Amor mío ambición entusiasmo y confianza declaro todo glorioso este mundo es un juego y mientras me sienta seguro de tu amor todo es posible ésta es la tierra de la ambición y el éxito sólo deseo que mi tesoro amado esté siempre conmigo
Telegrama de Francis Scott Fitzgerald a Zelda Sayre, 22-9-1919
No se habían inaugurado aún los años veinte ni Scott Fitzgerald abría de par en par las ventanas de los hoteles para inundar las calles de dólares. El enamorado Francis quiso triunfar en la publicidad antes de publicar a los veinticuatro años A este lado del paraíso. Entonces eran una pareja de novios; él, acomplejado por no poder ir a la guerra; ella, una femme destinada a la dolce far niente: una de esas mujeres que queman si las tocas, inestable y pasional, dedicada a los placeres extasiantes de la vida, formidablemente zumbada. “Su talento”, escribió Hemingway de Fitzgerald, “era tan natural como el dibujo que forma el polvillo en un ala de mariposa. Hubo un tiempo en el que él no se entendía a sí mismo como no se entiende la mariposa, y no se daba cuenta cuando su talento estaba magullado o estropeado. Más tarde tomó conciencia de sus vulneradas alas y de cómo estaban hechas, y aprendió a pensar pero no supo ya volar, porque había perdido el amor al vuelo y no sabía hacer más que recordar los tiempos en que volaba sin esfuerzo”.
Las cartas de amor y guerra que intercambiaron los esposos que dirigieron la era del jazz componen un mapa de la destrucción mucho más fiel que el propio Crack Up que el Fitzgerald decadente entregó a mitad de los años treinta a Esquire. Está el entusiasmo del telegrama de 1919 y la desolación posterior, una caída libre que no era ajena a ambos. En su correspondencia se suceden reproches amargos, cotilleos literarios y una suerte de amor enquistado, a ratos melancólico. Ahí está el interés de Scott en alargarle la mano a su mujer, traerla de nuevo hacia él reconviniendo su conducta, aconsejándola, paseándose entre doctores para acabar hablando no tanto de ella como de él. Salen del extremo de la euforia a la del fracaso, de la paz al temblor, se ensañan con el pasado esplendoroso de la costa azul francesa, ésa de aguas azules y destellos trémulos, y avistan de pronto el futuro con empeño optimista. “Tú y yo hemos sido felices; y no lo hemos sido solo una vez, hemos sido felices miles de veces. Las posibilidades de que la primavera, que llega para todos, como las canciones populares, nos pertenezca también, las posibilidades son muy halagüeñas en este momento porque, como siempre, puedo aguantar casi toda la opinión literaria contemporánea, liquidada, en el hueco de la mano, y cuando lo hago, veo al cisne flotando en ella y descubro que eres tú y sólo tú. Pero, Cisne, flota suavemente porque eres un cisne, porque con la exquisita curva de tu cuello los dioses te concedieron un don especial, y aunque te lo fracturaras tropezando con algún puente construido por el hombre, se curaría y seguirías avanzando. Olvida el pasado, lo que puedas, y da la vuelta y nada de nuevo hasta mí, a tu refugio de siempre, aunque a veces parezca una cueva oscura iluminada con las antorchas de la furia. Es el mejor refugio para ti, da la vuelta despacio en las aguas en las que te mueves y regresa. Todo esto parece alegórico pero es muy real. Te necesito aquí. La tristeza del pasado me acompaña siempre. Las cosas que hicimos juntos y las cicatrices atroces que nos convirtieron en el pasado en supervivientes de guerra persisten como una especie de atmósfera que rodea todas las casas que habito. Las cosas agradables y los primeros años juntos, los meses que pasamos hace dos años en Montgomery me acompañarán siempre y tienes que creer como yo que podemos recuperarlos, si no en una nueva primavera, en un nuevo verano. Te quiero, amor mío, cariño”.
Zelda recibe Suave es la noche, la novela en la que Fitzgerald exhibe la intimidad de lo que da en llamar la bancarrota emocional de ambos. “La prosa es bellísima, sin una palabra de más ni fuera de lugar. También es una excelente y conmovedora descripción de aquellos lugares soleados, cuyo resplandor brillante finalmente se apagó y dispersó quizás en matices amortiguados (…)Es un libro bellísimo. (…) Me parece que temes que me haga recordar el pasado. Piensa que en aquella época yo estaba inmersa en otro asunto, y supongo que la mayor parte de la vida es un reajuste de las tragedias y dichas en las que consistía antes de que empezáramos a difundir las razones de que fuera así. Por supuesto que es un libro obsesivo, todo lo bueno es obsesivo porque ilumina algo nuevo en nuestra conciencia”, le escribe ella. “¿Puedo pedirte en serio que controles las lecturas, cariño, que no insistas en leer obras densas ni libros que te recuerden las horas negras de París?”, responde él. Su relación sube y baja, alejándolos aún más (Zelda ya está en el hospital; Fitzgerald en su particular calvario, Hollywood: “Llevar a Hollywood a Scott Fitzgerald es como pedir a un escultor que haga cañerías”, dijo Wilder). “No estás casada con un rico millonario de treinta años sino con un anciano prematuro y bastante arruinado que no tiene un céntimo aparte de lo que puede sacarle a una mente agotada y a un cuerpo enfermo”. El autor entabla también correspondencia con Rosalind Sayre, la hermana de Zelda. “Me has escrito la misma carta tres veces y seguramente yo he sido igual de repetitivo al contestarla. Comprendo tu preocupación por Zelda, pero lo que yo puedo hacer tiene sus límites”.
“Queridísima Zelda, tengo cuarenta y cuatro años, todo sigue igual (…) El libro de Ernest es el libro del mes. ¿Recuerdas su desprecio por las simples ventas?”. El análisis sobre sí mismo es frío y desapasionado, en la línea de lo contado por Hemingway en París es una fiesta, cuando lo metió en el cuarto de baño para que le dijese si su pene tenía una medida correcta –en contra de lo que le decía, malévola, Zelda. Cuando emprende la escritura de El último magnate, que dejaría sin acabar, escribe: “Espero volver a mi novela cualquier día y esta vez para acabarla, un trabajo de dos meses. El tiempo transcurre tan deprisa que incluso Suave es la noche está a seis años de distancia. Creo que los nueve años que mediaron entre El gran Gatsby y Suave perjudicaron mi fama de un modo casi irremediable ya que en el ínterim surgió toda una generación para la que yo sólo era un escritor de relatos del Post. No creo que a nadie le interese mucho lo que tenga que decir esta vez, y puede ser la última novela que escriba en mi vida, pero tengo que hacerla ahora porque, después de los cincuenta, uno es diferente. Creo que en ese momento ya no puedes recordar emotivamente más que la infancia, aún así, aún tengo algunas cosas que decir”. Unos días más tarde –la correspondencia en ocasiones es febril- escribe sobre Por quién doblan las campanas: “Ernest me mandó su libro y voy por la mitad. No es tan bueno como el Adiós a las armas. Creo que no tiene la misma intensidad, ni la frescura ni los momentos de inspiración poética (…) Tiene un montón de aventuras completas estilo Huckleberry Finn y por supuesto es sumamente inteligente y literario, como todo lo que hace. Supongo que la vida te agota mucho y nunca puede repetirte del todo. Pero la cuestión es que está ganando una fortuna con él: ha vendido los derechos cinematográficos por unos 100.000 dólares y como lo han elegido libro del mes ganará 50.000 de esa forma. Una gran diferencia respecto a sus pobres habitaciones de encima de la serrería de París”.
El verano de 1930 Scott y Zelda habían descrito en dos cartas el potro de tortura de su década prodigiosa. Acaso la raíz de aquel Babilonia revistada, su cuento más amargo; el relato que lo devuelve al París del exilio americano donde no quedan ni los barmans de entonces. El resultado es extraordinario y refleja la tortura del éxito y el desencanto del fracaso, la sublimación de la juventud (“Era una mujer joven, pero ya marchita, de unos treinta y cinco años”, escribió el descarado) y el final de la fiesta perpetua: el crack de la Bolsa, el olvido del exitoso cuentista del Post y la muerte de las flapper. Son los años veinte en el esplendor de la mejor prosa de la desequilibrada Zelda Sayre:
“(…) Había: la extrañeza y agitación de Nueva York, los periodistas y los vestíbulos de hotel llenos de pieles, el brillo del sol en los cristales de las ventanas y el polvo irritante de finales de primavera; lo impresionante de los Fowler y muchos bailes por la tarde y mi comportamiento excéntrico en Princeton (…) Teníamos los bosques indios y la luna en la galería-dormitorio y yo estaba embarazada y me daban miedo las tormentas. Luego nació Scottie y fuimos a todas las fiestas de Navidad y un hombre le preguntó a Sandy quién era su amiga gorda. La nieve lo cubría todo. Íbamos al club de yates y los dos tuvimos aventuras sin importancia. John empezó a cogerme manía, y yo jugaba tanto al golf que contraje tenia. Kolliel estuvo a punto de morirse. Los dos le adorábamos. Fuimos a Nueva York y alquilamos una casa borrachos (…) Tú escribías y a veces íbamos a Niza o a Monte Carlo. Estábamos solos y dábamos grandes fiestas para los aviadores franceses. Después vino Josen, y tú te pusiste furioso con razón. Fuimos a Roma. Comimos en el Castelli del Cesare. Las sábanas estaban siempre húmedas. La Navidad en los ecos y los eternos paseos. Lloramos cuando vimos al Papa. Las sombras luminosas del Pinto y las botas resplandecientes de los oficiales. Fuimos a Frascati y a Tívoli. Y la cárcel y Hal Rhodes en el Hotel de Russie y mi negativa a ir al baile de la gente del cine en el Excelsior y pedí a Hungary Cox que me acompañara a casa. Luego me puse malísima por intentar tener un bebé y tú no te preocupaste mucho y cuando me puse bien volvimos a París. Nos sentamos juntos en Marsella y pensamos lo agradable que era Francia (…) Había demasiada gente y demasiadas cosas que hacer: todos los días había algo y nuestra casa siempre aparecía llena. Estaban Gerald y Ernest y muchas veces no volvías a casa. Y los ingleses que encontré durmiendo una mañana abajo y Bob y Muriel y Walker y Anita Loos, siempre alguien. Alice Delamar y Ted Rousseau y nuestros viajes a Saint Paul y la nota de Isadora Duncan y el campo deslizándose en las bromas de Chamberry-fraises y Graves. Aquél fue tu verano. Yo nadaba con Scottie no siendo cuando iba contigo, casi siempre de mala gana. Luego tuve asma y casi me muero en Génova. Y vuelta otra vez a América, más separados que nunca. En California, aunque no me dejabas ir a ningún sitio sin ti, tú mismo te dedicaste a relaciones sentimentales escandalosas con una niña (…). Empecé a dar clases de baile. Cuando viste que me hacía feliz te disgustó. Te enfurecían los ensayos y te molestaban los trenes. Ibas a Nueva York a ver a Lois y yo conocí a Dick Knight la noche de aquella fiesta para Paul Morand. Y aunque entonces estabas comprometido sentimentalmente, volviste a prohibirme que viera a Dick y te pusiste furioso por una carta que me escribió (…)Vivíamos en la rue Vaugirard. Tú estabas siempre borracho. No trabajabas y de noche te llevaban a casa los taxistas, eso cuando volvías a casa. Decías que era culpa mía por bailar todo el día. ¿Qué iba a hacer yo? Te levantabas para la comida. No me hacías ningún caso y te quejabas de que era insensible. Te pasaste literalmente todo el verano borracho. Yo lo pasaba tan mal que no podía dormir y volví a tener asma. Te ponías furioso cuando no quería ir contigo a Mont Matre. Llevabas estudiantes trompas a las comidas cuando ibas a casa y te indignaba que ya no me importara. Empezó a gustarme Egorowa. En el barco de vuelta te dije que me daba miedo que hubiera algo anormal en la relación y te reíste. (…) Tú te hallabas lejísimos entonces y yo estaba sola. Volvimos a la rue Palatine y tú, en un estupor beodo, me dijiste un montón de cosas que entendí sólo a medias pero comprendí lo de la cena en casa de Ernest. Sólo que no entendía que importara. Me dejabas cada vez más sola y aunque te quejabas de que era el apartamento o los sirvientes o yo, sabías que la verdadera razón de que no pudieras trabajar era que te pasabas siempre fuera la mitad de la noche y te encontrabas mal y bebías continuamente. Fuimos a Cannes. Continué las clases y reñimos. No me dejabas despedir a la niñera que tanto Scottie como yo detestábamos. Te denigraste en la fiesta de Barry, en el yate en Monte Carlo, en el casino con Gerald y Dorry. Muchas noches no volvías a casa. Entraste en mi habitación una vez en todo el verano, pero no me importaba porque iba a la playa por la mañana, tenía clase por la tarde y paseaba de noche. Estaba nerviosa y no me encontraba muy bien pero no sabía cuál era el problema. Sólo sabía que no podía soportar a mucha gente como la fiesta de W. J. Locke y que deseaba volver a París (…) Te preocupaba muchísimo tu pulmón, y haber perdido el verano, pero no dejabas de beber. Yo trabajaba continuamente y dependía de Egorowa. No podía andar por la calle a no ser que hubiera dado mi clase. No podía organizar el apartamento porque no podía hablar con las sirvientas. No podía entrar en las tiendas a comprar ropa y me sentía muy confusa emocionalmente. Entonces fuimos a África y cuando volvimos empecé a darme cuenta porque percibía en los demás lo que ocurría. No me deseabas. Dos veces dejaste mi cama diciendo: ‘No puedo. No entiendes…’. No entendía. Luego hubo el hombre de Harvard que perdió la dirección y cuando quise que volvieras a casa conmigo me dijiste que durmiera con el carbonero (…)”.
Scott, días antes, le había escrito una carta inmensa, casi una autopsia: “Hacía mucho que me sentía desgraciado. Cuando mi obra de teatro fracasó año y medio antes, cuando trabajé tanto durante un año, doce cuentos, una novela y cuatro artículos, en una época en la que nadie creía en mí y no veía a nadie más que a ti. Antes del final tu corazón me traicionó y entonces me encontraba realmente solo, sin nadie que me gustara. En Roma estábamos tristes y yo tenía el trabajo de las pruebas y otros tres cuentos y en Capri estabas enferma y, mirara hacia adonde mirara, me parecía que no quedaba una gota de felicidad en el mundo.
Luego vinimos a París y de pronto comprendí que no todo había sido en vano. Había triunfado: era el hombre más grande de mi profesión, todos me admiraban y me sentía orgulloso de haber logrado algo tan bueno. Conocí a Gerald y a Sara, que nos consideraban amigos, y a Ernest, que era un igual y el mismo tipo de idealista que yo. Me emborraché con él en los casetuchos de la orilla izquierda y bebí con Sara y con Gerald en su jardín de Saine Cloud, pero tú estabas siempre enferma y en casa todo era tristeza. Fuimos a Antibes y yo me sentía feliz, pero tú seguías enferma, y todo el otoño y aquel invierno y la primavera haciendo la cura, y yo siempre estaba solo y tenía que emborracharme para poder dejarte tan enferma sin preocuparme; sólo era algo feliz un poco antes de estar demasiado borracho. Luego tenía que pagar la penitencia habitual por haberme emborrachado.
Al fin te curaste en Juan-les-Pins y recibí mucho dinero y cometí los errores típicos de los literatos: me creí «un hombre de mundo», que caía bien a cualquiera, y que todos me admiraban por mí mismo, pero a mí sólo me gustaban unas cuantas personas como Ernest y Charlie McArthur y Gerald y Sara que eran mis colegas. El tiempo pasa rápido así y no se hace nada. Entonces creía que las cosas serían fáciles, había olvidado las angustias mortales que pasé escribiendo El gran Gatsby en una época desdichada. En Hollywood desperté no mi yo egoísta y seguro, sino una mezcla de Ernest con ropa elegante, Gerald con una profesión y Charlie McArthur con pasado. Cualquiera que me lo hiciera creer, como Lois Moran, me parecía encantador.
Pero entonces te habías encerrado en ti misma como yo hace cuatro años en Saint Raphael. Y sufrimos todas las consecuencias de los malos apartamentos por tu falta de paciencia («Bueno, si eres…, por qué no ganas algo de dinero?»), de los malos sirvientes, por tu indiferencia («Bueno, si no te gusta, ¿por qué no mandas a Scotty al colegio»). Comprendía tu antipatía por Vidor, tu indiferencia por Joyce, no podía compartir tu constante entusiasmo y entrega al ballet. Y en algún momento entonces me sentí explotado, y no por ti, sino por lo mucho que me dolía la espantosa falta de felicidad. Claro que en casa había habido siempre menos que allí: eras un fantasma lavando ropa, intercambiando trivialidades en francés con Lucien o Del Plangue. Recuerdo los viajes desolados a Versalles, a Rhiems, a La Baule, emprendidos por el absoluto hastío del hogar. Recuerdo haberme preguntado por qué seguía trabajando para pagar los gastos de aquel hogar desolado. Había evolucionado. Me entregué a la desesperación por el aislamiento absoluto, es decir, la soledad con Mlle Delplangue, o el bar del Ritz, donde recuperaba el amor propio durante media hora, a menudo con alguien a quien apenas conocía. A veces los dos íbamos por la tarde en taxi al Bois y al poco rato yo prefería ir al Café de Lilas y sentarme solo a recordar los buenos ratos que había pasado allí con Ernest, Hadley, Dorothy Parker y Benchley hacía dos años. Recuerdo que durante todo aquel tiempo no culpaba a nadie más que a mí mismo. Me quejaba cuando la casa resultaba insoportable; pero, a pesar de todo, yo no era John Peale Bishop, la pagaba con trabajo, que detestaba con todo el alma y que me resultaba cada vez más difícil. La novela era como un sueño, cada día más lejano.
Ellerslie estuvo mejor y peor. La desdicha es menos acuciante cuando vives con cierta dignidad sobria; pero la tensión económica era excesiva. Desde que nos marchamos de París en septiembre hasta que llegamos a Niza en marzo vivimos a razón de cuarenta mil anuales.
De todos modos, me sentía feliz. Otra primavera: vería a Ernest, a quien había lanzado; a Gerald y Sara, que por mediación mía habían podido hacer algo en el cine. Al menos la vida no sería tan monótona; iría a fiestas con personas que tenían algo que ofrecer, hablaría con gente que tenía algo que decir. Y también podría nadar, tomar el sol, rejuvenecerme y estar cerca del mar.
Salió de maravilla, ¿verdad? Gerald y Sara no nos vieron. Ernest y yo nos vimos pero se trataba de un Ernest más irritable, explicándome receloso donde estaba, como si temiera fuera a dejarme caer por allí borracho y pusiera en peligro su contrato de arrendamiento. Descubrir que media docena de personas eran habituales de la casa no estimuló mi amor propio. Para cuando llegamos a la hermosa Riviera, había contraído tal complejo de inferioridad que si no estaba borracho no me aguantaba a mí mismo. Pero también allí trabajé, y la insólita combinación me destrozó los pulmones.
Tú te habías ido ya. Apenas te recuerdo aquel verano. Sólo eras una de las personas que me tenían antipatía o que me resultaban indiferentes. No me gustaba pensar en ti. No me necesitabas y era más fácil hablar con, o mejor dicho dirigirse a, Madame Bellois y atiborrarme de vino. Agradecí que fueras conmigo al médico una tarde, pero al cabo de una semana en París ya tanto me daba vivir o morir. Las cosas eran siempre iguales. Los apartamentos estaban desastrados, las sirvientas olían mal; el ballet siempre delante de mis narices, estropear un cuento para llevar a los Troubetskoys a cenar, emponzoñar un viaje a África. Te estabas volviendo loca y lo llamabas genio, yo me estaba arruinando y lo llamaba lo primero que me viniera a la cabeza. Y creo que cualquiera lo bastante distanciado para vernos fuera de nuestra fácil representación de nosotros mismos adivinaba tu egoísmo casi megalomaníaco y mi demencial entrega a la bebida. Hacia el final ya nada importaba mucho. Lo más cerca que he estado alguna vez de dejarte fue cuando me dijiste que creías que era marica, en la rue Palatine, aunque lo que dijeras ya sólo me producía una especie de compasión distante por ti. A pesar de tu capacidad de observación superior y de tu inteligencia más firme, yo tengo la facultad de advininar sin datos, incluso con cierto asombro, por qué y de dónde llegó el atajo mental. Ojalá Hermosos y malditos hubiera sido un libro escrito con madurez porque era real. Nos destrozamos nosotros mismos. Sinceramente, nunca he creído que nos destrozáramos el uno al otro”.
No he leído a nadie como a Fitzgerald y no he encontrado en nadie su talento despiezado como la cabeza de una cabra en un recibidor de la Generación Perdida. Durante años permanecí en la biblioteca y en los pasillos de las librerías delante de sus novelas mirándolas con obsesión enfermiza, y la mitad de mi juventud la pasé soñando con él con tanta intensidad que por momentos creí despertar en aquel París. Las primeras veces que entré en internet sólo ponía su nombre en el buscador y pasaba delante de sus fotos horas, leyendo esto y aquello, levantando con esfuerzo mi vida en base a la suya, queriendo ser escritor a la manera de él, profundamente joven y rico, atormentado por el alcohol y un amor modelado eterno que me destrozase los pulmones y rajase mi corazón caprichoso e indisciplinado. En una escena de Medianoche en París dice Marion Cotillard: “El pasado es carismático”. La vi entera con dolor y placer, como en un parto gigantesco. Tuvo que ser en París era una fiesta donde Hemingway escribiese: “Por entonces, ya había descubierto que todo, lo bueno y lo malo, deja un vacío siempre cuando se interrumpe. Pero si se trata de algo malo, el vacío va llenándose por sí solo. Mientras que el vacío de algo bueno sólo puede llenarse descubriendo algo mejor”.
Hace cuatro años desplegué el inmenso mapa de Nueva York con las maneras de un general y rodeé con un círculo un saliente concreto, el más cercano a Brooklyn, de Long Island: Great Neck. Allí, en el West y East Egg, se despliega la historia del gran Gatsby. Al llegar no estaba Jordan Baker caminando de un sitio a otro “la mitad por las aceras, la mitad por el césped”. Pero llovía, y después de recorrer sin mucho ánimo un manojo de calles principales atestadas de tiendas baratas, llegamos a una zona residencial de casas limpias y ordenadas y discretas, de pequeños y largos jardines, con banderas mojadas y tráfico lento. Salí del coche sabiendo ya que no estaba en West Egg y que nunca llegaría, pero entendí que por pequeña que fuera la oportunidad de revivir aquella emoción de la primera lectura había que intentarlo. Paseé tratando de imaginar siquiera por un momento a Daisy Fay y Jay Gatsby uniendo sus manos en el porche en aquel verano de 1917, y buscando en el aire algún atisbo de la ambiciosa felicidad y el ofuscante amor, vibrante como la barriga caliente de un gato, de mi protagonista. Pero lo único que encontré fue el eco de las palabras de Gatsby, teñidas de insolencia infantil y enamorada: “¿El pasado no puede volver? ¡Claro que sí!”.
El 19 de diciembre de 1940 Francis Scott Fitzgerald escribió: “Tengo muchas ganas de que Scottie acabe este curso al menos, así que, por favor, no le insistas en que supone grandes sacrificios. Lo que más agradezco a mis padres son los cuatro años de Princeton, y me avergonzaría no transmitirlo a otra generación, o sea que no hay posibilidad de que Scottie lo deje. Explícaselo. Espero que lo paséis muy bien en Navidad. Abrazos a tu madre y a Marjorie, Minor, Nonny, Livy Hart y a cualquiera que veas. Todo mi cariño, Scott”. El ‘todo mi cariño’ había sucedido ya al ‘te quiero’ o ‘te quiero muchísimo’. Murió dos días después de un ataque al corazón en el apartamento de Sheila Graham, la periodista de cotilleos con la que vivía. Ocho años después lo haría Zelda ardiendo dentro de un psiquiátrico junto a nueve personas más. Un día dijo: “Recuerdo una tarde en la que todo era horrible menos nosotros dos”.
Manuel Jabois, qué maravilla.
Jabois, de lo mejor que has escrito, pero he de decirte que no sé si es mérito tuyo o de los Fitzgerald…
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Delicioso. Los mejores 20 minutos del día.
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Te felicito por este artículo, Manuel. Me ha traído muchos recuerdos.
Yo también pasé mucho tiempo, al igual que tú, hipnotizada por las novelas y la vida de Scott Fitzgerald. Quería ser una escritora rica y atormentada. Lo segundo, lo he conseguido :)
Un saludo,
Livia
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De los artículos más bonitos que he leído. Me gusta mucho como escribes. Te voy a leer más.