La edición española de la revista mexicana Letras Libres cumple este mes diez años en excelente forma. La descubrí, como tantas cosas buenas, a través de Arcadi Espada y su Nickjournal. No sé si enlazó una colaboración, o quizá recomendaba un artículo. Desde entonces —allá por 2004— no he dejado de acudir a sus páginas, en papel o en internet, en busca de sus cuidados análisis corales de un tema de actualidad, que convocan a la mesa a invitados inteligentes, agudos y educados y a menudo a algún ilustre de prestigio universal.
Se puede ir confiado a estas comidas, seguro de no encontrarse con un pesado dogmático, un chillón enfático o un simple maleducado. Quizá se explique esta rara severidad selectiva por la falta de fetichismo ideológico, que lleva a muchos —marchemos todos yo el primero— con buenas ideas e intenciones a frecuentar terrenos que sólo una pulsión erótica puede presentarnos como transitables.
Los debates de Letras Libres son cordiales y animados. Los enfoques diversos y complementarios, perfectamente equilibrados. Nos ofrecen de la realidad elegida miradas históricas, periodísticas, filosóficas, literarias, personales. Predomina en ellos con rara autoridad la razón razonable, y los pilares que los sustentan —las firmas fijas, constantes que número a número mantienen en pie la revista— están firmemente anclados en el suelo movedizo y cambiante de lo que llaman —no me gusta pero se entiende— el mundo real.
Son diez años, ya, y esperamos que este producto benéfico que como la patata vino de América siga siendo muchos más uno de esos bares amables y relajados donde no llegan los gritos de los brutos y siempre se acaba bailando.