Hace unas semanas estuve viendo El Nacional, la obra de Albert Boadella, interpretada por Els Joglars. Por esas cosas de la promoción, había escuchado al autor en varias radios y televisiones. El motivo impulsor de la obra es básicamente, según palabras de su autor, una denuncia del gigantismo de las producciones teatrales realizadas en esos grandes teatros de ópera a cargo del Estado o de sus hijos. Para decorar su argumentación, Don Albert repetía una imagen muy sugerente: la de la ópera de siglos pasados, en la que bastaba una orquesta, unos cantantes y unas decenas de velas, sin necesidad de tanto aparato.
No es mi intención escribir sobre El Nacional, sino sobre el vicio de recordar el pasado como mejor de lo que fue y olvidar que ciertas cuestiones son recurrentes. Una de esas polémicas es la de la supuesta corrupción de lo que le gusta al que critica: por ejemplo, la corrupción de la ópera por los Mortier de turno y sus monstruos escénicos desaforados e innecesarios, que absorben presupuestos inmensos, para deleite de unos pocos y supuestos entendidos. Es un tema interesante, en el que hay que introducir un aspecto en cierto sentido insinuado al chotearse —chotearnos— de las élites intelectuales que fijan los estándares del arte. El aspecto al que me refiero es el de la influencia que tiene, en el resultado de la producción artística, el que intervenga la mano del soberano o el que se deje al albur de la taquilla, porque no lo olvidemos, el aficionado “conservador” no discute lo que se sabe que es bueno siempre que hayan pasado un par de siglos desde que se viene diciendo que es bueno. Mal que me pese hablaré de esto, con gran esfuerzo, ya que padezco una patológica pulsión destructiva que me llevaría a cerrar todas las universidades, todos los museos, todos los teatros nacionales, todas las instituciones culturales … ¡Que alguien me detenga, por favor!
Respiro y sigo. La ópera nace como experimento de intelectuales subvencionados. Un conde, Giovanni Bardi, dejaba que unos señores autodenominados humanistas se reuniesen en su casa para hablar —¿lo adivinan?— de la corrupción del teatro y de la música. El grupo de intelectuales decidió llamarse Camerata Florentina y su importancia es difícil de sobrevalorar: remontando su autoridad a la época clásica, decidieron que la palabra debía de recuperar su poder expresivo y que eso sólo era posible acabando con la polifonía renacentista. Su programa terminó dando lugar a la primera ópera, una Euridice, con texto de Rinuccini y música de Peri y Caccini, organizada en torno a la monodia y al recitativo. Al parecer, entre los asistentes se encontraba Monteverdi, que repetiría tema para la boda del duque de Mantua. Caso insólito: en menos de diez años se había alcanzado una cima que sólo se igualaría, no se superaría, en cuatro siglos.
Estas obras, sin embargo, no se escribieron para el “gran público”. Destinadas a los señores, que rivalizan en “demostrar” su gusto exquisito y su conocimiento de la antigüedad clásica, y estrenadas en sus palacios y para ocasiones solemnes, los autores contarán con medios suficientes para que el resultado, fundamentalmente musical, tenga una enorme calidad.
Ahora hagamos un pequeño viaje en el tiempo. Imaginémonos unas décadas más tarde, en un teatro veneciano, por ejemplo el de San Luca. Se representa un Orfeo, uno más, pero éste con música de Antonio Sartori.
El teatro se va llenando de personas enmascaradas. Es Carnaval. En realidad, en Venecia es Carnaval gran parte del año, porque en aquella época comienza en octubre y dura casi cinco meses. Las autoridades obligan a principales y damas a llevar máscara, sobre todo en platea.
La platea es un lugar peligroso, entre otras razones por la presencia de hombres armados encargados de escoltar a los señores que ocupan los palcos y que en más de una ocasión provocan disturbios. La sala se llena rápidamente; el populacho se precipita buscando acceder a las mejores butacas o incluso moverlas para situarse cerca del escenario. Algunos hasta han mandado al abuelo, como se hace ahora en algunas playas, horas antes, para así conseguir los asientos más solicitados. Ha comenzado la música, una sinfonía, pero casi no se oye, apagada por la mezcla entre las broncas y las risas. Unos comen y beben, mientras otros juegan a cartas. Allí, unos espectadores extranjeros se quejan de los salivazos que les caen desde los palcos, hasta que unos rufianes les recuerdan a quiénes están haciendo sus recriminaciones. Aquí, unas mujeres murmuran, porque en uno de los palcos la cortina no ha quedado bien cerrada y se ve a cierto príncipe entretenerse efusivamente con cierta cantante. Los números transcurren. Orfeo ha dejado de ser ese amante paradigmático que desciende a los infiernos a rescatar a su amada. La ópera ya no es una sucesión de recitativos, más secos o más airosos, destinados a ensalzar un texto poético. Las arias se han convertido en el centro de las obras: los virtuosi tienen derecho a cinco o seis, que deben ser reconocibles por su carácter, tanto que el espectador avezado habla de un “aria en cadenas” porque la canta un castrato encadenado, o de un “aria de la carta”, en la que la prima donna escribe al amado lo mucho que le echa de menos. Como esas arias no encajan del todo en el Orfeo tradicional, el autor, Sartori, se ha inventado un hermano del protagonista que también le tira los tejos a Eurídice, y convierte a Orfeo en un protocornudo celoso y macarra que, al pasar por los infiernos, no tiene problema en montar una bronca al interrumpir una conversación filosófico-deportiva entre Aquiles y Hércules. Puede, quizá, que la prima donna decida cantar un aria que se ha traído de casa. El pobre compositor no dirá nada, porque sabe que no hay cantante famoso que no lleve una morcillesca aria di baule, de ésas que piensa le van bien a su divina voz, y que la cante cuando le plazca. Ha pasado ya un par de horas cuando se produce el primer intermezzo. Como el empresario no anda muy fuerte de dinero, ya no incluye un balletto, sino una representación bufa, breve, que pueda hacer reír a los espectadores que no han ido corriendo a la cantina o a las letrinas. Cuando comienza de nuevo la obra, un segundón canta un aria del sorbetto y los espectadores aprovechan para tomar sus helados favoritos. La representación, a pesar de ser la séptima, ha ido bien. Los partidarios de los virtuosi se han peleado, aplaudiendo a su diva y abucheando a la rival, pero nadie ha tirado una estocada, ningún fan enfervorizado ha decidido soltar palomas o entonar un panegírico desafinado, y tampoco se han peleado las divas en el escenario, aunque las dos han regalado al público grandes risotadas mientras el castrato cantaba un aria de furor. Durante seis o siete horas el público se ha divertido y el empresario quizás haya ganado dinero, aunque siempre lo negará.
¿Qué ha pasado entre el Orfeo de Monteverdi y el de Sartori? Algo bien sencillo. El melodrama se ha convertido en la pasión de los venecianos y se han abierto decenas de teatros. Las pretensiones de los intelectuales de la Camerata Florentina han dejado paso al negocio del espectáculo. Y se produce una carrera de armamentos. Hay dos maneras seguras de atraer al público: contratar a los divos más famosos y desplegar un aparato escénico fastuoso. Las obras se convierten en una sucesión de escenas prodigiosas, con amorcillos que vuelan, vientos y tormentas, nubes y dioses que bajan del cielo. Los empresarios anunciarán que en su próxima obra aparece un elefante ¡auténtico! o un carro de fuego, y no defraudarán. El éxito es instantáneo, pero eso no evita las quiebras y escándalos y el cierre de teatros, inmediatamente sustituidos por otros nuevos. Los empresarios ahorran, pero lo hacen donde pueden. No escatiman con los honorarios de los virtuosi, ni con el aparato escénico o los vestuarios (aunque los reaprovechen a menudo). Ahorran sobre todo con los músicos y con el triste poeta que escribe el libreto. Y esa es la explicación de que el Orfeo de Monteverdi, escrito para la corte de Mantua, exija diez viole da brazzo, dos contrabassi de viola, dos violine piccolli, cinco sacabuches, tres trompetas, dos cornetas, dos clavicordios, un arpa doble, dos tiorbas, dos órganos grandes y uno de regalía, tres violas da gamba, dos flautas dulces y, sobre todo, un coro, mientras que, para L’Incoronazione di Popea, escrita para un teatro veneciano, lo único que encontremos escrito sea un bajo continuo como acompañamiento de las partes vocales, y una escritura instrumental en tres o cuatro partes, sin especificación de instrumento alguno.
Las extravagancias llegaron a tal punto que surgió la inevitable corriente crítica. Nihil novum sub sole. Ya saben: decadencia, corrupción … Esas críticas cristalizaron en un movimiento, el de la Academia de la Arcadia, ya ven qué originales. Se centraba en cuestiones literarias, escénicas y musicales, y pretendía recuperar —otra vez esa palabra, recuperar— la esencia perdida; aunque, como siempre, eso era falso. Así, se comenzó por expurgar a los melodramas de los componentes cómicos que se habían ido introduciendo, y que se dejaron exclusivamente para los intermezzi. El campeón del movimiento será Metastasio, que producirá una gran cantidad de libretos. Decía que era falso lo de recuperar las esencias porque Metastasio sí consigue cierta cordura argumental, pero sin renunciar al aria como obra musical cerrada a la que se da un protagonismo total, hasta el punto de que siempre haya una al final de las escenas. Vamos, para que el público sepa dónde debe aplaudir.
Ese movimiento crítico dio lugar a una serie de escritos sarcásticos y fue materia de numerosos intermezzi especialmente brillantes, en los que se ridiculizaba a cantantes (¡y a madres de cantantes!), a sus maestros de canto y a empresarios varios, contando al público algo que ya sabía acerca de la inanidad y el capricho de los castrati y las primadonne.
La obra más interesante de este movimiento crítico es el Teatro a la moda, un opúsculo del compositor y poeta Benedetto Marcello (aunque él la publicó de forma anónima), en el que se muestra toda una galería de personajes, desde el poeta, el empresario y los cantantes, hasta los apuntadores, los abogados, los que alquilan asientos o palcos y los encargados de las cantinas, entre muchos otros.
“No deberá el Empresario moderno poseer noticia alguna de las cosas pertenecientes al Teatro, ni entender en absoluto de Música, Poesía, Pintura, etc. Contratará, por intrigas de amigos, a Ingenieros de Escenas, Maestros de Música, Bailarines, Sastres, Comparsas, etc., procurando economizar con estas personas para poder pagar bien a los Cantantes y particularmente a las Mujeres, al Oso, al Tigre, Los Rayos, los Relámpagos, los Terremotos, etc.”
Existe una traducción al español, publicada en 2001 por Alianza Música, con una introducción magnífica del musicólogo Stefano Russomanno.
Lo más fantástico y paradójico de todo esto es que ese movimiento de recuperación de una obra de calidad, independizó al teatro serio del bufo. Lentamente, las obras bufas fueron adquiriendo una entidad y calidad superiores, resultando mucho más vívidas y humanas, magníficamente humanas, que las obras serias. Nadie podía sospecharlo. La música impuso sus propias exigencias y un genio, Mozart, volvió a fusionar lo que había sido artificialmente separado.
La conclusión es que no hay conclusión. La historia es, como siempre, mucho más compleja. Está llena de recurrencias y de novedades. Sin el patrocinio y el impulso desde el poder, quizás no habría existido la ópera, tal y como la conocemos. Sin las contradicciones entre un concepto literario —y falso por artificial— de lo que debía ser el teatro y las exigencias musicales, quizás la ópera bufa no habría podido evolucionar, independiente. Y sin esa evolución, el Rigoletto que se empeñan en cantar los personajes de la obra de Boadella, no existiría.
Quizás para representar una ópera basten unos espectadores, unos músicos, unos cantantes y unas velas, pero no nos engañemos, el presupuesto del Duque de Mantua para sus bodas fue, comparativamente, mucho mayor que el del Teatro Real. Como dice un amigo, llevar a un hombre a la Luna costó en proporción menos a los estadounidenses que construir su catedral a los segovianos. Una representación con velas, hoy, es también una ficción literaria, una construcción como la de los intelectuales florentinos que, con un mohín de superioridad, hablaban de una música que nunca conocieron, de una realidad inventada, para criticar a Victoria o a Palestrina con la ayuda del argumento de autoridad y así defender su idea del arte.
Para salvar al poeta, termino recordando que el verso comienza diciendo “como a nuestro parecer”.
Magnífica entrada.
Si, la historia es siempre más compleja. Hagamos una bufa de la historia de Hegel.
Si pero no. Comparto gran parte de la «entrada» incluyendo el afán de cerrar instituciones culturales diversas (yo empezaría por el ministerio) pero en este caso de la ópera discrepo.
Niego, si se me permite, la mayor. No estamos ante una cuestión recurrente porque implicaría un ciclo que se repite. El bucle se ha roto ya que la ópera, como tal, ha desaparecido y solo asistimos a su agonía petrificada.
Fue un espectáculo popular, elitista, vulgar, patriota, revolucionario, conservador, lo que se quiera añadir… pero vivo. Hoy es una pieza que se mantiene gracias a los impuestos y que ha salido de la vida de la mayoría de las personas que, como mucho, la asocian o a un estatus cultural «superior» o a un anuncio de televisión.
La vuelta no es posible porque no hay camino a un origen ya perdido. En ese sentido, es cierto, las apelaciones a la sencillez son engañosas. Las buenas producciones son caras y lo «esencial» es una apuesta a menudo costosa: el montaje de Carsen para la Katia Kabanova.
Quizá en nuestro caso no asistimos a la eterna lucha en el patio de butacas entre el bien y el mal disfrazados de público conservador y avanzado con los Mortieres de por medio. No hay discusión porque no hay pasión.Se trataría mejor de la queja por costear mediocres a precio de genios. Con nuestros impuestos se mantiene una apariencia de vigor, de vida, que admite (por ejemplo) que unas medianias representen impunemente Bodas de Fígaro sin responsabilidad penal. Y ni siquiera son tan malos como para patearles, solo son mediocres. Y eso duele. Bueno, en realidad me duele a mi, no a los ciudadanos que han subvencionado esa representación que ni les va ni les viene. Salud.
Estimada Virada02, le agradezco enormemente que comente este artículo. En cuanto a lo que comenta, bueno, es cierto que hay una crisis, seguramente producto de que el lenguaje musical instalado a lo largo del siglo XX se adapta mal a la ópera. Es es algo que se resolverá o no (así que ya veremos si el ciclo se reinicia o no), pero existen sus buenos 350 años de obras maestras que cada vez que se estrenan vuelven a la vida. Digamos que lo de la petrificación es excesivo.
Efectivamente, es excesivo. No están petrificada desde el momento en que las obras maestras reviven en cada representación. Incluso sobreviven a alguna representación.
Espero que el ciclo se reanude como sugiere aunque creo que la mesa cojea más por parte del receptor que del emisor. Es un espectáculo que necesita, como todo lo interesante, pasión y aprendizaje por parte del espectador. El futbol lo tiene y se juega mejor que nunca. Los toros no y cada día los toreros son más aburridos. La ópera, tan parecida a los toros en algunas cosas, lo esta perdiendo y se convierte en una «tristezza amara» que diría Felipe II, Filippo para los íntimos. Pero venga seré optimista, ala, en realidad mientras exista alguien que dedique parte de su tiempo a escuchar música y en consecuencia a escribir un artículo como el suyo… quien sabe.
Interesante.
¿Cómo es el lenguaje musical instalado a lo largo del siglo XX para que se adapte mal a la ópera? Y lo pregunto desde una total ignorancia, que ya ha tenido que recorrerse media enciclopedia para comprender el resto de tecnicismos básicos que parece que uno ha de poseer para comprender un texto que trata sobre la ópera. ¡Ay de mí!