El consumo íntimo y hasta hermético de las tragedias responde a un mecanismo de supervivencia que hoy, a modo de excepción y en contra del pudor, decido interrumpir. Es sabido que la escritura requiere de la suspensión puntual de la vida, pero si ésta ha sido y es un tanto penosa y plagada de desgracias privadas, entonces teclear también es un placer. Me propongo delinear algo de provecho de lo que ha pasado en los últimos cuatro años de mi aparentemente joven existencia —pues de joven ya no me queda nada— y lo voy a hacer de una manera lateral, por supuesto, sin entrar en los detalles de los intentos de suicidio, accidentes fatales contra un árbol de Burgos, biopsias, llamadas telefónicas, sermones de cementerio, residencias, psiquiatras desatados, medicamentos, pasillos de hospital y viajes en mitad de las noches más oscuras que recuerdo. Piensen en mí como en el tipo pálido que dobla la esquina de la calle que nunca se han aventurado a caminar o en un turista en el refugio en el que la muerte se embosca en nuestro plácido día a día occidental. Tampoco quiero exagerar, sólo soy el testigo de la destrucción de mi familia, ya saben, ese personaje segundón y terco que recibe el calor, pero nunca las llamas del incendio.
Para suavizar el trago diré que lo esencial de lo ocurrido ha operado en mí un cambio tremendamente positivo. Un auténtico giro copernicano que intuyo hubiera sido imposible dar, en el mismo tiempo —o quizá nunca—, por medios menos ásperos. Un curso intensivo de realidad a los veintiseis años. Desde esta altura, como si las dejara caer desde la ventanilla de un avión, todas las cosas han ido aterrizando por su propio peso en el cajón adecuado. Lo importante y lo accesorio, lo verdadero y lo falso, la literatura y la vida, los amigos y los transeúntes, el amor y los divertimentos, etc. Si tuviera que definirme, algo siempre embarazoso, diría que me he convertido en un racionalista suicida. Es decir, un radical que está dispuesto a, entre la bolsa y la vida, poner el pecho sin mayores ceremonias. Qué liberación es esa de ser un sinvergüenza.
Con esta nueva mirada, como si hubiera pasado por el laboratorio oftalmológico de Blade Runner, he podido concluir que, ya sea por voluntad o inacción, la superstición rige la vida de la mayoría de las personas; que no quiero ficción; que la libertad individual es la unidad de medida de todas las cosas; que ser incómodo es lo esencial y lo contrario a lo que me enseñaron en la facultad de periodismo; que la gente esconde lo que no entiende en los cuartos más oscuros de la casa; que el porqué que buscamos no existe; que dejar marchar algunas cosas es la manera más recta de recuperarlas algún día; que otras no vuelven nunca; que, por lo general, los problemas no son más que errores de formulación; que la verdad es lo único importante y los que la defienden suelen ser desterrados al desierto; que en el desierto siempre hay un oasis y que hay que aplacar el miedo y moverse rápido para encontrarlo. ¡Cuánto he aprendido sobre neuronas y tejidos en estos cuatro años! ¡Qué maravilla el cuerpo y el cerebro que tenemos! ¡Qué lastres más pesados he soltado! Lo juro, leo a Darwin o a Orwell o al herido Hitchens y me voy a dormir sabiendo que querré levantarme al día siguiente en este mundo.
A cada «vaya racha» o «parece una maldición» que me han lanzado sobre mi situación personal, yo oponía calladamente artículos sobre los últimos avances en neurociencia, desnudas estadísticas sobre la probabilidad de morir en un accidente de moto o las imágenes que guardo de un campo de refugiados a las afueras de Goma. En conclusión, no considero especial nada de lo que me ha ocurrido; todo, gracias a esta hostia pagana que la vida me ha dado, he sabido analizarlo y digerirlo, no sin dificultad de primerizo. Hoy creo que he dicho toda la verdad, el último paso que me faltaba como escritor. Me propongo, después de este conjuro de las tinieblas, continuar. Sí, he perdido a mi tribu, pero he ganado un escudo para pasar solito por la vida. Sólo espero que la doble hélice y el azar me den el tiempo suficiente para teclear lo que tengo dentro y también a los que todavía están aquí y quiero, para beber muchos más gintonics juntos. En mi habitación, las luces están siempre encendidas.
Jot Down, consultorio, ¿digame?
La sala de urgencias de empatía no es ésta. Se ha equivocado.
buen texto , buena mirada …
felicidades
que vivan los días de luces encendidas y gintonics que compartir
Muchas gracias. Gintonics y luz para todos.
Aquí uno que te entiende perfectamente, punto por punto, me parece que nunca me había pasado eso de leer algo que podría haber escrito yo de haber tenido tal capacidad.
«Me senté encima del cadáver del león mientras buscaba algo con lo que arrancarle las garras, no había ya tiempo ni espacio, y sólo quedaba volver.»
Buena suerte.
Supongo que, en el fondo, trataba de alcanzar a otros del club. Un abrazo.
No sé de qué habla, pero lo cuenta muy bien.
Buena suerte.
Al leerte me he acordado de algo:
In the desert I saw a creature, naked, bestial, who, squatting upon the ground, held his heart in his hands, and ate of it. I said «Is it good, friend?» «It is bitter, bitter» he answered «but I like it because it is bitter, and because it is my heart»
Preciosa cita. Gracias.
La doble hélice y el azar. Si. Eso es. Disfrute de los gintonics.
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