Siempre que veía a Félix Romeo en las revistas y en los periódicos me decía a mí mismo que debería leer algo bueno y grande como él y no limitarme a algunos artículos suyos en Letras Libres. La gordura de Romeo invitaba a leerlo y también a amarlo como sus amigos lo amaban, sin control de peso. En la última adolescencia, la más lejana de todas, tenía la costumbre de visitar la librería Michelena para irme haciendo un paria, un molestapasillos: el mueble del fondo, pegado a las obras completas de Hemingway. Descubrí que no era leer lo que me gustaba, sino el ejercicio de contemplar libros y, cuando había posibles, comprarlos para abultar la habitación y dármelas de no se sabe qué. Auscultaba el rostro sereno y redondo del escritor de turno, cazaba la página trece o veintinueve, y luego me leía rápidamente el final, mirando por encima de las solapas que nadie se acercase, como un delincuente. Yo recuerdo aquella portada tan festiva de Dibujos Animados de Plaza&Janés porque la tuve mucho tiempo en las manos, como si fuese un televisor. Tengo más fresca esa portada, quiero decir, que el interior de Amor, curiosidad, Prozac y dudas, y juraría me entretuvo más. Nunca compré el libro y nunca leí nada de Romeo, pese a aparecérseme en los suplementos cada cierto tiempo observándome con prisa. Me pondré con Amarillo por Soto Ivars, Bellver y esa fascinación mía por los amigos que se suicidan, que son casi un género. Ayer, como un arrepentido de la mafia, me fui al muro que Romeo tiene en Facebook: estaba lleno de flores y velas, sensaciones cálidas, amigos verdaderos y desconsolados. Fue como bajarme de un coche a las puertas del cementerio e ir apartando educadamente a gente hasta llegar al muerto. Y de pronto, al presentarme ante su imagen de perfil, decidí agregarlo. Me he quedado mirándolo a él y al envío de amistad, como una llamada que permanecerá sonando hasta que yo muera, y no pensé en nada porque a la vez, de una manera inquietante, estaba pensando en todo.
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