El Tranvía Azul siempre ha estado marcado por la distinción; primero por ser azul (a pesar de que hasta 1945 fue verde pálido), más tarde por el mero hecho de ser tranvía y finalmente por ser un tranvía centenario y de madera. Y, en todo caso, por recorrer la Avenida del Tibidabo.
Los tranvías dejaron de circular por Barcelona un ominoso día de marzo de 1971, cuando las líneas 51 y 49, las últimas supervivientes de la compañía municipal de tranvías, sucumbieron a la barbarie desarrollista; fueron entonces sustituidos por los apestosos autobuses cuya supuesta modernidad y eficiencia habían sido jaleadas a lo largo de sostenidas, tendenciosas y sonrojantes campañas de prensa que de manera sesgada incidían en la obsolescencia, peligrosidad e inviabilidad económica de los tranvías. Fueron hasta tal punto intensas tales campañas que el viaje de despedida de estas últimas líneas culminó en una orgía de vandalismo —obviamente tolerado, si no inducido, por las autoridades— en la que quedaron arrasados varios vehículos dejados a merced de los que podemos suponer profetas primigenios del paletismo automovilístico, que con ese acto de barbarie inauguraban lo que iba a ser una década de estrechamiento de aceras, destrucción de paseos y bulevares y construcción de pasos subterráneos y elevados para peatones; intervenciones urbanísticas destinadas todas ellas a complacer y anestesiar a la nueva masa de propietarios de utilitarios que, embrutecidos e infatuados, ofrecían en sacrificio a las nuevas autopistas urbanas todo vestigio de calidad de vida a cambio de pasear cómodamente por las calles su espejismo de pertenencia a una supuesta nueva clase media.
Este fue el momento en que el Tranvía Azul pasó a significarse no por su color (los desaparecidos tranvías municipales habían sido rojos primero, verdes más tarde), sino por el mero hecho de existir; al ser propiedad de la compañía dueña del parque de atracciones del Tibidabo quedó, cual fósil viviente, al margen de la extinción de su especie.
La Avenida del Tibidabo es el más vistoso vestigio de un notable proyecto de la burguesía barcelonesa de finales del siglo XIX: la urbanización del monte Tibidabo como ciudad jardín de veraneo emprendida por el doctor Salvador Andreu, famoso por sus pastillas para la garganta; la avenida y sus alrededores son todavía hoy un espacio singular que destaca con luz propia en una ciudad tan densa. El tranvía era una pieza más del mecano que convertiría la montaña en un paraje natural semicivilizado, un ecosistema ni urbano ni salvaje, una tierra baldía de lujo y creadora de su propia mitología. Un parque de atracciones y un templo expiatorio en la cumbre, tranvías y funiculares para alcanzarlos, un tren diminuto que circulaba por el imposible túnel de una mina de agua para llegar a otro parque de atracciones junto a un sombrío pantano, un espectacular casino, un observatorio astronómico especializado en cazar asteroides y decenas de fuentes a las que acudir en busca del locus amoenus en el que celebrar el picnic dominical conformaban un asombroso jardín alternativo a la ciudad humeante e industrializada que se desparramaba a sus pies.
Hoy la maleza cubre las ruinas del casino, la mayoría de las fuentes son inencontrables porque las ha engullido la vegetación que también ha borrado los caminos, en el pantano sólo se escuchan las ranas que vigilan la reja del túnel inutilizado y las mansiones de la Avenida del Tibidabo son, en su mayoría, sedes de empresas, clínicas o escuelas; pero el tranvía sigue subiendo puntual, ahora convertido en un fenómeno de feria para turistas, y evoca, con su chirrido y su traqueteo, esa época en la que la capacidad de estupefacción de los barceloneses parecía no tener límite.
La Avenida Diagonal, que cruza toda Barcelona, es el eje principal de otro proyecto urbanístico de la burguesía ilustrada del siglo XIX: el ensanche de Ildefons Cerdà, parcialmente fallido probablemente por el contrapeso de la burguesía menos ilustrada y de mayor voracidad especuladora. En realidad, el trazado de la Diagonal no se completó hasta los años noventa, cuando el tramo más cercano al mar se abrió camino a través de zonas fabriles obsoletas, solares abandonados y tierras de nadie. A sus lados quedaron espacios vacíos, barrios hasta entonces considerados el culo del mundo y edificios degradados pendientes de derribo, una tremenda desolación de enfermiza fotogenia. Con los años se fueron cosiendo las heridas urbanísticas, se construyeron edificios tan llamativos como la torre Agbar y la avenida adquirió fotogenia de postal turística.
Tuvieron que pasar 33 años para que se volvieran a ver tranvías circulando por Barcelona más allá de la Avenida del Tibidabo. Fueron avistados en la primavera de 2004 circulando precisamente por los dos extremos de la Diagonal; aunque recibidos hostilmente en el extremo ya consolidado, el más burgués, se los acogió con cariño por el lado mar, donde colaboraban en la construcción de un paisaje nuevo. A partir de entonces han ido aumentando en número y trayectos, aunque de ninguna manera alcanzan a cubrir toda la ciudad como en su momento de gloria. Son verdes y blancos, y cuando salen de Barcelona por la Diagonal se adentran en municipios vecinos, tierra ignota para los barceloneses más castizos. Una de las líneas llega hasta la Villa Olímpica tras bordear la tapia del zoológico por la calle Wellington; es aquí donde, por unos segundos, estos nuevos tranvías compiten con el Tranvía Azul como vehículos de una ciudad irreal. Pero no chirrían igual, ni son de madera, ni traquetean. Las carrozas del nebuloso recuerdo infantil han vuelto convertidas en gordas y lustrosas calabazas.
Guillem Martínez, en su La Barcelona Rebelde, dice que tres reformas urbanísticas en Barcelona equivalen a 2453 (me invento la cifra, pero es así de burra) bombardeos de Dresde.
Barcelona, si no fuera por la voracidad especuladora de las 200 familias de siempre, sería una ciudad de una belleza sthendaliana.
Añoro por igual esa ciudad que no existe y salir a cortar algunas cabezas.
Genial el artículo, sr.Worst. Me ha encantado.
Mientras os quede en pie La Sagrada Familia no hay de qué lamentarse…
Y sí, lo más bonito de la calle Wellington es su suelo y lo más feo, moderno e impersonal lo que circula por encima. Mientras no os metan minibuses por el Gótico os podéis seguir cargando el resto que los turistas no dejaran de acudir en masa y a mí plim.
P.S: Viva el Pene luminoso de Barcelona.
Lo mejor del Tram, fue que no se pusieron serios con el tema de lo billetes hasta mas o menos 2009, muchos universitarios disfrutaron de ir y venir gratuito de la facultad durante unos 5 añitos, claro que por entonces la multa por colarse era como de 40€ y no como los 100€ actuales…