Hay palabras que llenan artículos. Le dan rotundidad y color a la frase, llenan al lector por su belleza o concreción, más allá de lo que signifiquen. Escribirlas supone cierta determinación. Porque son fuertes y parecen estridentes, y su contundencia nos da cierto vértigo: ¿no será demasiada pompa para lo que contamos? Entonces acudimos al diccionario. Y vemos con alegría que no, que la palabra lustrosa que encontramos designa exactamente lo que queremos. Las dejamos ahí. Son los puntales de nuestro artículo, lo ennoblecen y hasta nos permiten frases flácidas e incluso vacías.
Disfruto mucho al encontrar la palabra precisa y directa, que sortea lenguajes de libro de estilo e inexpresivos y capta con toda su fuerza la realidad que debe designar. El gusto es aún mayor cuando la moda la ha arrinconado al desuso y la palabra es rara, bella y chocante. Sorprender con estraperlo por el más ortodoxo contrabando. Precisar con el taurino espontáneo en vez de limitarse con el más ambiguo espectador, que no explica si entró o no al campo. Tumba por derriba o tira al suelo, más contundente y gráfico, mejor.
A menudo me acuerdo de una columna de Alfonso Rojo en ABC titulada «El tiburón del Mossad». No decía gran cosa ni estaba especialmente bien escrita. Sólo dos sintagmas, originales y sonoros, la hacían excepcional: «un voraz escualo se merendó el domingo a una anciana alemana». Y: «una banda de marrajos había dejado malheridos a otros tres turistas». Un voraz escualo y una banda de marrajos, donde podía haber dicho tiburón y animal.