Siempre que un partido llega a la tanda de penaltis, las dos aficiones creen que su equipo mereció ganar antes. Es lógico: a lo largo de 120 minutos hay suficientes oportunidades, iniciativas, contraataques, decisiones arbitrales… como para reclamar el triunfo como propio. Los penaltis son un recurso que solo interesa al espectador neutral: para los participantes no es una ruleta, es una tortura.
Eso mismo pensaría Héctor Cúper en San Siro, final de la Champions League 2001. Para el técnico che era su tercera final europea: ya perdió una con el Mallorca, la Recopa, en 1999 y al año siguiente volvió a perder, ante el Real Madrid, una Champions League que muchos daban por ganada. Los tiempos del Piojo López y la defensa de cinco de Del Bosque. A la tercera tenía que ir la vencida: el equipo estaba más hecho, los veteranos se compenetraban perfectamente con los jóvenes, había calidad y esfuerzo en todas las posiciones… y el Bayern de Munich, su contrincante en Milán, llevaba décadas sin ganar una Copa de Europa.
De hecho, su última aparición en una final, dos años atrás, había acabado en tragedia: dos goles del Manchester United en el descuento le privaron de un título que ya se celebraba en la grada del Camp Nou.
Cara a esta segunda final consecutiva, Cúper puso sobre el campo su clásico 4-4-2 en rombo: Cañizares en la puerta; Angloma, Pellegrino, Ayala y Carboni como defensas; Mendieta, Kily González, Baraja y Aimar en la medular, y Juan Sánchez compartiendo delantera con John Carew, ese atípico noruego.
El comienzo no pudo ser mejor: a los dos minutos, Mendieta adelantaba al equipo desde los once metros y, aunque cuatro minutos después, el árbitro devolvía la jugada con otro penalti, esta vez en contra, Cañizares apareció para detener el lanzamiento de Mehmet Scholl y postularse como héroe de la noche. Quizás ese habría sido el momento para jugar con la moral alemana y buscar el segundo, pero el Bayern —terco, tudesco— empezó a hacerse con el control del juego, gracias al veterano Effenberg, un Scholl siempre dispuesto a dejar muestras de su clase y los peleones Salihamidzic y Hargreaves. En punta, Elber, a ver qué cazaba.
El agobio de los alemanes no daba motivos para pensar en el empate, pero tampoco había signos de que el Valencia se sintiera cómodo en el campo y eso mosqueaba hasta a Manolo el del Bombo. Al descanso, se mantenía el 1-0 y cada entrenador hizo los cambios previsibles: Ottmar Hitzfeld cambió a un defensa (Sagnol) y metió al tanque Jancker para aumentar el acoso. Cúper, reservón, quitó a Aimar y puso a Albelda para contener el medio campo alemán.
Tanta táctica para tan poco: a los cuatro minutos de la reanudación, Carboni tocaba el balón con la mano y cometía el tercer penalti de la noche. Esta vez, Effenberg no falló y puso el empate. Los jugadores del Valencia se querían comer al árbitro: de acuerdo, Carboni usó la mano… pero porque Jancker le había empujado y desequilibrado. 45 minutos antes, el escándalo era a la inversa: las finales dan para eso y para más y la polémica no es algo que hayan inventado Mourinho e Higuaín.
El Valencia acusó el golpe pero al menos le sirvió para salir de la modorra que siempre da la ventaja, ese vicio del conformismo. Zahovic entró por Sánchez y tuvo en sus botas la victoria por dos ocasiones: en una se hartó de balón, en la otra apareció Oliver Kahn, un hombre que imponía más por sus gestos y su amarillo chillón que por su contundencia. Típico portero de reflejos con grandes carencias en el juego aéreo. Como lo definió Santiago Segurola: un portero que salva goles… porque primero crea los problemas.
En la prórroga se instaló el miedo. Eran los tiempos del Gol de Oro. Tan solo un año antes, Francia se había llevado una Eurocopa gracias a esta nueva regla y el recuerdo estaba demasiado presente. Cúper hizo su tercer cambio: Djukic por un agotado Ayala. Kily pidió un penalti (el cuarto) y se llevó una tarjeta, Paolo Sergio y Effenberg pusieron a prueba a Cañizares sin éxito alguno… la media hora pasó y el árbitro pitó el final y pidió la lista de lanzadores.
No había sido una gran final pero estaba claro que acabaría con una gran derrota para uno de los dos equipos: si el Valencia perdía, sería su segunda Champions consecutiva quedándose con la miel en los labios. Aquello era un momento histórico. Nunca había llegado tan lejos en la máxima competición europea y se palpaba en el ambiente que nunca volvería a hacerlo en muchos años. Para el Bayern la cuestión no era menos dramática: dos finales perdidas en tres años acaban con cualquiera, más si una es en el descuento y la otra en los penaltis.
Y ahí estamos, de nuevo en el principio: dos aficiones que se creen justas ganadoras y que culpan al árbitro de esta agonía inútil. Dos entrenadores cruzando los dedos y, frente a frente, dos porteros de primera línea, especialistas en los reflejos y el mano a mano, titulares por entonces de las selecciones de España y Alemania.
El primero en lanzar es Paolo Sergio para el Bayern. Su disparo se va a las nubes. Excelente comienzo para los valencianistas, que refrenda Mendieta engañando suavemente a Kahn con su disparo. De nuevo, 1-0 por delante. De nuevo, la Champions League más cerca de Mestalla. Salihamidzic anota sin problemas, lo mismo hace Carew. Kahn ni las huele, todas flojitas y colocadas a su izquierda sin que el alemán consiga acertar hacia qué lado tirarse. Zickler salva los muebles y marca el empate para el Bayern.
El encargado de desnivelar la balanza es Zahovic, la estrella bosnia venida del Oporto, el hombre que pudo haber evitado la prórroga con un poco más de acierto. Su disparo va fuerte y colocado… pero a la derecha de Kahn. Es lógico pensar que el portero no va a lanzarse tres veces al mismo sitio, pero la lógica con ese chiflado de por medio no sirve para nada. Oliver rechaza el balón y deja la tanda como al principio.
Crece la angustia: dos penaltis para cada equipo y tendremos ganador y perdedor. Andersson asume la responsabilidad pero su lanzamiento es horroroso: raso, sin fuerza y al centro. Cañizares solo tiene que echarse al suelo para detenerlo. El Valencia está a dos pasos de la gloria. Solo dos pasos. El primero lo tiene que dar Carboni, quien, como buen italiano, tira a asegurar: con todas sus fuerzas y al medio, cuando Kahn ya se ha vencido a un lado.
Sin saber cómo, el alemán, en medio escorzo, consigue sacar una manopla y enviar el balón al larguero. Carboni no puede creérselo. Se mantiene el empate tras tres fallos consecutivos.
Effenberg se acerca al balón para el quinto, quién sabe si último, lanzamiento. Es consciente de que si consigue anotar el tanto va a poner al siguiente lanzador del Valencia una presión enorme. También sabe que va a anotarlo. Y lo hace. Fuerte a la derecha del portero, casi en la escuadra, imparable. Gesto de rabia de un hombre tan elegante con el balón como maleducado sin él.
El turno llega para Rubén Baraja, eje del equipo. Fichado del Atlético de Madrid el año del descenso, Baraja tira como mandan los cánones: rasa y a un lado… pero el disparo sale demasiado hacia el centro y Kahn adivina la intención. Por un momento se masca la tragedia y solo la fuerza que lleva el balón hace que el alemán no pueda rozarlo y entre en la portería.
Después de 13 penaltis (10 en la tanda y 3 durante el partido), la final sigue tan empatada como casi tres horas antes.
Turno para el Bayern: Lizarazu la rompe con la zurda y encuentra red. Inmediatamente, con el agua de nuevo al cuello, el “Kily” González ajusta el tiro al poste izquierdo en algo que parece una pifia y empata a cuatro la tanda. Ha llegado el turno de los valientes y no de los especialistas. Si la cosa sigue así, Cañizares y Kahn acabarán tirándose penaltis entre sí. Linke, recio central, prefiere la sutileza, engañando al portero español, que se queda quieto, incapaz de adivinar la dirección.
De nuevo es punto de partido y de campeonato. El aficionado se pregunta con morbo si tirará Djukic, quien ya perdió así una liga cuando jugaba en el Deportivo, pero no, Cúper prefiere a Pellegrino, un hombre fiable, también central pero con una buena pata de mula. El lanzamiento no es malo… pero va otra vez a la derecha de Kahn y Kahn vuelve a tirarse hacia ese lado. Aunque no es momento de cálculos, empeñarse en la derecha cuando la izquierda está siendo un filón parece temerario. El balón va fuerte pero el portero se ha anticipado y llega antes. Despeja y sale corriendo como loco a abrazar a sus compañeros.
Sabe que ha ganado la Copa de Europa parando tres penaltis —uno, el de Carboni, impresionante— y será venerado por ello durante lustros. El mismo portero que se había comido los goles en área pequeña de Sheringham y Solskjaer encontraba su recompensa. Del otro lado, Cañizares, también con tres paradas a sus espaldas, se echa al suelo y empieza a llorar, a maldecir, a insultar. Es la viva imagen de la rabia. Cuando recoge su medalla de subcampeón mira al cielo y parece lanzar un desafío.
Kahn le abraza. No es suficiente. Nada es suficiente. Solo hay una cosa peor que no ser un héroe: haberlo merecido. Esa sensación se pega a la piel el resto de tu carrera. Para Cañizares, para el Valencia, para su afición, no habrá consuelo. Llegarán dos ligas, sí, de la mano de Benítez, pero consuelo, lo que se dice consuelo, no.
¡Cómo me alegré de las dos champions perdidas del Violencia FC!
Gracias por este artículo y gracias Kahn.
¿A segun da? Oh ya no llegan planeadoras….
Una pequeña errata: Zahovic era esloveno, no bosnio. De hecho, le marcó un gol a España en esa Eurocopa que Francia ganó con un ‘gol de oro’.
Oooooh! Totalmente cierto, y mira que sabía lo del gol, pero no sé por qué mi mente se nubló en lo de bosnio, que quede constancia aquí de que era esloveno, alto y claro. Un saludo y gracias, Miguel!
Para todos aquellos que deseen volver a deleitarse con las lágrimas del payaso de micolor:
http://www.tudou.com/programs/view/89TCEDeGHBI/
No habrá perdón, ni olvido ¿eh?
La desolación deportivista …