Estábamos con Guerín y su Recuerdos de una mañana. Habíamos sabido, por Arcadi Espada, que uno de los individuos que aparece en la película (en calzones y tocando el violín) se tiró por el balcón días después de que Guerín lo filmara (sin permiso); y que Guerín incrustó su muerte en el relato por el método de ir recabando opiniones entre el vecindario. El trato que Guerín dispensó a ese hombre llevó a su hermano (al hermano del suicida) a interponer una demanda contra el cineasta. El caso está ahora en manos de la justicia.
Llamó mi atención que uno de los reproches que Espada formula a Guerín tuviera que ver con la gasilla literaria que, al parecer, envuelve el film. Máxime teniendo tan a mano ese carrusel de vecinos que opinan sobre el muerto, cada uno con su ínfimo sipiajo, su ¿puedo saludar? y su punto pelota. Recuerden que escribo a tientas, que trato de explicarme y recrear lo que Espada desveló en sus sabatinas. También a Espada, claro está, le importuna ese turno-del-oyente, esos testimonios a los que Guerín, en cierto modo, laisse faire. Tanto es así que los tilda de «repulsivos», «absurdos» y «ridículos». Únicamente salva el del saxofonista Dani Nel·lo y el de la vecina que acompaña al suicida hasta la muerte. Pero sobre todo, e inexplicablemente, salva al cineasta:
«No me parece que Guerín incumpla la condición de veracidad en su relato. Es cierto que en su película aparecen absurdas y hasta ridículas opiniones (no hechos) sobre el suicida; pero sólo retratan a los que las profieren.»
¿Sólo ‘a los que las profieren’? Hum. Supimos, por el propio Espada, que también las opiniones pueden ser falsas, que espolvorear una noticia con eso que llamamos ‘versiones de los hechos’ es una forma de mentir particularmente despreciable, por cuanto la mentira aparece ungida con el pringue de una falsa equidistancia que al punto deviene en honestidad; y que el principal responsable de que una noticia esté trufada de testimonios bajo los que sólo aletean estupideces es el periodista que la firma.
Espada, no obstante, no deja ese flanco tan expuesto como pudiera parecer (¡no iba a dejar derrotarse por él mismo!). Así, la analogía entre la ‘noticia’ de Guerín y la noticia periodística presenta un elemento que, en lo que concierne a la estructura del artículo, actúa como una suerte de argamasa que oculta las fisuras. Me refiero a la televisión, a la fascinante posibilidad de que la obra de Guerín sea un telediario despanzurrado; la proverbial ordinariez de Pedro Piqueras pasada por la dramaturgia del documentalista: el Ensanche convertido en un plató donde todos los personajes convergen en Truman. Todos excepto Guerín. Éste es el instante en que se produce el gol fantasma:
«Hay en este punto algo sumamente importante, y querría ser preciso al explicártelo: la película no es un telediario, sino lo que se ve en un telediario.»
He leído las dos cartas decenas de veces y aún no he logrado apreciar si el balón bota dentro o fuera, es decir, si telediarizar la vida supone un triunfo del punto de vista o constituye una coartada que no exime a Guerín de haber organizado lo que, poniéndonos taurinos, no sería más que bochornosa rueda de peones.
Pretendía zanjar mi reflexión aludiendo al hecho de que los artículos de Espada suelen desvelar un fragmento de la realidad que, de no ser por él, seguiría a oscuras. Antes, no obstante, ensayé el estribillo frente al espejo: «Uno puede discrepar de si lo que Espada se trae entre manos es susceptible de portada, pero lo que no está sujeto a discusión es que sus artículos, por lo común, encierran una noticia que nadie antes ha sido capaz de olisquear». Esta vez no fue distinto. Tan sólo el diario Ara y El Periódico de Catalunya habían hablado del paso de Recuerdos de una mañana por el festival de Locarno. Dada mi naturaleza viciosa, me entretuve en leer lo que escribió en Ara Jordi Picatoste. Entonces la vi, perdida entre la multitud: «El hombre ni siquiera era violinista, sino que había traducido, entre otras, la obra de Proust de la que Guerín coge el título (Contra Sainte-Beuve. Recuerdos de una mañana)». Sin duda, había que remontarse a alguno de los estropicios de José Luis Núñez (a mí me ganó con aquel de «es del Español, pero una excelente persona»), para dar con una frase tan desafortunada. Fue así como caí en la cuenta de que Espada no había hecho mención de que el título, ese Recuerdos de una mañana, tuviera algo que ver con el hombre del violín. No sólo no había hecho mención de ello. Además, se había tomado la molestia de velar el dato. Se valió, para ello, de un anzuelo irresistible:
«La película lleva por título Recuerdos de una mañana, que es el subtítulo de Contra Sainte-Beuve, el importante libro de Proust. Más allá de la banal coincidencia horaria, y la tópica tentación proustiana que acompaña a toda indagación sobre el paso del tiempo, yo no veo relación entre ese libro y la película. Es más: como es sabido, el libro es una requisitoria de Proust contra el principal crítico de su tiempo, Sainte-Beuve, y contra cualquier intento de vincular la vida corriente (el «ser social» lo llama Proust) con la obra de un artista. Una condición que se incumple en este caso, porque la película no solo es el resultado del ser social de Guerín, de su vecindario, sino que yo diría que es un ser social en sí misma. Un rasgo que, por supuesto, no afecta a la calidad de la película, porque, entre otras cosas, Sainte-Beuve era el que llevaba la razón, tal como la propia obra de Proust demuestra violentamente.»
¿Por qué?, me pregunté a riesgo de ser sancionado. Por qué Espada, tan partidario de escribir acerca de cómo se escribe, de bañar de luz el proceso creativo, había vertido sobre el texto (y sobre la película, lo que ya no resulta tan ortodoxo) esa tinta de calamar.
Velar, nublar, desdibujar… He estado tentado de escribir ‘ocultar’, pero lo cierto es que Espada sólo ocultó al traductor en el periódico. Una vez que el artículo estuvo disponible en el blog, dos links permitían vislumbrar, si bien de forma borrosa, que, en efecto, el hombre que se tiró del balcón había traducido a Proust. El primero corresponde a la crónica de El Periódico de Catalunya; el segundo, a la carta que José Luis Guerín remitió a La Vanguardia en respuesta a Maurici Pla, el hermano de la víctima.
Espada sabía que Guerín, con el título de Recuerdos de una mañana, trató de establecer un vínculo entre su película y el hombre que, involuntariamente, propició que la película se convirtiera en un suceso. O, por ser más precisos, en el suceso de un suceso. Lo sabía, obviamente, por el propio Guerín. Pero no sólo. Nuestro amigo común Xavier Pericay también es traductor. Y a finales de los ochenta tradujo al catalán la suite Melmoth réconcilié, de Honoré de Balzac. En realidad, fue un trabajo al alimón. El copartícipe se llamaba Manel Pla y su otra gran afición era la música.
No veo qué importancia puede tener ese detalle. Pongamos que Espada conoció a Manel Pla y que conoce a sus familiares. ¿Y?
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