Zarpaba solo al amanecer más bello del mundo, con una mochila sucia, el estómago como una lavadora vacía, una acreditación falsa y el ánimo a ras de suelo. En mi cinturón mágico guardaba trescientos y pico euros y como quiera que en el este de Congo no hay cajeros, pero sí una economía histérica y muchos sobornos cotidianos e imprescindibles, es como decir que viajaba sin blanca. Al llegar al puerto de Bukavu, a orillas del lago Kivu, con el sol de mediodía taladrando coronillas, me di cuenta de que, una vez más, nadie me esperaba en el muelle. Era un imposible pues yo no había anunciado mi llegada, pero estar solo en el mundo es algo que siempre me sobrecoge.
Salí a la calle por entre los porteadores, las familias y los niños del muelle y me dejé llevar como un corderito hacia el taxi por el primer chófer que me abordó. Le di la dirección en mi penoso francés, bajé la ventanilla y volví a preguntarme muy seriamente qué coño hacía yo allí, en Bukavu, en una ciudad como de pesadilla de rico, con sus mansiones colgadas sobre el lago y sus calles carcomidas por el tráfico de camiones con tropas, minerales y vidas. La Mónaco del otro lado del espejo.
En la puerta de la casa de Médicos Sin Fronteras di un nombre y la fortaleza se abrió. Un par de todoterrenos aparcados en el patio de hormigón donde me recibió una mujer joven —he olvidado cómo se llamaba y todos los demás nombres de esta historia—, una compañera de unos amigos míos de Kampala, también médicos, que me habían dado su contacto por si las moscas. Le conté mi situación y me dijo que podía quedarme con ellos unos días con la condición de no andar contándolo por ahí, en un blog o lo que fuera que estuviera haciendo con mi vida. Le dije que sí, que no se preocupara, que, de todas formas, nadie me leía.
En el salón me presentó al resto del equipo, gentes de varios países viviendo en la casa grande, en un régimen de convento de clausura, con sus tensiones soterradas y sus problemas de generadores, vacunas y llamadas de skype a la familia o novios lejanos que se cortaban siempre en el momento más inoportuno. Por orden de la empresa, no podían poner el pie en la calle y sus movimientos dependían de un intrincado sistema de walkie-talkies y los dos todoterrenos de arriba a abajo todo el día. De entre los habitantes de la casa destacaba un tipo de unos cuarenta y largos, perfectamente afeitado y peinado, vestido como si saliera de una tienda de mocasines de la calle Serrano y ajeno al trajín del lugar. Cuando hablaba lo hacía con autoridad y en las tres palabras que cruzó conmigo antes de comer fue un poco cortante. Era uno de los fundadores de MSF España o eso me dijo y estaba allí unos días para evaluar la labor de la jefa de la misión, una francesa (luego me contó que, en realidad, estaba allí para cargársela y ponerle un billete de ida en la mano). Un cabrón que va al centro de las cosas, pensé. Me gustó al instante.
Por la noche estaba invitado junto al resto a una barbacoa en casa de unos médicos italianos o alemanes, no recuerdo bien o quizás esté anotado en una libreta que he perdido. El cabrón elegante —Javier creo que se llamaba— me dijo que como éramos los únicos que no teníamos nada que hacer, nos fuéramos a hacer tiempo a una terraza con vistas al Kivu. Subidos al todoterreno, pasamos frente al cuartel de las Naciones Unidas y me contó cuatro cosas de la misión de cascos azules que me dejaron helado y que, al mismo tiempo, me sonaron a viejas.
La terraza estaba en una colina y transportada en helicóptero a Barcelona o Los Ángeles se hubiera convertido en el lugar de moda. La lumbre en la chimenea para reforzar el fantasma africano omnipresente del safari, blancos disfrazados de Robert Redford, el diseño de interior de líneas rectas y pintura nueva, los camareros locales de punta en blanco y los butacones encarados a un sol que se derretía en la marmita del Kivu. Javier pidió dos cervezas Tembo, la mejor africana, según él, hecha en Congo. Empezamos hablando de mí, del viaje y de los motivos, pero luego pasó a hablar de su vida y sus batallitas, algo que, secretamente, llevaba un rato esperando.
Me dijo que había estado en Ruanda en el 94 y que, en otra ocasión, a tumba abierta en un todoterreno por las arenas que separan Marruecos y Argelia, con un escuadrón de helicópteros marroquíes volando bajo a su alrededor para cazar a chavales negros y perdidos y sedientos que días antes habían tratado de saltar la maldita valla, había tenido al teléfono satélite a María Teresa Fernández de la Vega mientras ella se hacía fotos en Melilla y le había amenazado con contar lo que estaba viendo. En sus historias de aquella noche, como la del señor de la guerra con el que se reunió en una carretera de Somalia que llegó con un ejército de 300 niños en pickups con misiles tierra-aire, armados como marines y mascando kat, estaba la verdad que yo no me sabía expresar de lo que estaba viendo aquellos días. Una verdad miserable, con finales terribles, héroes bajo tierra, villanos en traje de raya diplomática y desesperanza por doquier.
El punto cínico y pasado de rosca con el que me habló de su vida me encandiló, me pareció real, verdadero, confiable, alejado de tanta monserga y ética de andar por casa. Un tipo de una pieza y un hijo de puta cuando tocaba serlo. Me vi a mí mismo con veinte años más. Le dije que quería entrevistarle con más calma, tal vez escribir un librito o algo así. Me respondió: «¿Y a quién cojones le importa todo eso?». Ya era noche cerrada y los mosquitos acechaban.
Cuanta razón, los que hemos vivido en África algún tiempo sabemos que las apariencias allí no siempre son como las de aquí, y que casi siempre son al revés.