“Nosotros creemos en las enseñanzas budistas. Hay personas ricas porque fueron generosas en una vida anterior. Lo que dieron se les devuelve en esta vida… Alá nos había dado algo a todos, de modo que era importante darle las gracias; en eso consistía aprobar Su examen… No sé por qué somos pobres. A lo mejor nos equivocamos en algún momento. Somos el tipo de personas que no están acostumbradas a mendigar, de modo que nos hallamos simplemente donde nos ha llevado el río de la vida. Creo en Dios. En consecuencia, creo en el destino… Probablemente los ricos saben usar el dinero… Alá hace lo correcto para nosotros. Todo el mundo puede trabajar. Todo el mundo puede encontrar trabajo si tenemos suerte de Alá… Los ricos quieren invertir y volverse cada vez más ricos, y los pobres son perezosos… Yo no soy pobre porque soy un borracho. ¡Tengo dinero suficiente para emborracharme!… Vivo a la intemperie y, una vez que duermes fuera, nadie te conocerá y estás atascado. No puedo salir de la pobreza…”
Detrás de estas declaraciones hay ciudadanos tailandeses, afganos, rusos, chinos o japoneses, y a todos ellos une lo que cualquier occidental conoce como pobreza extrema, los peores estragos de un sistema económico tremendamente injusto, la globalización y los regímenes orientales, así hablemos de la URSS como de confesiones religiosas. Conceder crédito a las palabras de estos ciudadanos implica aceptar un cierto e incómodo grado de relativismo de valores; negarlas, en cambio, infiere una superioridad moral igualmente desagradable. Y es en este cul de sac donde se encuentra precisamente la provocación con la que se construye Los pobres (Debate), donde William T. Vollmann reúne una serie de entrevistas cuyo génesis se encuentra en la pregunta: «¿Por qué eres pobre?», alejándose así de cualquier análisis macroeconómico para indagar en un problema que él plantea de índole cultural.
Pese a que el periodista no negará que las explicaciones de estos ciudadanos podrían pasar por una actualización de la imagen del niño que erróneamente se afirma como responsable del divorcio de sus padres, su principal caballo de batalla acerca de la pobreza será precisamente la noción de falsa conciencia, definida por él como acusación presentada contra las percepciones y experiencias de otros siempre que deseamos afirmar que sabemos lo que les conviene mejor a ellos. A lo cual habría que sumar el hecho de que esta falsa conciencia marxista «ha sido adoptada por entrometidos de todas las épocas, desde los misioneros jesuitas que partieron a salvar a los iroqueses de la condena, por mucho que los iroqueses no quisieran ser salvados, hasta el legislador estadounidense que manda a sus conciudadanos a la cárcel para protegerlos de hacerse daño fumando cigarrillos de marihuana.»
No cabe duda de que es la resignación y la preocupante lógica con que los entrevistados de Vollmann asumen su situación lo más desconcertante de esta colección de crónicas. Recordemos que en la época en que el terrorismo internacional apareció como una de las principales amenazas de nuestro siglo, no pocos fueron los pensadores que reaccionaron con idearios que legitimaban la acción armada. Enzensberger diseccionó los rasgos del perdedor radical, Günter Rohrmoser afirmó que los terroristas desean transformar las condiciones existentes y una ruptura total y radical con todo, y para John Gray, Al Qaeda compartiría con el comunismo y el nazismo, los neoliberales y los marxistas, su concepción moderna del presente en relación a la historia «como preludio de un mundo nuevo.» Pero los entrevistados de Vollmann no consideran injusta su situación; tampoco creen en ningún sistema mejor que el suyo (al revés, para ellos ya son perfectamente coherentes sus condiciones), ni tampoco residen en un contexto que les permita considerarse perdedores radicales, pues para ellos la pobreza es la norma y no la desviación, confirmando así aquella sentencia de Tolstoi por la cual «no hay condiciones de vida a las que un hombre no pueda acostumbrarse, especialmente si ve que a su alrededor todos las aceptan». He aquí la diferencia entre la pobreza indignada, violenta o no, de los países occidentales, y la pobreza pasiva del Sur, donde nadie sabe lo que ser rico significa.
Vollmann acepta cómo cada cual goza (o debería hacerlo) de una cierta libertad para elegir la naturaleza del capital que desea acumular, y en qué cantidades. “Es posible que no sea tan culto como desearía; de todos modos, estoy más o menos satisfecho con mi vida. Ese mendigo de delante tiene comida, sueño y una hembra, pero es analfabeto. ¿Cuánta educación «necesita»? ¿Por qué no responder «tanta como tengo yo»? ¿Por qué no incluso «tanta como me gustaría tener a mí»?” Y en ese caso, ¿por qué el periodista cierra su libro con una batería de propuestas con que mejorar las condiciones de sus aparentemente satisfechos entrevistados? Sencillamente, porque acabar con la pobreza plantea hoy un desafío tan importante como abolir la esclavitud. Si el estado nos protege de la esclavitud, e impide tal práctica incluso aún deseándola nosotros por voluntad propia, entonces igual debería suceder con la pobreza. Aunque, por desgracia, y como Vollmann recuerda, nada nos puede hacer pensar que la esclavitud haya sido erradicada.
El libro de referencia de la nueva autoayuda «new-age», «El secreto», o si quieres la teoría de la Ley de la Atracción se basa en eso: tienes lo que te mereces. Lo disfrazan de lo contrario, es decir, «si quieres algo lo puedes conseguir» pero en el fondo es la legitimación de cualquier desgracia o injusticia: todo es karma. Si no eres rico es porque no has atraído la riqueza, si no eres feliz es porque no has atraído la felicidad, si estás enfermo es porque has atraído la enfermedad. Es decir, todo es culpa tuya, nihil est sine ratione. Un saludo!
Me gusta que reflexiones sobre la pobreza y sus causas, una cuestión que normalmente se tapa porque desagrada. Desde hace milenios el poder ha inventado doctrinas para que el pobre no reclame, Cristo dijo: «Bienaventurados los pobres» y por lo que veo Buda y Alá también apoyan la teoría. Ahora que en occidente impera el descreímiento y la gente incluso sabe leer, nos bombardean con El Secreto y demás autoayudas para seguir convenciéndonos de lo mismo, como bien dice Guille arriba.
¿Y no es cierto que tenemos mucho más control sobre lo que nos pasa de lo que pensamos? ¿Que, ya no en este tema sino en general, es mucho más fácil echar la culpa a los demás?
Que conste que no me parece que la situación de cada persona sea únicamente responsabilidad suya, pero es una responsabilidad compartida