Tras ver el fútbol en el pub que mis padres tenían en mi pueblo bajaba a casa y le cambiaba de canal a mi abuela para ver los goles de la jornada en Canal 9 o La 2. Cuando se acababa el último resumen me levantaba a toda prisa, despejaba la mesa del comedor y ponía cerca de uno de los extremos una caja de plástico transparente de Ferrero Rocher. Un mantel doblado de color rojo representaba el fondo, o la pista de atletismo, y servía para que el balón no cayera al suelo cuando el delantero fallaba. Con el dedo gordo y el índice de la mano derecha hacía correr una canica por la superficie marrón. Centraba, remataba y driblaba defensas imaginarios, recreando las jugadas que antes había visto en la tele. La voz de comentarista, en español, argentino de Marcelo Araújo o catalán de TV3, daba más realismo a los partidos e impacientaba a mi abuela, que en signo de reprobación resignada mecía la cabeza de arriba abajo con las mejillas contraídas. Lo que más le molestaba, y lo que a mí más me gustaba, eran los contragolpes del equipo visitante que acaban con el balón perdiéndose mansamente junto al palo. Todo el estadio callaba y yo reproducía el grito agudo y sostenido de señora que acompaña a la pelota hasta que se pierde por la línea de fondo y la grada recupera el aliento. Entonces interrumpía bruscamente el movimiento de cabeza y sin apartar la mirada de la tele me decía con desprecio: «quin poc senderi», que en valenciano significa literalmente «qué pocos sesos».
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