Hace ahora un año, unos hackers pusieron a disposición pública dos fotografías del iPhone de Scarlett Johansson que —supuestamente— le habrían robado en marzo de este mismo año y que, dice ella, se habría hecho con la intención de mandárselas a su entonces marido. En una de ellas se ve cómo la actriz hollywoodiense desde un plano picado se retrata uno de sus pechos. En la otra, vemos en primer plano su rostro y, atrás, la espalda (gracias a un espejo trasero), mientras se fotografía el trasero (desnudo). Ambas fotografías están tomadas en el propio domicilio de la actriz. Se llegó a presentar una tercera fotografía, en la que la actriz supuestamente estaría leyendo unos apuntes, pero que resultó ser finalmente falsa.
Se trata de un acto privado, pero no de un “auto-posado” como argumentaba ella misma a través de su abogado Marty Singer, pues sucede en el ámbito cerrado de la habitación de una casa particular, pero no es exactamente íntimo, en el sentido de que no es impune. Y esto se hace evidente cuando la actriz se cubre la parte delantera del cuerpo con una toalla. Es decir, se sabe (potencial) objeto de la mirada ajena. Y, por lo tanto, actúa de manera razonablemente púdica.
Marty Singer dio aviso de que procedería judicialmente contra quien hubiese colgado las fotos robadas si no las retiraba de inmediato, fotos privadas bajo licencia de copyright, matizó. Es curioso este matiz de su exigencia, pues no estaba puesto en la vulneración de la intimidad o en el derecho al honor, sino que se fundamenta en la propiedad privada de las fotografías. Así, no se trata de una cuestión ética (el derecho a lo íntimo), sino práctica: la titularidad pública de unas imágenes que tienen un alto valor de mercado.
La importancia de tal distinción se hace patente si analizamos las fotografías desde el punto de vista de la empatía humana. Cuenta Fritz Breithaupt en su libro Culturas de la empatía (Katz, 2011) que el ser humano se caracteriza por poseer la virtud de la narratividad y, con ello, es capaz de transformar los hechos en acontecimientos. Según la Narrative Intelligence Hypothesis de Kerstin Dautenhahn, la narratividad no es sólo un registro que se activa y a veces se desactiva, sino “un filtro a través del cual percibimos todos los acontecimientos y toda conducta”.
La empatía, así, funciona reconociendo la perspectiva del otro y, al adoptarla, el que mira se ve ya con los ojos del otro, cancelando el sí-mismo. Pero para que esto funcione es necesaria una acción, un hecho único (la comprobación del volumen del trasero de la Johansson) y que se dé con la mayor claridad estética (una habitación cerrada, un espejo donde se focaliza el punto de análisis). La acción debe ser además predecible (la sencilla constatación de un volumen) y los hechos internos del observado (el proceso mental que lleva a la final comprobación del trasero) deben ser concebibles como partes del escenario concreto (el setting) y formar parte de una narrativa sencilla (una suerte de pre-historia de lo observado) que sea fácil de colegir. Es decir, que quien vea las fotografías sea capaz de entender por qué, tras desnudarse y proceder camino del baño, Scarlett Johansson, en un gesto típico de angustia juvenil femenina, se detiene a comprobar el estado de su trasero.
Conseguida así la empatía, gracias a la claridad de lo observado y la nitidez de los motivos que provocan la acción de comprobar el estado del trasero, el observador (nosotros) consigue (conseguimos) verse (vernos) a través de los ojos de la propia Johansson. Las consecuencias que pueden derivarse de tal acto son igualmente claras y estremecedoras (para la Johansson), dado que es una situación estereotipada que se explica en sí misma: la observación del trasero de Scarlett (al mirar nosotros con sus propios ojos) o nos produce satisfacción —y orgullo— o nos produce fastidio y preocupación, pero en ningún caso nos producirá excitación, morbo, deseo, lujuria o acaso disparará nuestra fantasía.
Y aquí está el verdadero quid de la cuestión. Para Scarlett Johansson lo más temible entonces no es que se vulnere su intimidad, sino que su privacidad se haga pública. Y no es baladí esto, puesto que una parte sustancial de los ingresos que percibe por sus actividades profesionales proceden de la publicidad, una publicidad basada eminentemente en la fascinación por el misterio, por una narrativa que no tiene unos contornos definidos, y que permite que fantaseemos con lo que no se ve y apenas se intuye en las fotografías publicitarias donde Johansson se insinúa. Y lo mismo en su faceta de actriz, donde cuenta con un significante siempre nuevo para que sea rellenado en cada película.
Así, no se trata pues de que la hayamos visto desnuda, sino de que hemos permutado el significado lingüístico de su cuerpo, allá donde ella quiere que veamos en ese significante la seducción de un cuerpo deseable o acaso nada: un continente vacío, con un traje distinto en cada nueva actuación, nosotros vemos ya nuestra propia preocupación estética por la delgadez de una figura armónica (la nuestra propia a través de sus ojos y que hemos conseguido gracias a la capacidad empática del ser humano).
Un último detalle que vendría a ratificar la empatía que hemos mencionado fue la proliferación de parodias simpáticas de la fotografía del espejo, muchas anónimas, pero la que llamaba especialmente la atención fue la del humorista Berto Romero, quien tras colgar su propia foto remedando la escena y mostrando su propio trasero en el espejo de su baño, escribió en su twitter: «¡¡Oh, mierda!! ¡¡A mí también me han robado fotos del móvil!!».
Además, Christopher Chaney, de 35 años de edad, el hacker acusado del robo, finalmente detenido y que se enfrenta a penas de prisión de 121 años, ha declarado estos días (asumiendo el delito): “pido perdón, porque he cometido una de las peores invasiones de la privacidad que alguien puede sufrir”. Sin embargo, como tratando de suavizar el delito y —al mismo tiempo— buscando la empatía de quienes le juzgarán, añade: “esa gente [Scarlett, pero también Mila Kunis o Christina Aguilera, cuyos móviles también hackeó] carece de intimidad de forma natural, y yo invadí la poca que les quedaba”.
Pues a mí me ha encantado ver las fotos, oiga.
¿De verdad hay que citar a ese tal Fritz Breithaupt, y gastar dos valiosos párrafos, para decir que Scarlett Johansson quería ver qué pinta tenía su culo? No sé si eso es escribir mal o un grado aún más retorcido de la mala escritura.
Realmente interesante.
Me fascinó la teoría. Gracias.
Ah, que hay algo escrito debajo. Bueno, ya mañana me animo