Entre los comienzos memorables de una novela, el de Los tres mosqueteros ocupa un lugar principal. Un joven gascón, de nombre D’Artagnan, parte hacia París con la intención de ingresar en el cuerpo de mosqueteros del rey y hacer fortuna. Su padre le ha provisto de una carta de recomendación para el señor de Treville, jefe de los mosqueteros, y de un singular caballo amarillo que llama la atención de todo con el que se cruzan. D’Artagnan tiene enormes ambiciones y unos medios limitados para llevarlas a cabo, y esos medios merman enormemente cuando, tras una trifulca en una posada, un desconocido le arrebata la carta después de hacer que sus lacayos muelan a palos al joven gascón. Después de un comienzo tan lamentable, D’Artagnan llega a París, vende su viejo caballo y se presenta ante el señor de Treville. Enseguida tiene una primera impresión de la vida en el cuerpo de mosqueteros: apuestas, duelos y, sobre todo, una encarnizada enemistad con los servidores del primer político de Francia, el cardenal Richelieu. La corte está dividida en dos facciones: los adeptos al cardenal y los fieles a la reina, Ana de Austria, ninguneada por el rey y vigilada estrechamente por Richelieu. Luis XIII, por su parte, sólo anda en busca de distracciones que mitiguen su regio aburrimiento. En medio de la entrevista, D’Artagnan sale disparado, dejando a Treville con la palabra en la boca, en persecución del desconocido que le robó la carta, a quien ve pasar por la ventana. En su carrera tiene la mala suerte de ofender, uno tras otro, a tres de los principales mosqueteros del rey, y amigos entre ellos hasta el punto de ser conocidos como “los inseparables”: Athos, Porthos y Aramis. Queda, pues, obligado a batirse con ellos después de mediodía; pero cuando los cuatro se reúnen (el primer duelo corresponde a D’Artagnan y Athos, habiendo llamado éste en calidad de padrinos a Porthos y Aramis) se ven sorprendidos por una patrulla del cardenal que intenta prenderlos. Los tres mosqueteros y el joven se defienden y salen victoriosos, con lo que D’Artagnan sella su amistad con ellos y entra a formar parte del grupo.
Desde los primeros capítulos, Dumas da cuenta de una insuperable maestría narrativa, lanzando al aire las principales líneas maestras de la trama: la rivalidad entre los mosqueteros y el cardenal, la relevancia de Athos y D’Artagnan sobre sus dos compañeros, la temprana presentación de dos enemigos que adquirirán protagonismo bastante más tarde, como son Rochefort y Milady, la unión de los asuntos de Estado y los lances amorosos, los grandes cometidos encomendados a pequeños sirvientes… Con pinceladas ágiles y coloridas, preocupándose poco por las imprecisiones y los anacronismos, el autor sitúa a sus personajes sobre un fondo atractivo y convincente para el ávido lector de folletines.
Los caracteres de los personajes son fijados con precisión desde un comienzo. D’Artagnan es ambicioso y pragmático, con pocos escrúpulos a la hora de mentir y engañar si eso cunde en su favor. Athos, reservado y melancólico, posee una nobleza natural que irá explicándose a lo largo de la novela (es el único que osa hablarle con altanería al cardenal, como se ve en las intrigas nocturnas a las puertas de La Rochelle). Porthos es un gigante fatuo y presumido, como le reprochan varios personajes, y protagoniza alguna de las escenas más cómicas de la novela, como esa comida, propia del dómine Cabra, junto a los pasantes en casa de Madame Coquenard. Aramis, por su parte, es el personaje que más impaciencia me despierta, con sus vacilaciones entre las aventuras galantes y el seminario, aunque la escena de su tesis doctoral tiene la ácida comicidad de las Provinciales de Pascal. Ninguno de los cuatro evoluciona a lo largo de la obra sino que permanecen gozosamente idénticos a ellos mismo, actuando en cada lance con una fatalidad característica que hace las delicias del lector. A pesar de algunos apuntes, Dumas no es un autor de psicologías sino de acción, y todo en la novela lleva como de la mano hacia unas escenas épicas, cómicas o dramáticas (o todo a la vez), pero siempre memorables. Buena muestra de ello es la partida de D’Artagnan hacia Inglaterra, en la que sus tres amigos van quedándose atrás víctimas de sucesivas emboscadas. Tras cumplir su misión, el joven regresa a por ellos, temiéndolos heridos o muertos, y encuentra a Porthos encamado esperando unos dineros de su amante, a Athos atrincherado en una bodega y acabando con las provisiones de vino y embutido del ventero, y a Aramis a punto de tomar las órdenes. El autor alterna con desenvoltura la acción desenfrenada, los interludios románticos y las escenas cómicas de la misma manera que, siglo y pico más tarde, harán Indiana Jones o La jungla de cristal.
Dumas padre encandila al público con dos recursos que el cine usará hasta el hartazgo: por un lado, la mezcla de estamentos, el codo con codo de lo noble y lo villano; por otro, la ligazón del destino colectivo a la suerte individual (con el ilustre precedente de la Ilíada, diez años de guerra por una mujer). Empezando por el despierto pragmatismo de D’Artagnan, respaldado con aristocrática ironía por Athos, hasta el importante papel jugado por las criadas de la reina, por no hablar de la cruel inteligencia de una advenediza como Milady, los asuntos de monarcas y nobles están sujetos a gentes del pueblo en la misma medida que a amoríos, celos, venganzas y tedio. Vigilar y controlar a los criados significa tener influencia en los negocios del amo, y dichos negocios han de pasar primero por las manos de un sinfín de subalternos sujetos a las mismas pasiones. El rey hace y deshace conforme a su infinito aburrimiento y el duque de Buckingham puede provocar guerras según sus amoríos. El cardenal Richelieu controla todos los movimientos de la reina por el despecho de no haber visto correspondidas sus pretensiones.
Mención aparte merecen los “villanos” de la novela. Subrayo la palabra para remarcar la función estructural que cumplen dichos personajes. En los juegos de poder que amenizaban la corte de Luis XIII, elegir un bando suponía una apuesta estratégica, más que sentimental, pues en poco parecen diferenciarse los seguidores de la reina de los del cardenal: unos y otros se dedican a pendencias, intrigas, duelos y borracheras. La maestría de Dumas en el dibujo de personajes y en la dosificación de la acción se hace patente en el caso de Rochefort: un personaje que apenas aparece en la novela pero del que no nos olvidamos ni un momento gracias a las cómicas e improductivas persecuciones a las que se lanza D’Artagnan en pos de sus sombra. La figura imponente y majestuosa del cardenal Richelieu sobrevuela todo el libro. Especialmente memorable me resulta su primera aparición, inclinado sobre su escritorio, desde donde sujeta con fuerza las riendas de todo un país, estudiando obsesivamente el mapa de La Rochelle, bastión protestante que asaltará unos años más tarde. El cardenal goza de una mirada extraordinariamente versátil, apoyada en una memoria descomunal. En su mente (y en la de Dumas) los asuntos estatales van unidos a las pequeñas miserias palaciegas, por lo que se impone mantener una omnipresente red de espías tanto en los salones como en las alcobas.
Pero sin duda el personaje más inolvidable es la despiadada y sagaz lady Clarick, también conocida, entre otros nombres, como Milady. A los que sentimos debilidad por las villanas (esta vez sin comillas) de las historias, Milady nos tiene rotos por su falta de escrúpulos, su astucia, su aguda inteligencia y, por supuesto, su belleza. ¡Cuánto nos gustaría que hubiese atravesado a D’Artagnan de lado a lado cuando éste se cuela con engaños en su cama! Y, a pesar de su inhumanidad, de haber empujado al severo Fenton al asesinato, de envenenar a la señora Bonacieux, de haber engañado a Athos y al duque de Winter, de estar viva casi sobrenaturalmente, asistimos con pesar al teatral juicio en el que es sentenciada por todo lo anterior. Pero, gracias al arte de Dumas, su recuerdo, como el de los demás personajes, deja una huella duradera en la memoria.
Álvaro me has jodido el final del libro ya que me quedaban menos de 100 páginas…pero bueno…buen articulo.
¡Lo siento! ¡Y gracias!
No no la culpa ha sido mia…y tuya (!) porque veia que destripabas parte del libro, pero el articulo era tan bueno que me he arriesgado de más! Pero en serio. muy bien.
Si te has leido El Conde de Montecristo (Que tambien era folletín) podrías hacer otro artículo, ese podré leerlo sin miedo y además puede quedarte genial!
Gracias de nuevo!
No es mala sugerencia, tendría que ponerme a releer el Montecristo (lo que supone muchas horas de profunda felicidad) pero mi objetivo ahora son las continuaciones de los Mosqueteros: Veinte años después y El vizconde de Bragelonne, ¡y sólo esta última son unas 1700 páginas!
Y antes tengo otras tantas novelas pendientes de leer… En fin, el cuento de nunca acabar.
Álvaro, un buen artículo. Sobre sus continuaciones:
– 20 años después: sencillamente genial. más mosqueteros a lo grande, pero con 20 años más en sus cabezas y en sus cuerpos.
– El visconde de Bragelonne: es distinta. Bien narrada, interesante… pero demasiado laaaaaaaarga, demasiadas intrigas de palacio. A pesar de todo, varias situaciones del libro son geniales, y a quien le hayan encantado los 2 primeros libros, leerá este con interés. Estando lejos del nivel de las anteriores, no defrauda.
De Dumas me leí un monton hace ya lustros. Tenía una colección de sus obras, como unos veintantos titulos y juro que me leí la mitad al menos.
Lo que me lleva a pensar si el realmente escribio todo eso. Es casi imposible que alguien pueda tener esa producción literaria -por cantidad- y escribir así de bien…
Respecto a eso, Dumas estaba dado de alta en autónomos y contrataba negros:
http://www.letraslibres.com/blogs/el-negro-de-dumas
Gracias. Por eso lo decia.
Y buen enlace, no sabía esa historia.
Hace tiempo ya tenía la mosca tras la oreja cuando cayo en mis manos una relación bibliográfica de lo que había escrito el menda.
¡¡¡¡Se necesitarian tres vidas para poder escribir todo eso!!!!
Aún no he leído «el vizconde…», pero 20 años después me parece una maravilla de título. ¡Muchísimo mejor que el primero!. Personajes y situaciones más maduros y oscuros, más astutos y retorcidos aún, personajes más definidos y menos planos, sorpresitas… totalmente recomendado.
En conjunto, los Tres Mosqueteros, Veinte años después y El Vizconde de Bragelone constituyen una de las mejores obras acerca de la amistad y su evolución a través de la vida.
Buen análisis, Manolito.