Hace unos veinte años, al visitar la catedral de Palencia, me sucedió algo relacionado con una piedra, que me ha venido a la memoria, ya verán por qué. Mi comportamiento, por omisión, no fue muy cívico, y desde entonces me atormenta. Ha llegado la hora de confesar.
En aquella época un joven explicaba, de manera entre mecánica y limítrofe, las joyas de la catedral palentina. Por allí pululaba una punta de niños de edad variada, cabestreada por sus progenitores. El padre estaba visiblemente preocupado por “hacer” cosas culturales con los hijos, así que, cuando nos sentaron frente al retablo y el joven autómata mencionó las palabras “uno de los mejores retablos barrocos”, el padre decidió disciplinar a uno de los hijos, el más pequeño y demoníaco, arreándole un bofetón sobre la marcha y espetándole un “siéntate y estate quieto que éste es el mejor retablo barroco que vas a ver en tu vida”. No sé si el buen hombre habría utilizado una técnica tan radical de haber sabido que el retablo es renacentista, pero —eran otros tiempos— todos le agradecimos la administración del calmante. El niño, que no demostró sorpresa alguna, se sentó, y recibimos una detallada información sobre las calles del barroco retablo que recuerdo con exactitud, pero que ahora no repetiré por falta de espacio en los márgenes de este artículo.
Luego nos introdujeron en la Cripta de San Antolín, que se encuentra precisamente bajo la catedral. Las explicaciones sobre el lugar resultaron notablemente confusas, pero nos quedó claro que aquello era antiguo, valioso y visigótico, y que los forrados de Palencia, cada 2 de septiembre, daban dinero por el privilegio de sacar agua de un pozo muy antiguo y milagrero, situado en el centro de la cripta. Todos miramos con admiración el pequeño pozo, haciendo cuentas de cuántas manos se habrían apoyado sobre sus bordes, pulidos por el trajín de milenios. Después el guía nos llamó la atención sobre los desgastados capiteles de la antigua iglesia, pero el mundo de los órdenes arquitectónicos, sólo lejanamente relacionado con el del retablo barroco español, no interesaba demasiado al pequeñuelo, al que, además, se le habían pasado los efectos de la disciplina paterna. Así que se retrasó y comenzó a subirse al pozo. El padre, al darse cuenta de que su hijo estaba a punto de convertirse en una ofrenda a San Antolín, tiró bruscamente del niño y, con él, arrancó un pedazo del brocal. Inmediatamente miró alrededor y, pensando que nadie le había visto, se guardó la piedra en un bolsillo. Mi primera idea fue denunciarle ante todos, pero luego me dio lástima. No sé qué valor podía tener esa piedra de pocos centímetros, pero imaginar las consecuencias del rigor local sobre el pobre hombre, que sólo quería que sus hijos viesen el mejor retablo barroco que pudiera poner al alcance de sus ojos, me hizo desistir. Además, tenía castigo para rato con semejante azote.
Imagino que allí, en el brocal del pozo de San Antolín, seguirá el hueco del que saltó la piedra, pero no sé si alguien se habrá dado cuenta en estos años, casi veinte. Y es que no cuidamos mucho, mea culpa, nuestras piedras.
Esto me vino a la memoria al encontrarme, hace unos días, con un artículo sobre la cornerstone de la famosa Catedral de San Patricio. No sabía que llamasen así los anglos a lo que aquí conocemos como primera piedra o, también, como eso que coloca un representante elegido democráticamente mientras sonríe porque no le cuesta un duro de su bolsillo. En cualquier caso, la historia de la piedra labrada por un tipo con nombre de héroe que participa en la batalla de los bueyes de algo, llamado Cormack McCall, tiene su gracia: la piedra de la esquina, la que sirve para ser vista por todo el mundo, desapareció y está esperando, supongo, a que algún guionista la incluya en una peli con tesoros templarios.
Que una piedra, aunque sea la cornerstone de San Patricio dé para todo un articulazo en el New York Times, nos dice alguna cosa acerca de lo importante que es la tradición para los norteamericanos. Hay quien dice que esa afición a etiquetar todo y ponerlo en cajitas es producto de su (supuestamente) escaso patrimonio monumental y cultural. Habrán oído ustedes comentar eso de “con la iglesia que tenemos aquí, en nuestro pueblo, los americanos harían un museo, pero es que, claro, allí no tienen más que cosas modernas”. Yo creo que no es esa la razón. Al menos ahora. No les veo muy preocupados por la poca antigüedad de sus tesoros artísticos autóctonos. No más que al hombre de antes, al de la cita, cuando el romano de Roma le recuerda que, para viejo, el Foro.
Lo del patrimonio es un asunto de dinero y de interés, y los useños tienen una cantidad suficiente de uno y de otro. Podríamos pensar que les ha ocurrido como a los romanos que volvían con carretas cargadas de tesoros griegos, pero el caso es que no hay ningún Horatius, nacido libre, que haya dicho algo parecido al Graecia capta ferum victorem cepit. Ésa es la diferencia: son tan Grecia, o Roma, o lo que sea, como cualquiera. Y total, incluso los malpensados habrán de reconocer el avance que supone que, en vez de hacer copias del busto de Sócrates, sus odiados nuevos ricos hayan comprado las ruinas de los claustros, numerando las piedras —otra vez las piedras— una a una, y reconstruyendo esas mismas ruinas, eso sí, con vistas al río Hudson. Menos mal que hay quien salva algunas cosas, dirán esos nuevos ricos (con los pérfidos ingleses asintiendo y mirando de soslayo su cachito del friso del Partenón). Por desgracia, las pruebas parecen darles la razón, considerando el estado de, por ejemplo, el Castillo de Montalbán.
¿Estaría más a salvo el pozo de San Antolín en el centro de un museo en Wichita Falls? As Wichita falls… so falls Wichita Falls, pero yo no estaría tan seguro.