El taxista sentencioso es uno de los clásicos del periodismo de corresponsal. Estirados los pies a los pedales, el taxista sentencioso arroja sus opiniones con cinismo y contundencia. Nunca pierde de vista el tráfico y sólo mira con el rabillo del ojo por el retrovisor al periodista, que se frota las manos en el asiento de atrás imaginando lo bien que quedará la crónica. El taxista sentencioso puede existir o ser un subterfugio artificial del periodista para introducir una idea que no puede exponer por sí mismo. El taxista sentencioso tiene más legitimidad que un basurero o una vendedora de flores pues, sobre todo en los países agrestes, su trabajo tiene algo de guía y mucho de relaciones públicas. Habla más y más claro que los analistas políticos y los sociólogos. No se busca en internet y sobre todo no tiene nombre. Su presencia en una crónica es un cheque en blanco bien recibido por el público, que además le da al texto un marchamo romántico de viaje y lo entronca con los clásicos.
En mis cerca de tres años de corresponsal en Bucarest he utilizado varias veces el recurso del taxista sentencioso, por supuesto siempre en su versión real. Ayer mismo tiré de la lengua a uno camino del Parlamento, adonde iba a escuchar el discurso del Rey en el exilio después de más de 60 años sin hablar ante esta cámara. Resultó ser un hombre comedido y cabal que respondió sin verborrea a todas mis preguntas en un ejercicio de mesura y equilibrio al alcance de muy pocos políticos de aquí.
Pero mi relación con los taxistas rumanos va mucho más allá de la del periodista y la fuente. Una vez advertido el extraño acento, todas mis carreras empiezan con la pregunta de rigor: ¿griego? No es una propuesta indecente ni una oferta para llevarme a las putas, sino una sospecha de mi nacionalidad. Parece que el español y el griego tienen grandes similitudes fonéticas, y sus hablantes los mismos problemas al expresarse en rumano.
¿Griego?, decían, y cuando les digo que español los ojos del taxista parecen encenderse. Pregunta primero por las corridas de toros, los encierros y la fiesta de tirarse tomates. Se pregunta qué busca aquí un español, con lo bien que se está en España. Todos los rumanos se quieren ir allá y tú vienes aquí, se sonríe sorprendido. Hasta que ve una jamona en minifalda castigar el asfalto con sus tacones. Su expresión se compone y ya todo encaja. En España se está muy bien, pero no tenéis mujeres como en Rumanía.
Siempre sigue el fútbol. El Barça, el Madrid. Y por ser yo de la región, el Valencia. Además de muy aburrida, la conversación es dolorosa. La carrera se acerca al final y hay que seguir mostrando cordialidad a quien te va a escamotear cuanto pueda alegando no tener cambio. No ocurre sólo a los extranjeros de países más ricos, pero ser español, francés o italiano hace más feo y tenso pedir las vueltas y más difícil obtenerlas. Por eso he empezado a decir que soy de Albania. Uno se evita la curiosidad antropológica, pero sobre todo sentirse presa segura del carroñero y haber de esperar el asalto con una sonrisa.