su asiento. Pese a la gravedad de las heridas, Torrio pudo sobrevivir milagrosamente al tiroteo porque el encargado de darle el “tiro de gracia” se quedó sin munición y tuvo que huir, aunque ya lo habían dado por muerto. En cuanto recuperó la consciencia en el hospital tras luchar varios días por su propia vida, Torrio consideró que con pisar el umbral de la muerte una vez, había sido más que suficiente y decidió retirarse. Todavía tumbado en la cama, le transfirió los poderes a su joven mano derecha: “es todo tuyo, Al”. Con sólo veintiséis años, Al Capone se convirtió en el líder de la mayor organización criminal de Chicago. En poco tiempo haría de ella la organización criminal más famosa del mundo y su propio rostro se haría internacionalmente célebre.
Sembrando en terror en Cicero
Sin embargo, pese a la aparente facilidad con que ascendió a lo más alto de la más poderosa facción delictiva de la ciudad, el establecimiento de Capone en Chicago no estuvo exento de duros momentos de aprendizaje. El joven gangster neoyorquino tuvo que aprender sobre la marcha, a base de ensayo y error, cuál era la mejor forma de intentar manejar las cosas. Cuando gracias a sus cualidades como jefe criminal —y a los pingües beneficios del alcohol ilegal— expandió cada vez más sus actividades, resultó que nunca había existido una organización delictiva tan grande como la suya: él fue un pionero en el periodo de transición de los bajos fondos, llevando la actividad criminal a un nuevo nivel y extendiendo su influencia a diversos ámbitos del poder civil.
Desde su llegada a Illinois había situado su residencia legal en Cicero, un tranquilo suburbio de clase media de las afueras, porque era un municipio administrativamente separado de Chicago, con instituciones más pequeñas y manejables y sobre todo con una policía local mucho más débil y más limitada en hombres y recursos. La potente policía de la enorme capital no tenía ninguna jurisdicción en Cicero, desde cuyo corazón Capone podía manejar los bajos fondos de Chicago sin que las autoridades de dicha metrópoli tuviesen poder alguno sobre él.
Ya antes incluso de suceder en el trono del hampa local a Torrio, Capone y sus hermanos habían atenazado Cicero bajo los tentáculos de su influencia. Lo primero que sucedió tras la llegada de los gangsters neoyorquinos fue que las normalmente tranquilas y decentes calles del municipio burgués se llenaron de delincuentes, prostitutas y camellos aparecidos de la nada ante la impotencia de una modesta policía local más acostumbrada a la plácida patrulla por impolutas aceras repletas de «ciudadanos bien». La faz de la pequeña ciudad cambió por completo. El ambiente se enrareció tanto que los precios de las viviendas —y sobre todo de los locales comerciales— cayeron en picado. Con ayuda del dinero que estaba llegando a espuertas del contrabando, Al Capone —así como sus hermanos y sus asociados— adquirieron muchas de aquellas propiedades a precio de saldo. Cuando consideraron que tenían suficiente, el municipio volvió a quedar limpio como por arte de magia, y los elementos indeseables desaparecieron de la vista con la misma rapidez con la que habían llegado… con la diferencia, claro, de que ahora los Capone eran dueños de no pocos inmuebles en el municipio, los cuales estaban empezando a subir de precio otra vez. Los gangsters se habían convertido en una potencia inmobiliaria local.
Pero la astucia de Capone en lo económico no le puso las cosas tan fáciles en otros ámbitos, y tuvo que atravesar un duro aprendizaje cuando quiso extender aquel control al terreno político. Aunque tenía controlado al alcalde republicano de Cicero, a quien había comprado fácilmente mediante sobornos, y aunque este alcalde actuaba como un títere según los intereses de Capone, la llegada de unas elecciones municipales y la existencia de un decidido candidato demócrata que no parecía dispuesto a dejarse comprar suponían un posible escollo en el camino del gangster. Aún relativamente inexperto, Capone creyó que podría recurrir a la fuerza para manipular aquellas elecciones… cosa que efectivamente podía intentar hacer, pero por lo cual tuvo que pagar un precio inesperadamente alto.
Los manejos comenzaron con amenazas al aspirante demócrata, pretendiendo intimidarle para que renunciase a su candidatura, cosa que no consiguieron ni siquiera presentándose en su sede electoral la víspera de los comicios, donde llegaron a zarandear al político. El candidato demócrata no cedió, y hacerle daño físico era algo a lo que Capone no podía recurrir sin arriesgarse a que la policía estatal de Illinois o incluso el FBI —que hasta entonces no había sido una de sus preocupaciones— se le echasen encima. Si el político demócrata no sucumbía a los sobornos ni se rendía ante el miedo, había poco más que Capone pudiera hacer. Matarlo no era una opción: asesinar a un político lo convertiría en objetivo inmediato de todos los poderes judiciales y policiales de América.
Así que decidió trasladar la amenaza y el miedo a los propios votantes. El mismo día de las elecciones, Capone situó bandas de matones en la entrada de casi todos los colegios electorales de Cicero: interrogaban a la gente sobre su intención de voto, y si pensaban votar al candidato demócrata les impedían entrar. Viéndose privados de ejercer su derecho constitucional, algo bastante inaudito en EEUU, la situación provocó un aluvión de protestas y situaciones tensas entre los hombres de Capone y aquellos votantes lo suficientemente valientes como para mostrarse abiertamente indignados. La policía local de Cicero intentaba en vano controlar la situación, pero la cosa se les fue de las manos, especialmente cuando uno de sus agentes fue encañonado por un gangster y obligado a ponerse de rodillas ante un grupo de votantes estupefactos.
El caos reinante y la posibilidad de que las elecciones locales de Cicero degenerasen en un baño de sangre hicieron saltar las alarmas en la vecina Chicago. Un juez de guardia autorizó la intervención de la policía estatal de Illinois para garantizar unos comicios tranquilos. La llegada de los agentes estatales hizo que los gangsters se retirasen y puso en orden la mayoría de los colegios electorales, pero en uno de ellos el asunto terminó en tragedia. El grupo de matones que controlaba el lugar —que estaba encabezado precisamente por el hermano menor de Al Capone, Frank— no depuso su actitud. Cuando Frank Capone vio llegar los automóviles (sin distintivos) de la policía estatal, creyó que en realidad se trataba de la emboscada de una banda enemiga. Sin pensárselo dos veces, sacó su revólver y abrió fuego. Los agentes estatales intentaron disuadirle al típico grito de “¡alto, policía!” pero las advertencias no sirvieron de nada. Intentando neutralizar al aguerrido hermano menor de los Capone, se le disparó en una rodilla para hacerlo caer y obligarlo a rendirse. Efectivamente, cuando le dispararon la herida le hizo caer al suelo… pero no se rindió. Creyendo aún que aquellos tipos eran sus enemigos e intentaban asesinarlo, siguió disparando a los automóviles mientras estaba tendido sobre el asfalto. Finalmente, las balas de la policía acabaron con su vida. Frank Capone había muerto. Las elecciones retornaron finalmente a la normalidad y aunque —paradójicamente— ganó el candidato republicano, Al Capone había sufrido un severo golpe personal. Compungido, organizó un lujoso funeral para su hermano.
Pero lo más relevante de aquella muerte es que enseñó a Capone una lección definitiva: la violencia podía ser una herramienta a usar contra adversarios criminales, pero no era la forma de intentar controlar a los poderes políticos, policiales o administrativos. Con ella sólo conseguiría provocar una respuesta inmediata y enérgica de las autoridades, además de centrar toda la atención policial sobre sí mismo. La violencia no era la manera de controlar a quienes gobernaban. Había una forma mucho más sencilla de hacer su voluntad en los ámbitos políticos, policiales y judiciales: con dinero. Le había servido con el alcalde de Cicero, así que tendría que servirle con todos los demás cargos públicos. La única diferencia sería encontrar el precio adecuado para cada hombre.
Aquello marcó en nacimiento de un nuevo Al Capone, más astuto y taimado, que pese a su juventud manipuló con maestría los resortes no sólo del poder criminal, sino del poder civil e incluso de la opinión pública. El hombre que iba a convertirse en una celebridad mundial, en icono cinematográfico y literario, y cuya biografía sería como un libro de texto para líderes mafiosos contemporáneos y posteriores. Acababa de nacer el Enemigo Público Número Uno. (Continúa)
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Acerca del incidente cerca de la Western Electric, quizás es uno de los más confusos, por llamarlo de alguna manera. Se dice que el tercer hombre que había allí, junto con Frank y Fischetti, era el propio Al Capone. Al igual que se dice que Frank no disparo en ningún momento.
Todas objeciones sin ningún valor ahora, después de tantos años.
Sensacional primera parte. Ahora, a esperar la segunda.
Magnífico artículo. Al que le guste el tema y no haya visto Boardwalk Empire, ya tiene algo que ver.
Fantástica 1ª parte.
Para cuándo la segunda parte?
Ansia!!!
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