Una de las mayores tragedias del otoño, con la caída de las hojas, es la progresiva ocultación de los ombligos, que obliga a los onfalófilos fervientes, acostumbrados a la abundancia estival, a depender de la búsqueda y del esfuerzo personal, como los recolectores de setas.
Hace tan solo cinco siglos el ombligo era un problema candente, en particular para teólogos y pintores. Si ni Eva ni Adán habían nacido de mujer, no había motivo para que existiesen restos de su cordón umbilical, es decir para que tuviesen ombligos. Pero, si carecían de ellos, ¿no eran imperfectos como seres humanos? ¿Y acaso podía Dios crear algo imperfecto? ¿No parecía más sensato suponer que había adornado a sus prototipos con todos los atributos de la preexistencia, es decir que había dotado a Adán y Eva de unos ombligos meramente decorativos, evocadores de una función que nunca habían tenido?
La idea era tentadora pero arriesgada, porque sugería un Dios casi humano, preocupado por la opinión de sus criaturas y por el mantenimiento de las apariencias. Por defender teorías semejantes, muchos habían acabado sus días en la hoguera. Además, ¿podía creerse seriamente en alguien que se tomaba la molestia de colocar ombligos de pega, solo para homologar a la población?
Mientras los teólogos disputaban, los pintores procuraban no comprometerse. Aumentaban el tamaño de las hojas de parra para ocultar al mismo tiempo las partes genitales y los ombligos de Adán y Eva, o les añadían un sarmiento que cubría el lugar donde, caso de existir, debían ubicarse las improntas umbilicales. En ocasiones, el sarmiento adoptaba involuntariamente una forma o una posición de reminiscencias fálicas, lo que en vez de disimular los atributos los subrayaba.
Otros pintores escondían el ombligo de Eva gracias a sus larguísimos cabellos, y se quedaban mirando el de Adán sin saber si debían omitirlo del todo o pintarlo como una levísima sombra que, ante el acoso de la Inquisición, pudiera tomarse por un excremento de mosca o un desliz casual del pincel. Como para compensar la mojigatería de otros, Miguel Ángel pintó a Adán con ombligo, quizá porque estaba en estrecho contacto con el pontífice y se sentía a salvo de cualquier interpretación equívoca.
A mediados del siglo XVII, una cuestión tan trascendental seguía sin resolverse. «La atribución a Adán», escribió sir Thomas Browne en su altamente divertida Pseudodoxia Epidemica (1646), «de esa tortuosidad o complicada nudosidad que solemos llamar ombligo, es un error espantoso, del que se infiere que el Creador cometió actos superfluos o partes ordenadas sin uso ni oficio»(1). En opinión de Browne, no había que confundir las primeras acciones de Dios con las siguientes, perpetradas por la naturaleza. Adán y Eva carecían de ombligos porque carecían de padres, pero en ellos estaba el germen de todos los ombligos posibles.
Pintarlos con ombligos, simplemente porque los demás seres humanos nacían con ellos, era tan absurdo como pintarlos sin dientes, argumentando que los demás humanos carecían de ellos al nacer.
Algún crítico de Browne sugirió que, si era absurdo proveer a Adán de un ombligo, también podía serlo proveerle de genitales. Puesto que en el momento de su creación aún no existía el sexo femenino, ¿qué utilidad tenían el pene y los testículos primigenios?
Sofistas más sutiles argumentaron que Dios podía haber creado a Adán y a Eva con ombligos precisamente para poner a prueba la fe de los hombres, y darles a elegir entre ser razonables o devotos.
Los defensores de la literalidad de la Biblia aplicaron la hipótesis a la totalidad del planeta, y postularon que Dios había creado también los estratos geológicos y los fósiles para ofrecer un pasado sensato y armonioso, aunque ilusorio.
Basándose en estas ingeniosas premisas, el naturalista británico Philip Henry Gosse publicó en 1857 su monumental libro Omphalos –ombligo en griego–, cuyo subtítulo es Tentativa de desatar el nudo geológico. En dicho libro, Gosse sostenía que tanto los ombligos de Adán y Eva como los estratos fosilíferos eran una muestra de la creatividad y el ingenio de Dios, que había puesto ombligos donde no había existido el cordón umbilical y fósiles donde no habían existido los animales prehistóricos. Como Jorge Luis Borges resume con notable eficacia en el ensayo de Otras inquisiciones que dedicó al tema,: «Perduran esqueletos de gliptodonte en la cañada de Luján, pero jamás hubo gliptodontes»(2).
Gosse, que esperaba mucho de su libro, en el que había trabajado media vida, con la vana esperanza de conciliar religión y ciencia, nunca consiguió reponerse de la pobre acogida que tuvo la aparición de Omphalos. Los teólogos rechazaron la imagen de un Dios fraudulento, los científicos reaccionaron con indiferencia ante una teoría imposible de comprobar, en la que los fósiles tendrían el mismo aspecto tanto si habían sido creados tal cual como si eran producto de una larga historia, y el común de los lectores se partió de risa.
En el extremo opuesto de Gosse, cuyo amor por los ombligos le llevó al descrédito y a la desesperación, está William Hays, censor del cine norteamericano y autor del tristemente célebre Código del pudor, considerado por muchos como el mayor onfalófobo de la historia. Hays prohibió que se mostraran ombligos en las películas y fue inflexible ante las artimañas de los productores, partidarios de cubrirlos con simples velos.
Valga de ejemplo el contencioso que la actriz Jane Collins mantuvo durante el rodaje de Tierra de Faraones (1955), de Howard Hawks. Como se le había prohibido mostrar su ombligo, Collins, que encarnaba a la princesa Nellifer, segunda esposa del faraón Khufu, se las ingenió para enjoyarlo con un rubí, estratagema que acalló a los censores al tiempo que encandilaba a los espectadores de medio mundo.
La dictadura cinematográfica de Hays tuvo un final jocoso cuando su mujer solicitó el divorcio por prácticas antinaturales, e hizo esta pudorosa declaración ante los jueces: «Mi marido confunde el ombligo de Venus con la flor más pura de la procreación». Con lo que se puso en evidencia algo que ya se sospechaba: que para la mente de Hays el ombligo tenía más implicaciones que para la mayoría de los mortales, y funcionaba, por proximidad o por semejanza, como una suerte de segunda vulva.
Lo que inevitablemente trae a la memoria el recuerdo de aquellas parejas que, durante el franquismo, acudían al ginecólogo para resolver su aparente esterilidad y eran informadas de que la concepción no acontecía en el ombligo. Y es que, empeñada en la persecución del bikini, la onfalofobia del régimen contribuía a que el ombligo gozase de una inmerecida reputación genésica.
Dicen los boloñeses que, cuando Bolonia aún se llamaba Félsina, la diosa Venus pasó por el lugar y, para demostrar el aprecio que sentía por los lugareños, permitió que tomaran las medidas de su ombligo, que era el más perfecto del mundo, y las copiasen a la hora de configurar su especialidad culinaria más reputada, los tortellini en forma de anillo. Así que cuando comemos un plato de tortellini es como si nos diéramos un atracón de ombligos ideales.
En 1820, una singular mutación en el naranjal de un monasterio brasileño hizo que en la base de algunos frutos se desarrollase una segunda naranja, pequeña y atrofiada, con aspecto de ombligo. Ese fue el origen de la naranja conocida comercialmente como navel, es decir ombligo en inglés. De esa variedad han derivado otras, como la navelina, híbrido de corteza fácil de pelar, y la navelate, o navel tardía.
Abundan las referencias literarias al ombligo, desde ese versículo del Cantar de los Cantares, que es un poco el lema onfalófilo por excelencia: «Tu ombligo es como un cáliz redondo al que nunca le falta licor», hasta la discreta referencia a Eva en el Ulises de Joyce: «Eva, desnuda Eva. No tenía ombligo», pasando por el extático elogio de Max Aub en Yo vivo: «¡Oh, muslos suaves, y la blanca dorada superficie lunar del vientre, con la enroscada curva del ombligo!» y los versos del ultraísta Juan Chabás:
«Lo más hermoso es tu ombligo,
arrecife del deseo,
perla hundida donde veo
mucho más de lo que digo.»
Una de mis ilusiones recurrentes es componer un libro exhaustivo y sensual sobre los ombligos. Por desgracia, hasta ahora no he encontrado a un editor suficientemente osado o entusiasta.
Sí he publicado, en cambio, un cuento erótico, El coleccionista de ombligos, cuyo protagonista, onfalófilo recalcitrante, se interroga sobre las causas de la valoración más bien escasa del ombligo en el arte, en la historia, en la configuración del deseo, y se consuela pensando en las mujeres de la India, con sus saris de cintura baja, y en las jóvenes occidentales que desde hace pocos años han vuelto a desnudar la cintura en las calles, al tiempo que adoptan la moda del ombligo alhajado, perforado por aros o botones metálicos que lo enriquecen con brillos ilusorios, en detrimento de su clásica sencillez.
Otra de las distracciones del protagonista de mi cuento consiste en repasar y ordenar su colección de fotografías de ombligos, recortes de revistas e imágenes extraídas de Internet, donde abundan las páginas alusivas y hay incluso un juego, Guess the navel, que trata de identificar a las celebridades por sus ombligos. Tarea ímproba, porque cada impronta umbilical tiene su propio carácter y rara vez concuerda con el rostro de su poseedor.
O bien compone, en el transcurso de un verano incendiario, una lúbrica y prolija Historia del ombligo, donde recorre algunos hitos: el ombligo de corte horizontal, como un surco, de la egipcia Nefertiti; el orificio hondo y profundo de la Venus de Milo, a medio camino entre los senos y el pubis; el cáliz redondo de la Andrómeda de Rubens, centro gravitatorio de un vientre opulento; el ombligo menudo, como una huella dactilar temerosa, de la cantante Cher y el afamado grano de café de la actriz Raquel Welch, que para algunos constituye la perfección onfálica, con su anillo umbilical por arriba, su hendidura vertical en el interior y por abajo una leve depresión que desciende con suavidad hacia el vientre.
El protagonista de mi cuento se convierte en un adorador umbilical a los doce años, la noche en que, en la pantalla de una terraza al aire libre que se ve desde su dormitorio, contempla a una Anita Ekberg de proporciones gigantescas en el papel de Salma la bayadera, bailando una danza del vientre memorable por sus movimientos cadenciosos, sus azules velos transparentes y sus ajorcas tintineantes:
»Durante una semana entera asistí a la proyección de la película Zarak, de Terence Young, rogando que nunca la quitaran e intentando acompasar los movimientos de mi mano inexperta con las monumentales caderas de Ekberg. Júbilo de la belleza cinematográfica gozada en la levedad de una noche estival; desnudez radiante de la carne que se yergue y palpita ante los encantos de un ombligo ornamentado con una piedra azul enmarcada de plata, imagen que ha atravesado los años y ahora vuelve y permanece aquí.»
Pero si me preguntaran por el ombligo cinematográfico que más añoro no mencionaría el de Anita Ekberg en Zarak, que tanto encandiló al protagonista de mi cuento, con ser glorioso, sino el de Debra Paget, que en El tigre de Esnapur y La tumba india, obras perdurables de Fritz Lang, encarnaba a la sacerdotisa Sheeta y bailaba ante la estatua de una diosa altiva las dos danzas más sensuales que haya trenzado jamás ser alguno.
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(1) Thomas Browne. Sobre errores vulgares (Pseudodoxia epidemica). Ediciones Siruela, 1994.
(2) Jorge Luis Borges. La creación y P. H. Gosse. Ensayo incluido en Otras inquisiciones. Emecé Ediciones, S. A., 1960.
(3) Vicente Muñoz Puelles. El coleccionista de ombligos. Cuento antologado en Cuentos eróticos de verano. VV. AA. Tusquets editores, 2002.
Placer reservado.
Espectacular artículo. Muchas felicidades.
Una pequeña corrección: la actriz es Joan Collins y no Jane.
Por lo demás, excelente pieza.
Una vez leí que «El Cantar de los cantares» dice ‘Shor’, derivado del aramaeo «lugar secreto», y al hacer la traducción fueron los ingleses los que colocaron «ombligo» para evitar esa opción.
De hecho el propio fragmento del Cantar, alaba a la mujer empezando por los pies y subiendo, de ahí que parezca más lógico que se esté refiriendo a otra cosa.
Por otra parte (según lo veo) es igual de bonito sea cual sea la traducción, así que bienvenido sea el ombligo.
Interesante y divertido artículo. Y gracias a él también he leído tu cuento, el Coleccionista de Ombligos. Genial. Desde una onfalófala irredenta, y a cambio del buen rato que he pasado leyendo artículo y relato, te regalo un micro que escribí sobre la onfalofilia. Espero que te guste.
CAZA MAYOR
Cada tarde Sebastián salía con su cámara a recorrer las aceras, los parques y las terrazas de verano. En cada click un tesoro. En cada esquina, un arrebato de pasión le transportaba. Luego, ya en casa, empapelaba las paredes del cuarto oscuro con aquellas imágenes que le hacían estremecer.
Llegado Octubre, el frío se había apoderado de la ciudad y había escondido sus tesoros. Entonces él se encerraba en el cuarto oscuro. Aunque se lo había repetido hasta la saciedad a la nueva asistenta, en esa habitación no se limpia, está cerrada con llave y así debe seguir, una mañana en que se la dejó abierta, la eficiente Gladis le había quitado el polvo a todos los ombligos de la pared, y ya nunca pudo saber cuales habían sido suyos. Tendría que esperar otro verano.
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‘Adán y Eva carecían de ombligos porque carecían de padres, pero en ellos estaba el germen de todos los ombligos posibles.’
Qué bonita es esta frase. Y sugiero para una posible segunda parte del articulo un aparte sobre piercings en los ombligos, más allá de la joya de la princesa Nelifer.
Estoy alucinando. Uno navega y navega entre mediocridad y mediogridad, pero de pronto aparece algo como jotdown y lo dicho, alucino. Excelentes artículos, opiniones más excelentes todavía. Creo que me quedaré por aquí. Salud !!!.
Simplemente espectacular. Estoy impresionada con el descubrimiento de este blog. Casa post que leo supera las expectativas.
Me da a mi que el seguimiento va a ser completo.
Yo estaba leyendo tu cuento en : «Cuentos eróticos de verano» y la palabra Onfalófilo me causo curiosidad ; entre a la web y encontre tu nombre antes que el significado de la palabra, muy buen artículo y gracias por brindarnos tal información que para algunos no las conociamos y para otros es una pasión-fetiche
Pingback: Uff, qué resaca | Mediavelada
Estoy descubriendo que se sabe mil sobre la historia del cordón umbilical, pero no de los ombligos. Me interesa investigarlo. Hace cuánto se «anuda» como ahora? Cómo eran los ombligos en la prehistoria? Y en la edad antigua? Si cada lugar tenia sus maneras de parir… Influía esto en la «forma» en la que quedaban los ombligos?