En un inflamado arranque cursi, en los que de vez en cuando caía el infatigable Neruda, dijo el poeta que podrán cortar las flores pero no detener la primavera. La última vez que leí la frase estaba impresa en Pamplona en un panfleto repartido por los batasunos un día después del asesinato en Leitza de un concejal de UPN: protestaban contra la dispersión no de la vida, sino de los presos. Como medida de protesta muchos jóvenes dejaron de consumir drogas y el Ayuntamiento suspendió el Ay de mí cuando nunca había de tener el canto mayor sentido. Volvimos a Sanfermines al año siguiente, pero ya no nos acercamos a los toros: los de entonces no éramos los mismos y tampoco nuestras borracheras. No corría la primavera sino el verano, y además el verano de 2001: el verano de nuestros 23 años, una edad escandalosa. Ahora la primavera lleva varios días detenida en Pontevedra aunque persista, desmayadamente, el blanco florecimiento de los cerezos salvajes en la Verdura. Los veranos gallegos, cuando se ponen estupendos, degeneran en estas cosas. Los azotes del viento hacen llover sobre los bancos las hojas como si se celebrasen bodas. Hace unos días bajaba la carretera de Vilagarcía uno de nuestros célebres yonquis al poblado de Vao. Me lo crucé volviendo de Santiago en esa lenta caravana de coches que rodea el parque de bomberos. Caminaba al sol el yonqui comiendo un bocadillo y saludando con una enorme sonrisa a los coches. Normalmente la gente va al Vao deshecha, a zancadas sudorosas, y vuelve entera, en su extasiante felicidad ya caducada, por eso ante aquella visión casi mágica a punto estuve de bajar del coche a pegarle un abrazo. Volvía de entrevistar a un científico candidato al Nobel con tratamiento de Sir, y la alegre visión del yonqui, probablemente del único yonqui del mundo que va al Vao más feliz de lo que regresa, me tranquilizó un poco. Sólo en esos tratamientos de choque, cuando se tocan en el espacio de una hora los dos extremos de la cuerda, descubre uno de qué mundo está más cerca.
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