El último refugio Opinión

Jordi Bernal: Wilder vs. Chandler

Estos días de noviembre lluviosos son desastrosos para la ciclotimia, sobre todo si el chaparrón arrecia en tardes de domingo. El noviembre puede ser entonces tanto o más cruel que el abril de T.S. Eliot. Dice Holly/Hepburn en Desayuno con diamantes que en días como esos sólo la salva ir a Tiffanny’s porque “allí nada malo puede ocurrir”. Como no soy precisamente amante de la bisutería, sólo queda tirar de farmacia o de tripas corazón. Y como además soy poco dado a estabilizantes sintético, opto por el remedio casero de la abuela, y me enchufo en vena el enésimo pase doble de El apartamento y Perdición de Billy Wilder. El cine de Wilder, junto al de Lubitsch y Edwards, es el mejor revitalizante que conozco para el Día del Señor.

Se ha dicho y escrito mucho sobre el travelling lateral de Shirley MacLaine corriendo feliz por las calles de Nueva York en pos de una partida de cartas. Pocos finales han descrito tan bien el acomodo a la realidad de dos personajes naufragados y heridos. Y es esa verosimilitud la que contagia la alegría. Una partida en la que ella responde al “te quiero” de Lemmon con un “calla y reparte”, frase que la twittera @rosferrer comparaba recientemente con el genial “Coja las cartas, prima, yo le enseño” de Fernando Rabal en el concupiscente tute a tres bandas de Viridiana de Buñuel.

Es divertido enlazar wilderes mediante la jeta del burlador burlado Fred MacMurray, actor que como pocos supo interpretar la estupidez consuetudinaria de los hombres en celo, que, al fin y al cabo, es de lo que trata Double Indemnity y buena parte de la producción literaria de James M. Cain. Wilder contó con la colaboración del también escritor de novela negra Raymond Chandler para convertir en guión cinematográfico el relato de Cain. Y aquí me paro. Leyendo Las conversaciones con Billy Wilder, de Cameron Crowe, y visionando documentales televisivos, descubrimos qué dos odios principales y personales mantuvo Wilder: Humphrey Bogart y Raymond Chandler. Sin embargo, si con el primero realizó una de sus pocas películas malas —Sabrina—, con el escritor consiguió uno de sus grandes films: Perdición.

Como mi adoración por el autor de El largo adiós se asemeja a la que los periodistas y colegas de colmenar Manuel Jabois y Guillermo Ortiz sienten por Scott Fitzgerald, siempre he estado de su parte en las disputas con el director. Según parece, por puntillosa educación british, Chandler detestó desde el principio las maneras austríacas de Wilder. No soportaba su deambular castrense por la habitación blandiendo una fusta o que abriera y cerrara la ventana sin pedir permiso. Con meticulosidad neurótica, el novelista anotó una lista de molestias, que entregó a los responsables del estudio para que tomaran cartas en el asunto. Por su parte, Wilder achacó a la envidia estos reproches airados. Golpeando ahí donde más duele, explicaba que mientras que él en esa época tenía éxito, salía a beber y pasárselo bien con chicas, Chandler era un ex-alcohólico con crisis creativa y que vivía con una mujer enferma mayor que él. No contento con el aldabonazo, relata en las Conversaciones… cómo Chandler utilizaba la vieja treta de la conmiseración para ligar con las secretarias. En cualquier caso, la valoración que hace Wilder de la obra literaria de Chandler es ponderada: uno de los grandes creadores de diálogos, el mayor cronista de la ciudad de Los Ángeles, poco dotado para los mecanismos narrativos de la trama, pero con una gran capacidad para describir atmósferas y ambientes.

Aquella relación de odio, además, sirvió para que posteriormente pudiera reflejar al detalle el comportamiento de un alcohólico en Días sin huella. Remata Wilder sin piedad.

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