La vi por primera vez en la solapa de Hermann Tertsch cuando presentaba el Diario de la Noche en Telemadrid. Inmediatamente llamé a un amigo anglófilo, que muy contento de poder aclararme la duda me contó la historia de lo que él llamó la amapola poppy. El lunes me pareció verla de nuevo en la solapa de Sir Alex Ferguson y este primero de noviembre, después de toparme con ella en las chaquetas de los presentadores de la BBC, he encontrado en Jot Down el magnífico artículo en el que Luis A. Espuny explicaba el origen y el sentido del símbolo.
Más allá de la belleza y la fuerza de la metáfora, la tradición misma y su observancia en el Reino Unido nos dicen varias cosas buenas de los británicos. Está el honor a los muertos, el recuerdo perenne de todos por los que se sacrificaron por ellos. El homenaje, simple y solemne, no es asunto exclusivo de reservistas y familiares. Personas totalmente ajenas al Ejército y a cualquier fervor o fetichismo patriótico comprenden la importancia y justicia del gesto y lo asumen sin rastro de rubor o cinismo adanista.
El vigor de la amapola poppy en las solapas de los británicos es una victoria política, pero también humana. Es un ejemplo valioso y raro de buena salud del simbolismo y la convención, muy amenazadas por la obsesión de lo inmediato y el pragmatismo radical. Ponerse un trozo de papel rojo en la solapa que no sirve para nada es una muestra de profunda humanidad que nos aleja de la reductora rectitud primitivista. Su relación con lo que representa es alambicada, arbitraria y convenida, de ahí su grandeza.
Esa molestia mínima compartida por tanta gente antes de salir de casa une con el precioso hilo de la civilización a los británicos de hoy con personas, lugares y momentos muy lejanos. Implica gusto y la inocencia necesaria para el imprescindible artificio, y es motivo de esperanza y aliento para la carrera del hombre.
