Se cumplen cincuenta años del estreno en España de la historia de una bonita y escuálida muchacha que vivía sola exceptuando un gato sin nombre. Es imprescindible hacer saber, si es que los expositores de FNAC no lo han conseguido ya de tanto meternos la portada del libro en el ojo cuando nos acercamos a la sección de libros de bolsillo, que Desayuno con Diamantes es una adaptación de la novela corta Desayuno en Tiffany’s de Truman Capote. No había leído el libro y, aunque estas palabras solamente pretenden un pequeño homenaje a la película, consideré que no estaría de más echarle un ojo para poder hacer una ligera comparación entre la película que tanto me gusta y el relato escrito, para mí desconocido, que la originó. Así que, señores de FNAC, felicidades, uno menos en su estantería y unos euros menos en mi cuenta.
Terminé de leer el libro hace un par de días, de camino al trabajo. Una de esas ocasiones en las que en el metro miras nervioso la estación en la que se ha parado el tren ansiando no llegar a tu destino, hecho excepcional que hasta el momento solamente conseguían algunos libros y matrimonios y, supongo, ahora también las películas y series a las que algunos, lo confieso, vamos enganchados en nuestras minúsculas pantallas móviles. A mí esta vez no me dio tiempo. Salí de la boca de metro a tres páginas y media del final refunfuñando, con el libro en una mano y el paraguas en la otra. Me negué a cerrarlo y continué leyendo. Así recorrí el resto del camino hasta la oficina, más despacio de lo habitual, y cruzándome con algunos peatones con los que, a pesar de no mirar por dónde iba, no me podría haber chocado porque no estaba yo en este mundo sino en otro, el de Miss Holiday Golihgtly, Viajera. Acabé terminando el libro a medio camino, cerrándolo y maldiciendo a Holy por marcharse a Brasil y no quedarse con Fred, perdón, Paul, besándose en un callejón de Nueva York bajo la lluvia y asfixiando de amor a un pobre gato empapado entre dos corazones que rompen todos los records registrados en la escala de Richter. No me insulten, el final del libro se sabe desde la primera página, escupan en todo caso al señor Capote por escribir un libro triste y feliciten al recientemente fallecido Blake Edwards por mandar al carajo ese punto final y cambiarlo por otro que si no lo conocían hasta ahora no sé qué hacen leyendo esto.
Truman Capote sabía que todos hemos escrito alguna vez a una chica que la echamos de menos, que llueve, que la queremos y que en ese instante nos parece una maldita y condenada por no responder a nuestras llamadas o cartas. Seamos canallas, supercanallas o tipos honestos, estamos vivos, y ya sea en Londres, Nueva York o París, caemos rendidos escuchando canciones nómadas y agridulces que toca una chica con una guitarra apoyada en el alféizar de su ventana. Maldita sea. Así se sentó el escritor con mucha sangre fría, a contarnos la historia de una jovencita narcisista, superficialmente petulante e insensible y por completo desprovista de inteligencia, que se cree las mentiras que cuenta a los demás y que tampoco sabe cerrar el pico hasta que sea otro el que le pida que lo abra y le cuente quién es realmente. Una mujer chiflada con ojos de gato que nos explica que acostumbrarse a vivir, acostumbrarse a cualquier cosa, es como estar muerto; que para que las cosas salgan bien hay que querer hacerlas y otras lecciones vitales, entre trago y trago de whisky y viaje al tocador.
La novela es más cruda que la película no solamente por cómo termina, sino por pequeños detalles que van oscureciendo la nostalgia del relato que en la película pintaron con barra de labios: está ambientada durante la Segunda Guerra Mundial dejando clara la lejanía y circo artificial que supone ese horror en la Gran Manzana, a miles de kilómetros del frente donde el amado hermano, Fred, se deja la vida, mientras que la película discurre a finales de los cincuenta y el pobre Fred muere en un accidente militar de coche cuando estaba a punto de licenciarse (qué mala suerte, oiga); el gato no es ése bonito y juguetón de color canela sino uno sombrío, tuerto, con el ojo útil moteado de malicia y con cara de pirata asesino; Paul no es más que uno de tantos escritores fracasados y no el del film, que ha conseguido publicar ya una recopilación de cuentos, con título sospechosamente parecido a la que publicó Salinger unos años antes, y que además recibe dinero por acostarse con una rica adúltera, convirtiendo así a los protagonistas en una pareja comprensiva porque los dos se ganan el pan de la misma manera pragmática y mecánicamente fría; ella en la novela tiene una extraña y desquiciante librería compuesta a partes iguales por libros sobre amados caballos y sobre aborrecible baseball, y no un estante vacío que presentan de forma graciosa en el fragor de la fiesta de locos que en la película consigue sacar varias sonrisas por lo absurdo y ridículo de varias situaciones. La alta sociedad neoyorkina de entonces, en los dos casos, es acuchillada y dejada en evidencia, quedando mucho peor parada que la mafia italoamericana a la que, al final, Hollywood y la HBO han conseguido que le cojamos cariño.
La angustia existencial, los días rojos que todos tenemos de vez en cuando, hace navegar a la deriva a esa chica indefensa a la que no se le ocurre otra solución que ir a desayunar delante de Tiffany’s para olvidarse de todo y poder seguir viviendo engullida en los engranajes de la gran ciudad, como también lo era en un universo diametralmente opuesto en un pequeño rancho familiar al que nunca llegó a pertenecer. Tiffany’s es la utopía soñadora que todos sentimos en algún momento: nuestro lugar en el mundo, nuestro hogar protector y precioso en el que todo tiene sentido y hasta podemos dar nombre a lo que nos rodea siendo parte activa y creativa de nuestras vidas, y no solamente sufriendo cada mañana esa sensación descontrolada de no estar más que sacando la cabeza del temporal que nos arrastra. Mientras tanto, hasta encontrar eso, nuestra vida no es más que un apartamento alquilado en el que, unos más y otros menos, tenemos las cosas cerradas y a punto si es necesario partir. No es necesario demostrarlo tan explícitamente como Holy para que sea verdad.
Hollywood endulzó el relato, suavizó el lenguaje de los personajes del libro, mezcló dos personajes secundarios para lanzar a ese falso japonés torpe e indignado que recita listas de fuerzas del orden y organismos públicos que no conoce nadie más que él —un inmigrante que da lecciones de moralidad americana a los propios americanos mientras vive en un microcosmos oriental de cartón piedra y tradición—. Censuró un tortazo que él le suelta a ella en la discusión en la que acaba echándole de su apartamento, es más, volatilizó semanas de conflicto con un cambio de plano para conseguir así una reconciliación instantánea que en el libro tortura al protagonista y narrador de la historia. Hollywood conservó la nostalgia y puso el lazo del romanticismo, cosa que muchos agradecemos, y tuvo la suerte de contar con la música de Henry Mancini (que ganó el Oscar cuando estos premios todavía significaban algo más que un aumento de sueldo) y su Moon River, otro Oscar, que le tocó compartir con Henry Mercer, y que sintetiza musical y literariamente la universalidad de la historia, de sus protagonistas y de las potenciales lagrimitas de los espectadores, de forma magistral y eterna.
Hace años yo fui un viajero más en Nueva York y una mañana me acerqué a desayunar a Tiffany’s, a mirar sus minúsculos escaparates con un bollo en una mano y un vaso de cartón lleno de café en la otra, y fui feliz durante unos minutos, tanto como para olvidarme de mis autocompasivas desesperaciones y contentarme pensando que algún día ocurriría una sola cosa que a una chica le haría feliz. Era demasiado joven como para ponerme serio, demasiado bajito también, como Fred, perdón, Paul, y buscaba dónde sentirme a gusto, y allí lo fui. Pueden echar espuma por la boca, llamarme sentimental, turista americanizado y lobotomizado por Hollywood, hombre blandengue, o decir que esto no es un homenaje sino un churro y una vergüenza, no me importa. Sé que ustedes también tienen días rojos en los que tienen miedo y no saben por qué, en los que no desayunan delante de una joyería sino que van a comprarse una película, un abrigo o a tomar unos gintonics para no dejarse llevar por esa sensación que no les deja ni ayudarse a sí mismos y que temen que pueda convertirse en algo crónico. No me consuela el mal ajeno —ejem, no siempre— sino saber que hay algunas películas como ésta que nos hacen recordar que estamos vivos. Eso es el cine.
Gran artículo. Confieso que yo tampoco he leído el libro de Capote (aunque sí conocía el final, distinto en la película) y después de leerte, casi prefiero que siga siendo así. Prefiero quedarme con la Holly Golightly de Edwards, con sus grandes ojos sorprendidos y audaces, con su gato naranja y su pequeña cocina neoyorquina.
Un artículo buenísimo. Lo he disfrutado de la primera a la última línea.
Encontré poco en común entre el relato de Capote y la peli de Blake Edwards. No solo por ser dos medios artísticos distintos. Las disfruté de distinta forma como dos historias que hablaban sobre dos mujeres distintas y desde voces muy dispares.
La película tiene ese algo de la banda sonora impregnado en la historia. Un algo que al final, no sé por qué, nos hace reconciliarnos con el mundo. Esto suena muy cursi, ya lo sé, pero siempre que la veo (no me canso de hacerlo) acabo creyendo de nuevo en la ternura.
Pero después leo a Capote, vuelvo a la realidad y asumo lo contrario.
En fin, que uno no sabe si prefiere lo que es o lo que querría que fuera.
Hoy, tras leerte, tiendo a esto último.
Buenas, llego tarde, pero la verdad creo que es una película sobre-valorada. El libro desde luego tiene otro toque, mucho menos peliculero y ñoño.
Buenísimo, muy bien escrito y muy ameno. Da gusto leer artículos así. Muy recomendable.
Desde luego después de esto no sé si leer el libro…
Tengo que decir que no me gusta el tono moñas de este artículo al que, sin duda, hubiera beneficiado un tono más cínico, como el de la novela. Audrey desayunando mientras mira un escaparate de Tiffany’s queda sofisticado. Un particular desayunando en Tiffany’s queda bastante horterón, para qué vamos a andarnos con chiquitas. Por lo demás, te agradezco el esfuerzo de escribir el artículo y comparar película y novela, que como ya sabes, no tienen por qué coincidir.