Comanche renqueaba al sol del verano de las Grandes Praderas y sus lentos movimientos fueron suficientes para que el teniente Bradley, del 7º Regimiento de Caballería de los Estados Unidos, se interesara de nuevo en lo que a primera vista le pareció una hecatombe de bisontes. Ahora, algo extraño llamó su atención. Había bultos demasiado pequeños como para ser cuerpos del enorme rey de aquellos pastos. Incluso una vez desollado un bisonte es un animal imponente. A medida que se acercaba, los temores que desde hace dos noches habían asfixiado el ánimo del regimiento se iban haciendo realidad ante sus ojos. Aquella mancha en la pradera no era otra cosa que todo lo que quedaba de los cinco escuadrones del teniente coronel Custer: una masa inerte de hombres desnudos que yacían entremezclados con sus monturas muertas. Tan solo quedaba en pie Comanche como mudo testigo de la matanza.
Go West!
Con la llegada de James ‘América para los americanos’ Monroe a la Casa Blanca en 1817 se sentarían las bases de la política estadounidense respecto a los indios para más de un siglo. Sin muchas sutilezas, a base de tratados o balas, consistía en ir empujando al pielroja hacia el Oeste. El Destino Manifiesto se imponía como leit motiv de la nueva nación y la continua llegada de inmigración europea a lo largo del XIX presagia que dos formas de vida antagónicas chocarán una y otra vez por ocupar el mismo espacio. Durante la presidencia de Jackson 90.000 indios fueron deportados desde las antiguas Colonias hacia los grandes espacios abiertos del centro del continente, donde la Oficina de Asuntos Indios se ocuparía de reubicarlos y controlarlos mientras se adaptaban a la vida en las praderas en compañía de sus primos más ‘salvajes’. En la mentalidad india no cabía la concepción de parcelar, cercar y poseer la tierra y la mayoría de los tratados firmados lo eran por representantes de estos que ni comprendían lo que estaban firmando ni en realidad tenían esa representación. Pero esto confería una pátina de legalidad al gobierno federal para ampliar el territorio bajo su poder directo y extender la civilización; no impedía que una porosa ‘frontera’ separara a los nuevos colonos de los nativos.
En 1848 y tras la guerra con México, los EEUU se hacen definitivamente con California, Nuevo México, Arizona, Nevada… y queda entonces un espacio entre ambas costas, las grandes llanuras, que ya no pueden ser ignorados. Desde Washington se convoca en Fort Laramie una reunión con todas las grandes tribus con el fin de llegar a un acuerdo para que los indios no se interpongan a la cada vez mayor cantidad de caravanas —acompañadas de alcohol, armas, cólera, viruela, enfermedades venéreas— que cruzan su territorio, y se les promete toda clase de cristalitos de colores si se comportan como ‘gente civilizada’ y asumen que sus correrías deben quedar confinadas a los espacios controlados por la Agencia de Asuntos Indios. Lo que para los blancos podría parecer algo razonable suponía ir en contra de la esencia misma del modo de vida de los indios, nómadas por naturaleza como bien definió el Jefe Joseph: ‘Esperar que los hombres libres vivan en gallineros es como esperar que los ríos fluyan en dirección contraria’.
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¡Oro, oro!
La situación, con esporádicos episodios de violencia india hacia los colonos que eran cruelmente castigados por las tropas federales, se mantuvo más o menos controlada hasta que en 1858 se desataba el rumor de que en la Rocky Mountains, en pleno territorio Cheyenne y Arapaho, se ha encontrado oro. A partir de ese momento la marea de mineros en busca de fortuna se hace incontenible. Detrás de estos vendrían los comerciantes y granjeros que les han de proporcionar sustento y diversión con la evidente intención de establecerse permanentemente en las tierras que por derecho pertenecían a las tribus. Durante tres años la Reserva mengua hasta un tercio de superficie original mientras los jefes indios Olla negra y Antílope Blanco, conscientes de su incapacidad para hacer frente por las armas, buscan mantener lo poco que les va quedando. A esto se opone un grupo de guerreros, los Hombres Perro, cuyas incursiones proporcionarían a los federales la excusa perfecta para aplastar lo poco que quedaba de los ‘dominios’ indios en Colorado.
‘¡Maldigo a cada hombre que simpatiza con los indios! He venido a matar indios, y creo que es justo y honorable usar todos los medios que existen bajo el cielo de Dios para matarlos.’
Así se expresaba el coronel John Milton Chivington. No es de extrañar que en 1864 liderara la matanza de Sand Creek, donde 700 casacas azules arrasaron un campamento Cheyenne hasta dejarlo en cenizas matando a cerca de 200 ‘civiles’.
En territorio sioux el mismo patrón de acontecimientos se presenta una década más tarde, cuando una expedición de Custer halla el vil metal en las Black Hills. Pero esta vez, la personalidad de dos hombres a su manera excepcionales, haría que el enfrentamiento entrase en la leyenda.
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Toro Sentado
Con unos 40 años cuando comienza nuestra historia, Toro Sentado era el líder espiritual de los sioux y demasiado mayor ya para participar en la batalla que se avecinaba, pero no siempre había sido así. Lejos estaba de ser un místico chaman y en la tribu era considerado como la unión perfecta de los mundos terrenales y espirituales.
Su nombre, que puede resultarnos ciertamente pintoresco a los blancos, ya dejaba entrever el respeto que infundía en sus hombres. Para el occidental el búfalo era el animal más tonto de la pradera. Se dejaba matar tranquilamente, e incluso una vez escuchados los primeros disparos seguían sin moverse y los cazadores disparaban una y otra vez sobre la manada diezmándola hasta que se quedaban sin balas. Por el contrario, para los indios, eran fuertes y sabios, cercanos al Espíritu que todo lo ocupa y que en posición de sentado tendría una postura firme, estable. Esto nos daría como resultado que, para los guerreros, Toro Sentado era el ser fuerte y poderoso que había ido a vivir entre ellos. Se cuenta aún en los fuegos de las fiestas sioux que Toro Sentado venía de una estirpe de hombres admirables, y que incluso su padre llevó ese nombre cuando en un partida de caza un bisonte fue capaz de comunicarse con él y le dio a elegir cómo quería llamarse entre unas alternativas que podríamos traducir como Toro sentado, Toro que salta, Toro que está con la vaca y Toro solitario. Representando cada uno una etapa de la vida del hombre —infancia, juventud, madurez y ancianidad— el padre de nuestro protagonista escogió la primera opción por el hecho de que al ser pronunciada en primer lugar por el espíritu del búfalo debía ser la más importante. Y este nombre llevó hasta que orgulloso de su hijo, al que hasta entonces llamaban Lento por su asombrosa tranquilidad, terminó por cedérselo.
La juventud de Toro Sentado fue movida. No era un hombre que se limitara a ejercitar su lado espiritual y siempre estuvo dispuesto a participar en los combates contra los crows, enemigos ancestrales de los sioux, de los que solía regresar con una retahíla de orejas, genitales, cabelleras, lenguas y en una ocasión hasta una mano de guerrero crow atada aún a su tomahawk. De hecho, alcanzó el grado de Corazón Bravo, cosa que antes que él solo había logrado otro sioux y que le permitía lucir en combate un gorro con cuernos de bisonte, plumas de cuervo y una cinta que arrastraba por el suelo que no solo era decorativa. Esta tira de piel de búfalo servía para una vez llegado al lugar del combate, el guerrero se atara con ella a una estaca clavada en el suelo para demostrar a sus enemigos que no daría un paso atrás. O le mataban, o de ahí no se movía.
Como líder de los suyos y conociendo ya las consecuencias que los tratados con el Gran Jefe Blanco solían deparar a los hombres de las praderas, Todo Sentado siempre se negó a participar en cualquier tipo de conversaciones con los anglosajones, y comprendió que si existía una única oportunidad de conservar su cultura intacta ésta pasaba por la unión de todas las naciones indias, como expresó a sus hermanos cheyennes en Rosebud Creek:
“Nosotros somos una isla india en un mar de blancos. Tenemos que mantenernos unidos, pues solos seríamos arrollados por ellos. Esos soldados quieren luchar, quieren la guerra. Bien, entonces la tendrán”
Ningún tipo de pacto entraba en sus planes. Consideraba que tras miles de años debía luchar por la tierra en la que les había puesto el Gran Espíritu, y era consciente de que el compromiso con los estadounidenses destruiría todo aquello en lo que había crecido y vivido. No sería posible seguir a las manadas, ni cambiar los campamentos según la época del año. El alcohol y las enfermedades acabarían por corromper a sus guerreros, como había sucedido en los lugares en los que las demás tribus habían aceptado la civilización, las granjas, las ciudades.
De esta manera llega el punto en el que otro hombre, de largos cabellos rubios, entra en escena.
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George Armstrong Custer
Tal vez una de las más controvertidas figuras de la Historia de los EEUU; se puede decir casi cualquier cosa que suene a excesiva de él y acertaremos. Sus escritos son difícilmente compatibles entre ellos, yendo desde una defensa a ultranza de los derechos de los indios a un inocultable deseo de acabar con ellos en busca de gloria. Petulante y ambicioso, agresivo y valiente, en batalla era un tornado que no conocía el miedo y un más que notable comandante de caballería, como demostró durante la Guerra de Secesión. Sus acciones durante los años de pelea contra el Sur le llevaron de teniente segundo a general, con veintitrés años, teniendo incluso el honor de ser el oficial designado para recibir de manos de Lee la bandera de la rendición confederada en Appomattox.
Alto, de intensos ojos azules, con melena y bigotón dorados, una excelente forma física pues ni fumaba ni bebía —algo no muy común entre los soldados por entonces—, que le confería una apabullante presencia física y una resistencia que asombraba a tirios y troyanos en combate. No en vano, a lo largo de su carrera no menos de 11 caballos cayeron muertos mientras él los montaba y aun después siguió combatiendo. Odiado y amado por sus hombres, era un inflexible jefe que no dudaba en ejecutar a desertores sobre el terreno y a su vez un subordinado incontrolable para sus superiores, a los que traía de cabeza desobedeciendo sus órdenes cada vez que le apetecía y consideraba que su iniciativa merecía la pena.
Al finalizar la Guerra Civil, Custer pierde su rango como general en el ejército de voluntarios y recupera su antiguo empleo como capitán del 5º de caballería. La inactividad cuartelaria no está hecha para nuestro hombre visto lo visto, así que solicita un permiso prolongado y se dedica a sopesar las más variopintas alternativas como opciones de futuro. Considera embarcarse en la minería, en la construcción del ferrocarril, en presentarse al Congreso, incluso en enrolarse en el ejército mexicano, pero sabe que siempre será un soldado de caballería y, por fin, encuentra su puesto al ser nombrado teniente coronel al mando del recién creado 7º Regimiento, destinado a la frontera india.
A partir de 1873 se suceden las incursiones y las escaramuzas contra los ‘salvajes’ y Custer sigue aumentando su fama, más aún cuando encuentra el oro del Yellowstone. Crecido en su ambición se involucra en una lucha política con el mismísimo presidente de los EEUU, Ulysses S. Grant —probablemente el peor presidente de la Historia, por cierto— que ya le había sufrido bajo su mando en la guerra. La broma, con declaraciones ante el congreso y consejos de guerra de por medio, casi le cuesta la destitución. Aunque viendo el resultado, ‘costar’ quizás no sea el verbo adecuado. Al fin y al cabo, si no hubiese sido por la intercesión del general Sheridan que le tenía en gran estima, Custer nunca hubiese cabalgado hacia la muerte en aquel verano indio de 1876.
‘Apelo a usted como soldado para evitarme la humillación de ver marchar mi regimiento a encontrarse con el enemigo sin que yo comparta los peligros’
Esas líneas escritas por Cabellos Dorados a su superior, surtieron efecto y sellaron el destino del 7º de Caballería. Marcharía frente a los sioux al son de Garry Owen bajo el mando de George Armstrong Custer. Por última vez. (Continúa aquí)
Esperando más con impaciencia. Me encanta esta parte de la historia norteamericana. Felicidades por el articulo.
Quiero la continuación ya!
Muy muy muy bueno
Gran relato. Mi más sincera enhorabuena.
Esperando ansioso la segunda parte.
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Exquisito artículo, me gustaría completarlo leyendo el libro, pero parece una causa imposible.
Gracias por tu artículo.
Felicitaciones excelente trabajo de investigación y de narración!!!