El estilo y la figura de Carlos de Inglaterra me han parecido siempre la única posibilidad razonable para las monarquías decorativas.
Una serie de imágenes de Getty Photo repasaban su vida este lunes en varios medios de todo el mundo con motivo de su 63 aniversario.
Las fotos muestran al Príncipe en momentos muy diversos, desde su infancia hasta hoy pasando por su juventud, en solemnes ceremonias y actos sociales y en la tersa intimidad de la vida de palacio. Son unas cincuenta estas imágenes de gran variedad, y en ninguna da el Príncipe la sensación de ser un hombre común ni de pretender serlo.
Desde bien pequeño a caballo de un cochecito, haciendo surf a pecho descubierto o leyendo a solas recostado en un sofá, parece siempre bien consciente de su excepcionalidad, de ese halo de grandeza regalada por azar que le hace inmune al ridículo, le permite cualquier torpeza y es también una exigencia.
La regia altivez, la vestimenta, el porte impecable y la actitud de indiferencia insolente de Carlos de Inglaterra son, más allá de los argumentos pragmáticos de la estabilidad, el único motivo por el que mantener en el mundo democrático las monarquías, una contradicción flagrante con el sentido común y la justicia más elementales que sólo puede sostenerse en los ropajes y el exotismo histórico.
Da cierto embarazo por evidente descalificar la conocida fórmula de democratizar la monarquía, un despropósito conceptual que despoja a la realeza de todo su sentido y cuya estricta aplicación llevaría inexorablemente a proclamar la república.
Frente a quienes traicionando a la institución han buscado la simpatía del pueblo apelando a su identificación, la monarquía británica y en especial el Príncipe Carlos han mantenido amplias y tratado de ensanchar las brechas que los separan de sus súbditos y justifican su posición.
Si en un momento en que las monarquías limitan su utilidad a lo simbólico y ornamental, ¿qué queda de ellas si un príncipe trabaja y cualquiera llega a sentarse en el trono? Ni el circo para lo más caro del papel couché ni la razón última de la monarquía, que aunque hoy rija como mera convención no es otra que la existencia de la sangre azul y su superioridad sobre los muchos litros de roja.
Un príncipe que recurre a las poses populares es un actor cómico que se ríe en escena y un mago que desvela sus trucos. Una monarquía democrática es una república. Un rey que quiera ser como sus súbditos y no renuncie al trono es alguien que no hace bien su trabajo y una figura perfectamente inútil.
Debe de ser difícil no bajar nunca la guardia, cuidar sin interrupción el porte y cargar sobre los hombros el peso de una diferencia que obliga. Pero va en el cargo y en el sueldo. Siempre habrá sitio fuera de palacio para quien quiera ser normal.
Buen mensaje en clave a nuestros borbones.