‘Era como aquellos viejos cuadros de batalla que alguna vez había visto en pinturas sobre Waterloo. La idea era que cuando el tiburón se acercara los hombres empezasen a chillar y chapotear con todas sus fuerzas y a veces el tiburón se iba… pero otras veces no. Se quedaba mirándote fijamente, justo a los ojos. Con esos ojos negros, sin vida, como si fueran los de una muñeca. Se lanza a por ti y ni siquiera parece estar vivo hasta que te muerde y esos ojos negros giran hasta ponerse blancos y entonces… ah, entonces ya sólo escuchas un grito espantoso, el agua se vuelve de color rojo y a pesar del pataleo y el griterío esas bestias vuelven y te van despedazando. Luego me enteré de que esa primera noche perdimos cien hombres’
Roy Scheider y Richard Dreyfuss escuchan inquietos el recuerdo que atormenta a Quint mientras van en busca del gran tiburón blanco, y todos los espectadores de Tiburón pueden pensar que es una más de las exageraciones de una película de terror. No, lo que está narrando Robert Shaw con su imponente voz de viejo marino no es una fantasía. Es parte de la asombrosa historia de un barco que llevó la muerte soldada a su quilla hasta décadas después de hundirse en el Pacífico: El USS Indianapolis.
The Good Old Days
Los primeros años de servicio fueron buenos tiempos. Botado en 1931, este crucero de la clase Portland sería el elegido por Roosevelt como símbolo de la nueva y pujante América que pretendía impulsar su New Deal. Convertido en Navío de Estado, sus 190 metros de eslora y 10.000 toneladas de la más moderna tecnología naval de la época recibieron en cubierta a líderes y realeza de todo el mundo como invitados de los EEUU. En 1936 vive su momento estelar cuando transporta al presidente a la Conferencia Panamericana de Buenos Aires para un viaje en el que Roosevelt tendría que ‘comparecer’ ante el tribunal del Rey Neptuno, cumpliendo la tradición de todas las marinas del mundo cuando alguien a bordo cruza el Ecuador por primera vez. En Argentina es recibido por cientos de pequeños barcos que hacen sonar su sirena y los marineros se dan codazos discutiendo divertidos sobre quién será el que más chicas enamore. Es una nave afortunada que no conoce otra cosa que fastos y recepciones clamorosas en todos los puertos a los que arriba; al fin y al cabo fue construido en un momento en el que se pensaba que la Gran Guerra fue la última y cuando la política aislacionista americana concebía su músculo militar exclusivamente como un poder intimidatorio en el hemisferio occidental. Enseñar el pabellón es todo lo que se le pide de momento. Todo son risas hasta el 39.
Con Europa en llamas y el Teikoku Rikugun arrasando China, la Navy tiene que ponerse seria y empieza a mover sus piezas. El Indianapolis es destinado al Pacífico, llegando al California Naval Yard con sus buenas 215.000 millas navegadas desde que tocó el mar. Los paseos marítimos se acabaron y los dos años siguientes se emplearán en poner a punto el barco ante lo que se avecina. Un último golpe de suerte les evitará estar presentes el 7 de Diciembre de 1941 en Pearl Harbor, aunque el misterio ya comienza a cernirse sobre el Indianapolis y el día 5 reciben una extraña orden de partir hacia allá sin gran parte de su tripulación, que estaba de permiso. Esa peculiar forma de partir a la carrera dos días antes de tora, tora, tora tal vez nos indique que en Washington sabían algo más de lo que se puede suponer sobre las intenciones niponas, pero esa es otra historia.
Kamikaze!
Durante los siguientes cuatro años participa sin mayores contratiempos en la mayoría de batallas que llevan a los americanos desde Midway a las puertas del Crisantemo como buque insignia del almirante Spruance. Pero cuando parecía que iba a salir bien librado de la contienda y no quedan más que semanas para que ésta acabe, el destino lo alcanza en forma de kamikaze.
En la mañana del 31 de Marzo de 1945 los enormes cañones de 200 mm del Indianapolis martillean la isla de Okinawa: el último peldaño de la escalera hacia el territorio metropolitano de Imperio del Sol naciente. A su alrededor un enjambre de aviones japoneses intenta romper la barrera antiaérea mientras millones de balas trazadoras y bombarderos en llamas prestan al cielo un rojo que anuncia sangre. Los pilotos nipones han jurado dar la vida por el emperador y con sus cintas rituales atadas en la frente llevan a cabo todas la maniobras que conocen para poder burlar las nutridas defensas de la escolta de la flota de invasión y cumplir su código de honor estampando un avión lleno hasta los topes de explosivos en los puentes o en las cubiertas de los barcos yanquis. Uno de ellos lo consigue, y cuando enfila hacia el Indianapolis al grito de banzai! no es consciente de que su acción va a determinar el destino no sólo de los nueve hombres que va a matar en su picado, si no de toda la tripulación del barco. Los daños que provoca al estrellarse contra la cubierta superior son tan importantes que el navío tendrá que poner rumbo a California para una reparación a fondo. Y allí será, por el mero hecho de ser el barco que se encuentra más a mano, donde el Indianapolis comenzará su particular odisea y una misión que cambiará el mundo.
Mensajero del Armageddon
Mientras es reparado y reactualizado con los equipos más modernos de la marina en previsión de su participación en la invasión de Japón, un secretísimo grupo de generales, almirantes y científicos están decidiendo que la aportación del Indianapolis para terminar la guerra no va a tener nada que ver con la nunca llevada a cabo operación Olympic. Ese comité de elegidos forma parte del Proyecto Manhattan: la bomba atómica. Las bajas sufridas por los americanos en la conquista de cada islote que les acerca a las islas principales del enemigo han ido aumentando exponencialmente. Y la carnicería de soldados propios y ajenos —y hasta civiles tirándose desde los acantilados antes de rendirse— que ha puesto final a la batalla de Okinawa hace que la idea de tener que realizar un desembarco anfibio en Honshu frente a los dos millones de soldados que aún le quedan allí al emperador les estremezca con sólo plantearla. Calculan las victimas mortales que puede suponer y llegan a la conclusión de que en esa última ordalía es muy posible que mueran más ciudadanos estadounidenses que en toda la guerra. Barajan la posibilidad de establecer un bloqueo naval como si de un sitio medieval se tratase, el propósito queda claro con el nombre que dan a la operación: Starvation. En mi opinión esta alternativa era aún más draconiana para los japoneses que el lanzamiento de las bombas atómicas, ya que conociendo su forma de entender la guerra y su sentido del honor es más que sensato pensar que antes de rendir las armas, las víctimas civiles, que serían las primeras en verse privadas de las necesarias importaciones de alimento, serían millones. Pero no vamos entrar por ahora en el debate de si fue acertada o no aquella decisión, del mismo modo que las dudas que presidían las reuniones del Proyecto Manhattan las evaporaría un tercero: Iosif Stalin. Al declarar la guerra al Japón, los soviéticos van a colocarse en posición de poder asaltar las islas desde el continente asiático en cuando borren al ejército de Manchuria, que lo harán. Si la cifra proyectada de bajas aterraba a los militares, la posibilidad de que los comunistas se hagan con el premio gordo es inadmisible para los políticos. Ya no hay tiempo para más debates, hay que meter en el juego a Fat Man. Y el barco encargado de ello será el que están reparando no muy lejos de Álamo Gordo: el USS Indianapolis.
El 16 de Julio, el muelle donde se llevan a cabo los últimos trabajos comienza a experimentar un extraño incremento de actividad. Súbitamente agentes de paisano, policía militar y marines en orden de combate forman un cordón a su alrededor mientras abren paso a unos peculiares contenedores de plomo. Ni siquiera el capitán Charles Butler McVay III sabe de qué se trata todo aquello cuando contempla estupefacto cómo empiezan a cargar esos bultos sospechosos en su navío. Una procesión de galones de almirante y general se dirigen hacia él y le ‘invitan’ a tener una reunión en sus departamentos bajo cubierta para explicarle todo aquello. Las órdenes que recibe no le aclaran gran cosa pero al menos tiene la satisfacción de que no son muy complicadas de cumplir: ha de transportar aquellas cosas a toda máquina hasta Tinian, en la Islas Marianas. El ánimo del capitán se va ensombreciendo cuando escucha las medidas adicionales que ha de tomar mientras dura la travesía. No se le informa de qué es lo que lleva, la tripulación no debe acercarse a la carga bajo amenaza de consejo de guerra sumarísimo y se colocará una guardia armada en los accesos a la bodega con orden de disparar a matar si perciben la más mínima posibilidad de que alguien fisgue donde no debe. En caso de ser hundido el buque antes de completar su misión, la carga tiene absoluta prioridad sobre los hombres en las labores de salvamento. “¿Pero qué demonios es lo que vamos a trasportar?” piensa McVay, al que ya han advertido que ni él ni sus hombres deben hacer más preguntas sobre la naturaleza de lo que han de dejar en las Marianas. La respuesta que hoy conocemos es escalofriantemente sencilla: el Indianapolis es el heraldo del Apocalipsis. La carga no es otra cosa que el Uranio 235 que formará el corazón de las dos bombas atómicas que caerán sobre Hiroshima y Nagasaki.
Reúne a sus hombres y les informa de todo lo que sabe antes de zarpar: “No puedo contarles cual es la misión porque ni yo mismo lo sé. Lo único que me han dicho es que cada día que acortemos este viaje es un día que acortaremos la guerra”. Envuelto en el enigma, ese mismo día deja California a máxima velocidad mientras al otro lado del mundo otro cazador recibe sus órdenes: Mochitasura Hashimoto, comandante del submarino I-58 de la Armada Imperial. Se le encomienda patrullar las aguas occidentales de las Filipinas y hundir cualquier barco enemigo que se cruce.
A los 29 nudos que proporcionan sus motores puestos al límite, el Indianapolis establece un récord en su travesía hacia Tinian y sin novedad entrega la siniestra carga el 26 de Julio cerca de la base de B-29’s, las superfortalezas volantes que se encargaran de entregar los paquetes a los nipones una vez sean montados los detonares que han llegado por avión. El capitán McVay sonríe al deshacerse de aquellos impenetrables arcones y piensa que la fortuna vuelve a estar de su lado. La travesía ha sido todo un éxito y el tiempo que ha tardado en realizarla demuestra que el Indianapolis vuelve a estar en plena forma tras el ataque del kamikaze. Todo parece salir bien y lo que quiera que sea la oscura carga ya no es problema suyo. Volverá a hacer lo que llevaba haciendo toda la guerra y se unirá al USS Idaho en el Golfo de Leyte para hacer unos ejercicios de preparación por si finalmente hay que invadir Japón. Sin que él lo sepa, sus problemas no han hecho más que empezar cuando el Idaho no recibe completo el mensaje codificado que le avisa de la llegada del Indianapolis, que debería unirse a él días después. Nadie espera al Indianapolis y nadie lo va a echar en falta si no llega a la cita. Solicita una escolta de destructores por si se encuentra submarinos enemigos en el camino, pero a estas alturas aquella zona se considera la retaguardia del frente y no se le concede desde el mando: “las aguas están limpias”. Con la confianza de los que se ven vencedores, parte con rumbo 262 hacia Leyte y a unos cómodos 15 nudos espera llegar junto al Idaho en tres días. Mientras, en las “aguas limpias”, el I-58 ya está en posición esperando a su presa.
¿Justa retribución?
En la medianoche entre el 29 y el 30 Hashimoto duerme en su camarote entre Guam y Leyte, justo en el lugar por el que McVay está a punto de pasar. Su segundo oficial le despierta para informarle de que el sonar pasivo tiene un contacto y rápidamente se dirige hacia el periscopio para comprobar si en la clara noche del Pacífico hay algún incauto ‘pescado’ que nada a su alrededor: “Esperamos a estar lo suficientemente cerca como para ver lo que era. Cuando vi de lo que se trataba y el tamaño del buque de guerra que tenía a tiro, apuntamos nuestros torpedos y disparamos”.
El impacto del primer torpedo levanto por los aires a la tripulación del Indianapolis. Una luz brillante y la onda expansiva provocadas por el segundo torpedo terminó de espabilarles entre llamaradas al tiempo que liquidaba la flotabilidad del barco y todo su suministro eléctrico, lo cual impediría que los radiotelegrafistas enviasen el preceptivo SOS, de modo que el solitario barco comenzaría a hundirse sin que nadie en la flota tuviese conocimiento. Los hombres corrían desesperados alejándose del fuego mientras los que podían agarraban sus chalecos salvavidas. Las llamas quemaban su pelo, sus caras, sus manos, mientras salían de estampida por los pasillos inferiores y veían cómo algunos de sus amigos eran atrapados por las explosiones secundarias que vomitaban más fuego por las escotillas. No pocos iban descalzos y el calor que alcanzaba el metal les provocaba quemaduras de tercer grado en las plantas de los pies mientras buscaban desesperados unas escaleras libres de hombres en pánico por las que subir a cubierta. Entre el laberinto que es el interior de un barco de guerra no encontraban más que humo y destrucción, y sólo su entrenamiento salvó en esos primeros instantes a muchos de quienes perdían ya las ganas de soportar más sufrimiento a causa de lo que estaban viviendo. Poco a poco la mayoría iba encontrando resquicios por los que salir al exterior e intentaba ayudar a otros a escapar de aquel amasijo de hierros al rojo. Algunos les pedían que no les tocasen porque su piel se estaba derritiendo literalmente, y hubo que subirlos a la fuerza soportando sus gritos de súplica para que los dejasen morir allí. Que el ataque del submarino se produjese durante un cambio de guardia hizo posible que a esas horas de la noche la mayoría de los marineros estuviesen despiertos, o bien terminando su servicio o preparándose para iniciarlo, y eso supuso que incluso en aquel marasmo, de entre una dotación total de 1200 hombres, unos 880 quemados, heridos o asustados, lograsen abandonar el barco que ya se venía abajo irremediablemente.
El mar al que saltaban en la noche estaba cubierto de fuel-oil por la rotura del casco del Indianapolis, y los hombres iban asomando las cabezas fuera del agua como si saliesen de una de aquellas viejas películas en las que los blancos se pintaban la cara para hacer de negro. A la luz de la luna solo se les distinguía los ojos y la boca, que resaltaba roja contra la oscuridad al tiempo que nadaban frenéticamente para alejarse del poder de succión del barco mientras se iba a pique. Muchos tragaron combustible en el intento e inmediatamente aquello se convirtió en un recital de vómitos, añadiendo otro toque de caos a la escena. Los que tenían chalecos metían las manos de los que no habían tenido tiempo de ponerlas en los suyos y los arrastraban hacia una zona segura, a un kilómetro del naufragio, donde empezaban a unirse los casi 900 náufragos dispersos. Los escasos botes hinchables que habían conseguido lanzar al mar eran usados para ir acomodando a los heridos más graves y con el silencio mortal que dejó el barco al terminar de hundirse, una sensación de ligero optimismo recorrió las filas de los supervivientes: al fin y al cabo al día siguiente debían reunirse con el Idaho y al no presentarse seguro que ponían en marcha una operación de rescate que les sacase del agua en pocas horas. No sabían que el Idaho no les esperaba y que estaban en las primeras horas de unos días en los que la sed, el hambre, la desesperación y el terror serían la norma en su lucha por sobrevivir frente a la naturaleza.
Amanece y los líderes surgen cuando se les necesita, recolectando a los que aún quedan dispersos e identificando a los muertos para quitarles los chalecos si llevan. En esas primeras horas del alba la única manera de certificar la defunción es meterles los dedos en los ojos. Si no reaccionan les dejan hundirse tranquilamente mientras les quitan las chapas de identificación. Pararían de hacer esto último, pronto, cuando es tal la cantidad de chapas que les dificulta los movimientos. El petróleo que tan mal se lo había hecho pasar la noche anterior se convierte en un aliado cuando hace las veces de crema protectora al ir subiendo el abrasador Sol, pero como no hay mal que por bien no venga, y viceversa, el reflejo que produce les daña los ojos de tal manera que algunos se queman las retinas por no hacer caso a las recomendaciones de ponerse trozos de tela sobre los párpados. La jornada transcurre y no hay noticias del rescate porque nadie sabe que haya a quien rescatar.
Los problemas empiezan a amontonarse con el paso de las horas y es sólo el primero de los cinco días. Los más jóvenes desoyen a los veteranos bebiendo agua de mar que, de tan cristalina en los lugares que no está cubierta de fuel oil, les parece imposible que no sea potable, y pueda aliviar la sed que como podemos imaginar después de todo lo vivido la noche anterior debía ser insoportable. Cuando empiezan a enfermar por docenas, el resto decide que esa noche han de formar círculos metiendo las manos en los chalecos de los compañeros como habían hecho la noche del hundimiento para que en el interior puedan descansar sin dejarse ir a la deriva los heridos e intoxicados. Esto además les permitirá dormir un poco al estar enganchados entre si y vigilar que nadie más incumpla las órdenes de no beber, que será tan estricta desde ese momento que, por la seguridad de todos, aquél que enferme a causa del agua salada será dejado a su suerte. Los hombres pasan esa noche preguntándose unos a otros qué diablos pasa con el rescate, recordando a los amigos que han perdido y manteniendo todavía cierta seguridad en sí mismos y en sus posibilidades; pero las cosas lejos de mejorar están a punto de agravarse de una las peores maneras posibles a la mañana siguiente.
El jaquetón de ley es un animal solitario, pero aquella acumulación de comida fácil no podía pasar desapercibida por mucho tiempo, así que en las primeras horas del segundo día las primeras aletas comienzan a dar círculos alrededor de los ‘cuadros de batalla’ de Quint y a nadar sinuosamente bajo los pies danzantes de los marineros. Aquí y allá van cerrando los círculos que son el indicio de que se dispone a atacar, y los hombres no pueden hacer otra cosa que gritar con la ingenua esperanza de asustarlos. Son ya cientos de lamias las que acechan a los náufragos, cuya mayor sensatez disponible consiste en rezar para no ser ellos los siguientes mientras se apiñan unos contra otros intentando parecer una pieza demasiado grande para morder. Los chillidos agónicos de los ‘elegidos’ por los tiburones y el crujir de los huesos entre las mandíbulas les restallan en la cabeza mientras sus camaradas son arrastrados fuera de los círculos por un marrajo al que pronto se unen tres o cuatro para destrozarles en frenesí alimenticio. Pronto la sangre mancha tanto o más que el petróleo que queda y en un espectáculo dantesco brazos y piernas desperdiciados por los tiburones flotan mansamente hacia el lugar del que los han sacado. La noche llega y los tiburones abandonan momentáneamente el escenario, pero como podemos esperar esto no trae la tranquilidad a nuestros muchachos. Los nervios están al límite tras dos días sin comer ni beber y la atrocidad que han tenido que contemplar. No saber si el mordisco de un bicho de más de 3 metros y 180 kilos que se mueve como una centella va clavarse en sus entrañas se une a la tercera noche en el mar, y aunque el Pacífico en esa latitud es un océano templado, también empieza a pasar factura el frío. Todo esto forma un cóctel que estalla en la oscuridad en forma de histeria colectiva y alucinaciones. La chispa salta cuando uno de los marineros empieza a chillar que un japonés le quiere matar y la emprende a golpes salvajes con su compañero. La mayoría pronto le siguen y el que no ve un japonés jura ver una isla justo enfrente a la que se dirige deshaciendo el círculo y gritando a los demás que le sigan. Otros no quieren quedarse atarás y ven la misma isla, con lo que muchos de los que ya no tienen espíritu para resistir se dejan ir en el mar negro. Las peleas continúan toda la noche entre los hombres fuera de sí y se cobran varios muertos que a la mañana siguiente flotan en el exterior de la ‘fortaleza’ acuática. Quizá fuesen esos muertos y los que se descarriaron del rebaño los que hacen que el previsto ataque de los jaquetones de la mañana siguiente fuese menos intenso que el del día anterior. Parece que las bestias se conforman con los cadáveres y se ceban con los solitarios, pero los círculos de defensa siguen soportando corridas de los tiburones para llevarse al abismo a no pocos de los que aguantan en los perímetros. Al final del tercer día no quedan más de 400 hombres vivos de los 880 que se lanzaron al mar. Agotados física y moralmente, la noche vuelve a cubrirles y esta vez no habrá peleas aunque se seguirán soltando los que ya no pueden más.
Jueves 2 de Agosto. El teniente Chuck Gwinn vuela a bordo de su Ventura en patrulla antisubmarina de rutina desde la isla de Palau, unas 300 millas al sur de donde se ha hundido el Indianapolis, cuando divisa una enorme mancha de aceite. Piensa que puede ser un submarino japonés dañado el que vaya soltando ese rastro y desciende hacia allá con la intención de soltar una carga de profundidad que termine el trabajo. Cuando el portón de bombas está abierto y la carga a punto de ser soltada descubre que en la mancha flota una multitud de hombres que bracean y patean para que se les vea mientras, un vez más, cientos de escualos nadan a su alrededor. “¿Pero quién coño es esa gente y qué hace ahí?” le comenta a su copiloto instantes antes de radiar a Palau: “Muchos hombres en el agua”. La Navy sigue cubriéndose de gloria y sin dar mucho crédito a su informe aún pasarán tres horas antes de que despachen un hidro Catalina de reconocimiento. Adrian Marks comanda el aparato y está llegando a la zona indicada; baja hasta los cien pies para lanzar botes salvavidas y víveres cuando su propia tripulación empieza a gritarle lo que está viendo: los tiburones se están comiendo vivos a los marineros que les piden ayuda desesperadamente. Marks tampoco tiene ni la menor idea de si esos hombres son americanos, ingleses o quizás hasta japoneses, pero la aterradora escena que está presenciando le obliga a asumir el riesgo de amerizar entre toda aquella locura de petróleo, gente histérica, sangre y animales con ganas de carne humana. No es un amerizaje sencillo, pero lo consigue para descubrir atónito entre los primeros hombres que se le acercan llorando que aquellos tipos ojerosos son lo que queda de la tripulación del USS Indianapolis. Se le ocurre que lo mejor que puede hacer es no volver a despegar y hacer de su Catalina una islita en la que la mayor cantidad de supervivientes puedan refugiarse del mar infestado de tiburones. 56 hombres logran subir a los flotadores fuselaje y alas del hidroavión mientras el resto está a punto de hacerlo zozobrar al intentar unirse a ellos. Mientras tanto Marks ya ha radiado el drama y el USS Cecil Doyle, que se encuentra en las inmediaciones, da señal de recibo dirigiéndose hacia sus coordenadas como alma que lleva el diablo.
Cuando llega sólo quedan 317 hombres. Más de medio millar habían sido devorados.
Cuatro días después, el Enola Gay arrojaba la primera bomba atómica sobre una población en la historia de la humanidad, la bomba que quizá dejó maldito aquel barco al llevarla en sus bodegas.
En las investigaciones que siguieron a la cadena de errores que había supuesto la ‘desaparición’ del Indianapolis, la marina no fue capaz de hacer acto de contrición y cargó toda la culpa en los hombros del capitán McVay, declarándole culpable de no haber navegado en zig-zag como mandan las ordenanzas y presentando así un buen blanco al I-58. Con esta simpleza e ignorando incluso el testimonio de Hashimoto, que declaró a favor de McVay explicando que el zigzadeo no habría cambiado nada, se limpiaban todas las responsabilidades por el hundimiento y los 5 días en los que todo un crucero que había sido el orgullo de la US Navy anduvo en paradero desconocido.
En 2001 el Secretario de la Armada Gordon England exoneró a McVay ante la avalancha de pruebas que los años habían acumulado sobre su correcto mando. Tristemente este ‘perdón’ llegó 30 años tarde para el capitán, que una fría mañana de otoño de 1968 salió al porche de su casa en Connecticut con el revolver de reglamento de la marina para acabar con su vida y con los recuerdos que, como a Quint, seguían atormentándole. Fue la última víctima del USS Indianápolis.
Brutal, buenísimo, muchas gracias.
Gracias por su relato.
Dios. Qué puta angustia! Asistir a cómo se zampan a 400 compis y q puedes ser el siguiente….
Entre japos kamikazes y tiburones….qué buen rollito el Uss indianápolis!
Buen artículo!
Pingback: En las fauces del destino: la odisea del USS Indianapolis
Fantástico. Qué bien narrado. He vuelto a los años de ‘Hazañas bélicas’. Gracias.
Increible, fantástico artículo.
Impresionante, buen relato y agonizante hundimiento.
Muy bueno, gracias.
Parece que me estoy convirtiendo en relaciones públicas de John Milius pero no estaría mal una mención en el susodicho artículo.
Muy buen artículo, pero tengo una duda respecto al título del apartado llamado «JUSTA RETRIBUCIÓN». Por alguna extraña razón, parece que el uso de la palabra RETRIBUCIÓN sea conforme al significado inglés del término: «Punishment inflicted as vengeance for a wrong or criminal act», en lugar de al uso castellano: «Recompensa o pago de algo.»
Little boy, la bomba lanzada sobre Nagasaki, estaba compuesta de plutonio. Por lo demás, me lo he pasado en grande y solo se consigue escribendo así
Muy buen artículo. Lo que quisiera saber es que especie de tiburón se comió a los gringos: Un Blanco? Un Mako o un Tigre? Aunque creo que las 3 especies participaron en el festín de los náufragos del buque maldito.
Fernando, tengo leido que fueron tiburones de puntas blancas,segun Cousteau los mas fieros.