Un asesinato masivo permitió a Adolf Hitler conservar el poder durante uno de los más inciertos pasajes de su mandato; bien pudo haber sido desalojado del gobierno apenas un año después de convertirse en canciller de Alemania. Lo sorprendente es que no fue el miedo lo que permitió que dichos crímenes lo reafirmaran en el cargo, sino la aprobación tácita de la mayoría de los alemanes hacia esa matanza. El que la nación más avanzada de Europa, después de permitir con deprimente mansedumbre que Hitler demoliese la democracia en apenas meses, terminase aplaudiendo los métodos criminales de su nuevo jefe de gobierno, es uno de los capítulos más ilustrativos de la historia del Viejo Continente. Cómo una nación democrática se fue transformando en un estado totalitario. La política produce monstruos, cuando se deja a los monstruos crecer.
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1931: Ernst Röhm, el hombre que podía tutear a Hitler
En 1931 Adolf Hitler acariciaba ya la idea de poder alcanzar el gobierno. Su partido, el NSDAP, estaba ganando cada vez más seguidores en una Alemania sumida en la depresión económica. El descrédito general que sufrían las instituciones democráticas de la llamada «República de Weimar» y la oratoria incendiaria de Hitler estaban convirtiendo a los nazis en una fuerza política de primer orden. Uno de los grandes atractivos del NSDAP para los ciudadanos descontentos —en especial los de clase baja y escasa formación— era la apariencia paramilitar de la mayor de sus organizaciones internas: las SA. Este ejército privado del partido, conocido como los «Camisas Pardas», contaba ya con cientos de miles de miembros en todo el país en 1931 y se estaba apoderando de las calles. Si Hitler era el corazón del partido, las SA eran el músculo, y su función era bien sencilla. Ejercían como matones callejeros para mantener a raya a los partidos adversarios; además se encargaban de que los actos públicos del NSDAP, como desfiles y concentraciones, ofreciesen una imagen espectacular. Las SA eran tan numerosas y acumulaban tanto poder que casi funcionaban como un organismo independiente dentro del movimiento nacionalsocialista. De hecho, el propio Hitler había tenido algún conflicto con las SA en el pasado y quiso evitar nuevos problemas designando a uno de sus mejores amigos, Ernst Röhm, como jefe de los Camisas Pardas.
Röhm instituyó rápidamente en las SA un monumental culto al macho, hasta el punto en que la adoración de la violencia y un masculinismo exagerado se convirtieron en la marca de fábrica de los Camisas Pardas. Esta glorificación de la virilidad quizá resulte menos sorprendente si tenemos en cuenta que el propio Ernst Röhm era homosexual y apenas se molestaba en ocultarlo; su tendencia sexual era un secreto a voces en Alemania. Se lo intentó desacreditar por causa de ello, pero Hitler defendió abiertamente a Röhm afirmando que no resultaba legítimo atacar a un rival político por asuntos que pertenecían al «estricto ámbito de la privacidad». Puede parecer sorprendente que Adolf Hitler se mostrase tan tolerante con las tendencias gays de su viejo amigo, pero en 1931 la moral sexual preocupaba poco al líder nazi. Además, también él tuvo que hacer frente al escándalo cuando su sobrina adolescente Geli Raubal —tras mantener con él una extraña relación sentimental— se suicidó de un disparo en casa del propio Hitler, al parecer harta de la obsesión posesiva de su famoso tío. Adolf Hitler, pues, había aprendido por sí mismo la importancia de mantener la vida privada lejos de la política para no mostrarle flancos débiles al adversario. En cualquier caso, bajo el mandato de Ernst Röhm las SA contribuyeron en gran medida al crecimiento del movimiento nazi. Para muchos desempleados y oportunistas las SA eran una forma de sentirse importantes y liberar sus frustraciones mediante actos agresivos e intimidación. El vestir de uniforme e imitar en lo superficial las hechuras de un ejército resultaba muy atractivo y provocaba en muchos votantes desencantados con la inestable democracia la sensación de que los nazis mostraban fuerza, orden e iniciativa, y que podrían resolver los problemas del país.
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1932: los problemas para alcanzar el poder
El crecimiento electoral del NSDAP dividió la política alemana en tres bloques. Por un lado, el nacionalsocialismo de Hitler había agrupado a extremistas y descontentos de todo pelaje bajo el estandarte de la extrema derecha, que dominaba el panorama acaparando a un tercio del total del electorado. Por otra parte estaban los partidos de izquierda, socialistas y comunistas, que aparte de sus electores no contaban con el apoyo de nadie más en Alemania. Y el tercer bloque, el de la derecha conservadora tradicional, no era el más votado pero sí el más poderoso, puesto que lo respaldaban las clases adineradas y el ejército.
Dentro de la derecha, entre los conservadores y los nazis, existía un serio conflicto de base: aunque coincidían en varios aspectos ideológicos (nacionalismo, racismo, antimarxismo, etc.), para los seguidores de la derecha tradicional el movimiento nazi era demasiado revolucionario y tenía incómodas tendencias obreras y socialistas. Para la clase media conservadora, el NSDAP era un partido proletario y demagógico que incluso se había visto envuelto en algunas huelgas; las intenciones de Hitler respecto al mantenimiento del capitalismo no estaban demasiado claras, aunque el líder nazi siempre se esforzaba en tranquilizar a los grandes empresarios en diversas reuniones y discursos (los poderes financieros, en efecto, no eran su objetivo). Hitler pudo atraer, o por lo menos apaciguar, al poder económico. Pero tenía otro problema. El máximo representante de la derecha tradicional, presidente electo de la república y jefe del Estado, era el anciano mariscal Paul von Hindenburg. Antiguo héroe de guerra, gozaba del respeto de una mayoría de los alemanes y sobre todo de la lealtad incondicional del ejército. Esto era un obstáculo para los nazis, porque Hindenburg detestaba a Hitler y estaba dispuesto a cualquier cosa con tal de impedir que el líder del NSDAP llegase al gobierno.
Se celebraron varias elecciones legislativas seguidas —síntoma de que la inestable democracia se estaba derrumbando— y el resultado siempre era el mismo: los nazis salían como el partido más votado, pero sin tener la mayoría absoluta que les permitiese formar un gobierno en solitario. En esas condiciones, para poder ser nombrado canciller o jefe de gobierno, Hitler necesitaba la aprobación del presidente Hindenburg. Pero el viejo mariscal, una y otra vez, se negaba a darle el gobierno. En su lugar nombraba canciller a algún político conservador, aunque después, sin el apoyo parlamentario de los nazis, cualquier canciller recién nombrado se veía incapacitado para gobernar y había que convocar nuevas elecciones. Volvían a ganar los nazis, pero sin la mayoría absoluta, y se repetía todo el proceso. La democracia alemana estaba estancada y existía un vacío de poder que nadie podía llenar porque Hindenburg era un obstáculo insalvable para el NSDAP.
Hitler no podía hacer nada. Estaba en un callejón sin salida. Incluso sus votantes empezaban a abandonarlo, aunque con lentitud, pensando que nunca podría formar gobierno. Sin una mayoría absoluta, Hindenburg podía cerrarle la puerta indefinidamente. En aquel momento Hitler ni siquiera podía pensar en intentar un golpe de Estado, porque el ejército hubiese aplastado a los nazis en defensa de Hindenburg. El futuro político del líder nazi, pues, empezaba a parecer muy dudoso. Y fue entonces cuando, de manera providencial, uno de los mayores enemigos políticos de Hitler lo rescató sin pretenderlo en su hasta entonces infructuoso ascenso al poder.
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1933: Alemania vende el alma al diablo
Para los conservadores, el ver cómo se frustraban las ambiciones de Adolf Hitler se había convertido en un auténtico divertimento. Pocos políticos de la derecha tradicional sentían simpatía hacia el demagogo austriaco y el que Hindenburg le estuviese parando los pies los llenaba de regocijo. Adolf Hitler podía ganar elecciones, pero aun así parecía a punto de ahogarse en su propio éxito.
Más allá de la satisfacción de ver sufrir a un impotente Hitler, sin embargo, la inestabilidad política que el vacío de poder provocaba, unida al desastroso caos económico, era muy preocupante para la derecha tradicional. Temían que en cualquier momento la situación desembocase en una revolución popular, de tendencia comunista, que sería sin duda apoyada por la URSS. Algunos políticos conservadores se encontraron ante el delicado dilema de decidir qué era lo mejor, si pararle los pies a Hitler al precio de causar un peligroso vacío de poder, o si darle el gobierno para restaurar el orden y prevenir una revolución comunista. Al final fue la opción de elegir a Hitler como mal menor la que se impuso, defendida —gran ironía— por uno de los grandes adversarios de Hitler en la derecha: el maquiavélico Franz von Papen. Apodado el «diablo con sombrero de copa», Papen pertenecía al círculo del presidente Hindenburg y era el político que más influencia personal ejercía sobre el anciano estadista. Convenció al mariscal de que las continuas elecciones estaban desacreditando el sistema democrático y que existía el riesgo de un alzamiento izquierdista. También le persuadió de que Hitler sería fácil de controlar una vez nombrado canciller, sobre todo si su cancillería tenía que apoyarse en una coalición con los conservadores. A fin de cuentas, el verdadero poder residía en el ejército y los militares apoyaban a Hindenburg, no a Hitler. También los poderes económicos preferían a un Hitler domesticado por la derecha convencional. Papen también afirmaba, como muchos otros dentro y fuera de Alemania, que las responsabilidades del poder moderarían el discurso extremista del líder nazi y terminarían desgastando su enorme popularidad. El presidente Hindenburg, a regañadientes, accedió y firmó el nombramiento de Hitler como canciller en un gobierno de coalición entre nazis y conservadores. El propio Franz von Papen formaría parte del gabinete para «controlar» a Hitler. El 30 de enero de 1933, Adolf Hitler fue nombrado canciller de Alemania.
Apenas un mes después del nombramiento, el parlamento alemán ardía en llamas. El incendio del Reichstag —según se dijo, obra de un simpatizante comunista— sirvió de excusa a Hitler para emitir un decreto de emergencia que, con el fin de detener la «amenaza roja», abolía el sistema democrático, ilegalizando los partidos de izquierda y suspendiendo las libertades de la República de Weimar. Como es obvio, Hitler no se atrevió a tocar al presidente Hindenburg, que siguió bien asentado en su cargo con el leal ejército a sus espaldas. De hecho, la derecha conservadora, incluidos Hindenburg y Franz von Papen, no veía estas medidas con malos ojos. De cualquier manera casi nadie creía ya en la democracia. El decreto del canciller nazi era una forma sencilla de acabar con la inestable república de Weimar y eliminar a la molesta izquierda; ya sólo tenían que esperar a que Hitler cayese por sí solo y podrían instaurar un régimen militarista de tinte conservador, o quizá una democracia menos flexible en la que ciertos partidos no serían permitidos. La derecha vio de repente a Adolf Hitler como un instrumento útil para limpiarles el camino hacia un nuevo régimen. Como dijo Papen: «estamos contratando a Hitler». La crisis económica y el desgaste del poder ya se encargarían de hacer fracasar al nuevo canciller.
La abolición de la democracia hizo que las SA de Röhm tomasen las calles. Los políticos socialistas y comunistas fueron detenidos e ingresados en cárceles improvisadas; eran los primeros campos de concentración nazis. También se empezó una campaña de acoso contra los judíos en la que hubo palizas, detenciones ilegales, torturas, boicots, ataques a los comercios, etc. Todo esto, por desgracia, contaba con el beneplácito de los conservadores y la aprobación tácita de muchos alemanes. El culpar a marxistas y judíos de los males de Alemania no era ni mucho menos una idea original de Hitler, sino que formaba parte de la idiosincrasia nacional desde bastantes años atrás. Hitler, como muchos otros en su generación, absorbió la ideología ultraderechista que se había extendido como la peste por Alemania y Austria al terminar la I Guerra Mundial, leyendo toda clase de panfletos. Él, de hecho, apenas aportaba ideas nuevas, solamente ponía voz a lo que mucha gente ya pensaba. Aunque muchos ciudadanos creían que los métodos de las SA eran algo excesivos, los consideraban un mal menor, algo incómodo pero necesario para solucionar el caos en que estaba sumida la nación. Al menos, se decían, Hitler está tomando medidas; mejores o peores, pero está intentando cambiar las cosas. Esta era la Alemania de 1933.
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1934: cuando las SA se convirtieron en un problema
La aprobación inicial a la energía patriótica de los nazis duró poco. Los Camisas Pardas, crecidos cuando se vieron convertidos en los nuevos dueños de las calles, comenzaron a excederse cada vez más en sus actos violentos. Se comportaban con arrogancia y chulería, enfrentándose a cualquiera que se interpusiera en su camino, y la violencia que antes habían empleado contra izquierdistas y judíos se fue extendiendo al resto de la población. Las trifulcas constantes de las SA empezaban a entorpecer la vida de todo el país. La clase media, en especial, estaba alarmada ante el creciente desorden al que Hitler no estaba poniendo remedio alguno. Los alemanes pensaban que las SA se le estaban escapando de las manos al jefe del partido nazi, y no les faltaba razón.
Los Camisas Pardas, por su parte, estaban muy descontentos con Hitler. Tras la llegada del NSDAP al poder los matones de Röhm habían confiado en ocupar puestos importantes en la nueva Alemania. Pero Hitler mostraba un claro favoritismo hacia una élite más reducida, las SS de Heinrich Himmler. Las SS eran mucho menos numerosas pero estaban integradas por individuos con mayor formación cultural y un origen más acomodado que los matones de clase baja que abundaban en las SA. Los uniformes negros de las SS empezaron a ascender en el escalafón del nuevo régimen, mientras los viejos Camisas Pardas se quedaban estancados. Para colmo, el índice de desempleo entre las filas de las SA estaba alcanzando niveles críticos. Nadie quería contratar a individuos con semejante fama de pendencieros y alborotadores indisciplinados. Empezaban a soplar vientos de rebelión entre los casi cuatro millones de miembros de las SA, así que Adolf Hitler tenía entre manos un tremendo problema.
Los enemigos de Röhm dentro del propio partido intentaban hacerle entender a Hitler que, en efecto, las SA eran un problema, pero el Führer no se atrevía a tomar medidas contra su antiguo amigo Röhm. El cerebro de la propaganda nazi, Joseph Goebbels, no podía soportar a Röhm y le frustraba comprobar cómo Hitler se mostraba indeciso y pusilánime ante su arrogancia. También Hermann Goering, otro enemigo de Röhm dentro del partido, intentaba convencer a Hitler de que había que tomar medidas con urgencia. Y cómo no, Heinrich Himmler, el sinuoso jefe de las SS, veía en el ataque a Röhm una oportunidad para intentar quitarse de enmedio a su principal rival y poder así establecer a las SS y su policía política (la Gestapo) como la nueva columna vertebral del movimiento. Sin embargo, Hitler no escuchaba a nadie. No se atrevía a actuar contra Röhm, ni siquiera cuando éste dio a entender públicamente que estaba dispuesto a rebelarse si no se le daba lo que pedía.
Ernst Röhm se sentía decepcionado con el Führer porque no había podido cumplir su gran ambición, convertirse en ministro de defensa y convertir a las SA el esqueleto de un nuevo ejército alemán. Como parece lógico, Hitler tampoco se atrevía a poner en práctica una idea que ponía muy nerviosos a los actuales militares. En el ejército alemán, muy disciplinado y tradicionalista, se miraba con mucho desprecio a los alborotadores de las SA. Además, la idea de que el homosexual Röhm pudiese convertirse en el comandante militar de Alemania resultaba inaceptable para los jefes militares conservadores. Hitler, pues, estaba entre la espada y la pared, porque ahora que no había permitido que Röhm se hiciese cargo del ejército, el jefe de los Camisas Pardas amenazaba con una «segunda revolución» en la que tomaría el control por la fuerza. En el verano de 1934, la cúpula del ejército decidió que no podía seguir tolerando la situación y la amenaza de una revuelta de los Camisas Pardas. Los militares, muy preocupados por las ambiciones de Röhm, empezaron a manifestar su descontento. El presidente Hindenburg y su escudero Franz von Papen canalizaron esa preocupación y avisaron a Hitler de que querían reunirse con él para tratar el asunto de las SA, que estaban fuera de control, y que esa reunión debía celebrarse con urgencia.
Hitler por fin captó el mensaje. Los militares estaban nerviosos, y si los militares decidían terminar con el problema de las SA por sus propios medios, eso sería el final no solamente de los Camisas Pardas sino también de todo el movimiento nazi en su conjunto. Recordemos que Hitler todavía no tenía control sobre el ejército y que un levantamiento militar podía terminar llevándolo a una celda o incluso ante un paredón. Poco más de un año después de su nombramiento como canciller existía el serio peligro de que los generales decidieran deshacerse de él, así que su futuro era más incierto que nunca. Y todo a causa de sus indecisiones y miedos a la hora de tomar medidas contra las SA. Si quería mantenerse en el poder, o incluso sobrevivir, no podía seguir mostrándose débil frente a Röhm.
Faltaban apenas días para la reunión con Hindenburg y Papen, y Hitler pensaba que no podía presentarse al encuentro con las manos vacías. Era hora de actuar, o de exponerse a un golpe militar. Había que eliminar a Röhm y sus principales secuaces. No había otra salida para el Führer.
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La Noche de los Cuchillos Largos
La matanza de líderes de las SA se planeó con muy poco tiempo, en días, y sin embargo, pese a las prisas, se ejecutó con mucha eficacia. Por toda Alemania, líderes destacados de las SA (y de paso otros enemigos internos de Hitler en el partido) fueron detenidos y ejecutados. El propio Hitler, pistola en mano, encabezó el comando de SS y Gestapo que se presentó en plena noche, por sorpresa, en casa de Ernst Röhm. Hitler y sus secuaces encontraron a Röhm y varios lugartenientes de las SA durmiendo la mona tras una noche de borrachera. Sacado de la cama a punta de pistola, sin saber muy bien qué estaba sucediendo, Röhm escuchó las acusaciones de Hitler. Negó a gritos que estuviese planeando una traición, pero sin efecto. Fue llevado a una celda donde se le ejecutaría con un tiro de pistola dos días después. Tambiénen casa de Röhm se encontró a uno de los principales mandos de las SA metido en la cama con un chico de dieciocho años; esta vez Hitler sí dio el visto bueno para que la propaganda de Goebbels utilizara la homosexualidad como prueba de la «corrupción moral» a la que habían llegado los Camisas Pardas.
Escenas similares se repitieron aquella noche por todo el país. La improvisación en la matanza, sin embargo, produjo algunos asesinatos por error que resultan muy llamativos. Un famoso crítico de cine fue ejecutado cuando los sicarios de las SS confundieron su apellido con el de un líder de las SA. También un antiguo camarada de Hitler, que le había ayudado a escribir Mein Kampf en la cárcel y que nunca había mostrado signo alguno de deslealtad, fue ejecutado sin motivo aparente, seguramente porque lo tomaron por otra persona.
No solamente las SA recibieron un serio correctivo. Hitler aprovechó que Hindenburg estaba muy enfermo (y, según se decía, ya casi no se enteraba de nada) para enviarle un cariñoso saludo a Franz von Papen. El hasta entonces socio conservador del gobierno de Hitler también fue detenido durante aquella noche. Llevado a una celda, se lo liberó unos días después sin que hubiese recibido daño alguno. Los nazis se disculparon alegando un error, pero Papen había captado el mensaje y desde entonces se convirtió en un dócil colaborador de Hitler, dejando atrás sus propias ambiciones políticas y comprendiendo que cuando muriese Hindenburg ya no le quedaría nadie en Alemania en quien apoyarse. El hombre que había dado el poder a Hitler creyendo poder mantenerlo bajo control, se había transformado de repente en su perrito faldero.
La ola de asesinatos tuvo efecto inmediato sobre los Camisas Pardas. Confusos y aturdidos, privados de todos sus líderes y sintiéndose el blanco de las iras del partido, los matones de las SA dejaron de causar problemas. La organización fue despojada de su influencia en el movimiento nazi y transformada en una mera sección decorativa, sin ninguna potestad para ejercer violencia incontrolada. De aquella noche en adelante, el monopolio de la violencia nazi pasó a manos de las SS y la Gestapo, que usaban métodos más disciplinados y no creaban alborotos innecesarios.
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Las consecuencias de la matanza
Un suspiro de alivio recorrió toda Alemania cuando Hitler decidió finalmente terminar con el reinado callejero de los Camisas Pardas. Al ciudadano medio pareció no importarle el método empleado —asesinatos sin juicio previo— mientras el orden regresara a las ciudades y nadie tuviera que sentirse ya intimidado por los matones nazis. Nadie excepto judíos y cualquiera que fuese considerado un enemigo del régimen, obviamente.
El ejército, sobre todo, recibió la noticia de la muerte de Röhm con júbilo y los militares llegaron a agradecer en público a Hitler que se hubiese decidido a eliminar la amenaza parda. También le llegó a Hitler un telegrama de agradecimiento de Hindenburg, aunque incluso entonces se dudó de que lo hubiese dictado el anciano y enfermizo presidente; todo el mundo pensó que el telegrama era obra de Franz von Papen, convertido en escudero de Hitler. La Noche de los Cuchillos Largos había producido un vuelco en Alemania. Cuando Hindenburg murió poco tiempo después, los militares ya confiaban en Hitler y no se sentían amenazados por las descabezadas SA, así que no tuvieron inconveniente en jurarle lealtad al Führer, lo que constituyó un paso muy importante, decisivo, para afianzar a Hitler en su dictadura. Aquello, además, significaba el fin de la influencia de la derecha conservadora en Alemania. Una vez Hitler tuvo el apoyo del ejército, el nacionalsocialismo se transformó en la única fuerza política influyente del país. La izquierda no existía y la derecha tradicional había sido desactivada.
En el exterior la matanza causó horror. Muchos observadores extranjeros se habían empeñado en pensar que Hitler «no era para tanto» y que los excesos del régimen nazi eran obra de elementos incontrolados, o quizá una concesión temporal de Hitler a los sectores más extremistas de su electorado. Sin embargo, la purga de las SA mediante métodos mafiosos recordaba demasiado a las purgas soviéticas. Era hora de abrir los ojos y reconocer que Adolf Hitler iba a convertirse en un tirano. Y tener a un tirano fanático al timón de Alemania era, o debería haber sido, una seria preocupación para las democracias occidentales tan pronto como en 1934. Sin embargo, cegados por las necesidades del momento, muchos gobernantes occidentales pasaron por alto las señales de alarma y cometieron el mismo error que Franz von Papen: se convencieron de que Hitler era un mal menor que por lo menos ayudaría a contener el avance del comunismo. Cinco años después de asegurar su dominio en la Noche de los Cuchillos Largos, Adolf Hitler invadiría Polonia, comenzando la más desastrosa guerra en la historia de la humanidad.
Si algo muestra el periodo 1932-34, es que Alemania tuvo diversas oportunidades para pararle los pies a Hitler y evitar el posterior Apocalipsis de la nación. Los votantes, los poderes económicos, los políticos conservadores y el ejército dispusieron de varias ocasiones para pensarse dos veces qué debían hacer con Adolf Hitler. Pero nadie quiso, supo o pudo ver el serio peligro que entrañaba permitir que semejante individuo se hiciera con el poder. Es verdad que Hitler ganó elecciones, pero no es verdad que fuesen unas elecciones las que legitimasen un régimen como el nazi. Cuando Hitler ganaba elecciones, el resto de Alemania, ya fuese la izquierda o la derecha, contemplaba su victoria con disgusto porque en esencia, todas las señales de que Hitler llevaría a Alemania al desastre eran visibles incluso desde antes de su ascenso a la cancillería; como poco, estaban escritas en Mein Kampf. Quizá un buen testimonio de esto son las palabras que Erich Ludendorff escribió en 1933. Ludendorff era un político ultraderechista que había sido compinche de Hitler en el fallido golpe de Estado de 1924, pero que había terminado apartándose de él como de la peste. En 1933, al enterarse de que Hindenburg había nombrado canciller a Hitler, Ludendorff envió una carta al anciano presidente en la que, con proféticas palabras, advertía:
«Habéis entregado nuestra sagrada patria alemana a uno de los mayores demagogos de todos los tiempos. Yo profetizo solemnemente que este hombre maldito arrojará nuestro Reich al abismo y llevará nuestra nación a una miseria inconcebible. Las generaciones futuras os maldecirán en vuestra tumba por lo que habéis hecho»
Interesantísimo artículo. Toda locura colectiva suele ir acompañada de un sectarismo visceral.
Anotación sobre la foto de Hitler con Paul von Hindenburg: Parece un fotomontaje. Ver mano de Hitler ¿Quién da la mano de ese modo? Depositándola toda ella en la mano de su interlocutor, incluido el dedo pulgar el cual debería rodear el dorso de la mano de von Hindenburg. Ese es solo uno de los detalles, quizás el más llamativo.
¡Felicidades por el sitio!
Te equivocas, estás mirando el índice, doblado quiza de manera confusa. Si te fijas justo encima de la mano de Hindenburg, se ve el pulgar de Hitler.
Muy buen artículo!
Ahora vivimos en otra locura colectiva, se llama globalización y»progresismo».
Qué cojones tendrá que ver el progresismo con la globalización…
Por no hablar de que lo compares con el objeto del artículo…qué ganas de trolear…
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¿Cabe la posibilidad de que esta historia se esté repitiendo en Grecia con el partido ultra amanecer dorado?
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» Pero la purga de las SA mediante métodos mafiosos recordaba demasiado a las purgas soviéticas: era hora de abrir los ojos y reconocer que Adolf Hitler iba a convertirse en un tirano. Tener a un tirano fanático al timón de Alemania era —o debería haber sido— una seria preocupación para las democracias occidentales»
«El comunismo soviético fue financiado por los países demócratas occidentales.»
PD: buen articulo, pero descontextualizado… como siempre.
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