Avisó en twitter @Lupe_, (llegué a escribir “la simpática @Lupe”, pero luego me sonó condescendiente y decidí no incluirlo, como pueden ver) del discurso dado por el sucesor de San Pedro en el Bundestag. Se hacía la tuitera una pregunta retórica: “¿con qué se puede estar en desacuerdo?” Todos sabemos que está feo responder las preguntas retóricas, así que, en vez de hacerlo, expresaré con qué estoy de acuerdo y luego seguiré.
Sigo. Es interesante situarse en el terreno formalmente propuesto por el Sumo Pontífice: ¿hay un ámbito no religioso, más allá de los puros hechos, indiscutible, del que podamos extraer una noción de justicia, de lo que está bien o mal? Bien. Me situaré en ese terreno, pero yo lo haré de verdad, no como el vicario de Cristo, que después de comenzar el partido, cambia las reglas. ¿No me creen? Lean:
«En consecuencia, la naturaleza podría contener en sí normas sólo si una voluntad hubiese puesto estas normas en ella.»
Es igual. Aunque hubiese prescindido de Dios, seguiría en desacuerdo. El discurso se fundamenta en un uso deliberadamente ambiguo de los términos justicia y derecho. Ratzinger (de ahora en adelante lo llamaré así, ya que se me han acabado los sinónimos) habla del derecho como equivalente o, más concretamente, como derivado de la justicia, declarando de forma reiterada que el derecho que no es justo no es derecho. Lo hace citando a San Agustín. En el texto traducido se hace decir a Ratzinger:
“Quita el derecho y, entonces, ¿qué distingue el Estado de una gran banda de bandidos?”, dijo en cierta ocasión San Agustín
Bueno, San Agustín no dijo eso exactamente. En De Civitate Dei (Liber IV [IV]) afirma el pecador devenido en santo:
«Remota itaque iustitia quid sunt regna nisi magna latrocinia?»
«¿Sin la justicia que son los reinos sino grandes latrocinios?»
Pensé, al principio, que se había producido un problema de traducción, sobre todo cuando comprobé, en una versión inglesa del mismo discurso, que se optaba por la palabra “justice”; pero no, el cambio se produce como consecuencia de la utilización por Ratzinger del término Recht, que puede (según he visto) traducirse por derecho y legislación, al igual que por justicia y razón.
«Nimm das Recht weg – was ist dann ein Staat noch anderes als eine große Räuberbande», hat der heilige Augustinus einmal gesagt.
Me ha comentado mi particular traductora de alemán que, a pesar de la existencia de otras palabras para “justicia”, la elegida es la más natural. La traducción al español, en última instancia, no sería del todo correcta (a pesar de que también los españoles –peste de iusnaturalistas- admitimos que una acepción de derecho sea la de justicia), porque yo creo que hay un matiz trascendental que diferencia ambos términos. El derecho se refiere al conjunto de reglas aplicables, mientras que justicia es un término moral, una especie de desiderátum, en mi opinión indefinible en términos absolutos. San Agustín no habla de la “ley”, habla de la “justicia”, y por esa razón, en ese mismo pasaje cita la anécdota del pirata que reprocha a Alejandro Magno que la única diferencia entre ellos es de tamaño: él es un pirata porque es pequeño y Alejandro un emperador porque es grande. En cualquier caso, que Ratzinger cite esa obra es estupendo para ver dónde nos lleva el orador, que actúa como lobo con piel de cordero. Lo digo porque La Ciudad de Dios nos habla de un lugar en el que encontraremos la paz, la felicidad y la racionalidad, pero ese lugar no es de este mundo, sino del otro, y se basa en la obediencia no a la naturaleza, sino a Dios:
«Quapropter ubi homo Deo non seruit, quid in eo putandum est esse iustitiae? quando quidem Deo non seruiens nullo modo potest iuste animus corpori aut humana ratio uitiis imperare. Et si in homine tali non est ulla iustitia, procul dubio nec in hominum coetu, qui ex hominibus talibus constat. Non est hic ergo iuris ille consensus, qui hominum multitudinem populum facit, cuius res dicitur esse res publica .»
«Por cuanto allí donde el hombre no sirve a Dios, ¿qué puede haber en él de justicia? En aquéllos que no sirven a Dios en ningún modo, puede justamente el alma dominar sobre los vicios del cuerpo y la razón humana. Y si en ese hombre no hay justicia, sin duda tampoco en una comunidad de hombres como él, y de ella no se puede derivar ese acuerdo sobre el derecho que convierte en pueblo a la multitud y que llamamos república.»
De Civitate Dei (Liber XIX [XXI])
En fin, demostrado que todos podemos citar a San Agustín (autor que nos resulta muy cercano, puesto que vivió otro default o fin de los tiempos, el del Imperio Romano), puedo continuar.
Ratzinger nos dice que los teólogos cristianos no impusieron un derecho revelado. Esto es falso, naturalmente. Sí, el derecho romano (uno de las grandes creaciones de la civilización occidental) fue parcialmente asumido, y con modificaciones, pero lo fue en la medida en que coincidía con la visión que se iba imponiendo (según se iba creando y cambiando) por las autoridades religiosas. Además, las legislaciones de los países cristianos se completaron con normas y prohibiciones destinadas a adaptar el comportamiento de la gente a la ley de Dios. No creo que sea necesario poner muchos ejemplos, pero, para que no se me acuse de inconcreto, ¿qué otra finalidad tenían las normas destinadas a lograr la conversión de los judíos o por qué se aplicaron directamente los cánones del concilio de Trento en muchos países católicos, entre ellos todos los Reinos de Felipe II? Entre esos cánones se encuentra éste:
«CAN. I. Si alguno dijere, que el hombre se puede justificar para con Dios por sus propias obras, hechas o con solas las fuerzas de la naturaleza, o por la doctrina de la ley, sin la divina gracia adquirida por Jesucristo; sea excomulgado.»
Les aseguro que después de la excomunión pasaba algo más. Y me parece un chiste defender que la institución que tuvo por Papa a Gregorio VII buscaba un derecho basado en conceptos no revelados de racionalidad o justicia, y que haya “tomado posición contra el derecho religioso” ya desde San Pablo. En uno de sus Dictatus, Gregorio VII afirma respecto a la autoridad del Papa:
XVIII.«Quod sententia illius a nullo debeat retractari et ipse omnium solus retractare possit». (Que su sentencia no sea rechazada por nadie y sólo él pueda rechazar la de todos).
Alguien dirá que hay que distinguir la Iglesia de sus teólogos, como se dice que no hay que confundir los vicios y pecados de los pastores con los de la Iglesia. ¡Ah! Siempre me llama la atención la referencia permanente a la presencia del cristianismo (prácticamente hasta el siglo XX) en el nacimiento y desarrollo de todo tipo de conceptos, disciplinas e instituciones. Es un argumento literalmente abusivo. Hasta hace muy poco tiempo sólo se podía pensar en Europa, escribir en Europa, crear en Europa, siendo cristiano. Al menos formalmente cristiano. Los conceptos básicos del derecho de gentes, y aquéllos que terminarán dando lugar a lo que en el discurso papal se llama Iluminismo, se produjeron en siglos en los que cualquier sospecha de ateísmo te llevaba a la muerte, a la cárcel o al destierro. Donde no hay libertad, hay que poner en entredicho las cosas que dice y hace la gente. Y si se producen avances bajo regímenes tiránicos, suelen ser resultado de una tensión permanente de ampliación de las fronteras, pero sin traspasar demasiado el límite. Eso, en Europa, se hacía cerca de príncipes que tenían el poder suficiente como para contrariar, algo, a la Iglesia. La realidad es que la religión cristiana, como todas las religiones dominantes, trato de imponer su mensaje absoluto y las consecuencias de ese mensaje, y sólo por razones que tienen que ver con la atomización de los Estados y la carrera de armamentos, con la presencia del pasado grecolatino y con el desarrollo científico, ha ido perdiendo bazas desde aquel momento en que se convirtió en doctrina dominante.
Naturalmente, ahora la Iglesia, magistral en eso de cambiar para que todo siga igual, se ha refugiado en conceptos abstractos de naturaleza y justicia, para atacar al positivismo. Y maestra como es en la búsqueda de aliados circunstanciales, le lanza un guiño a los ecologistas, con una versión manifiestamente tan irracional como la propia. Dice el Papa:
«Gente joven se dio cuenta que en nuestras relaciones con la naturaleza existía algo que no funcionaba; que la materia no es solamente un material para nuestro uso, sino que la tierra tiene en sí misma su dignidad y nosotros debemos seguir sus indicaciones.»
Volvemos de nuevo a lo mismo: el horror vacui, el miedo a la ignorancia, como fuente para los desvaríos. ¿Dignidad de la Tierra, indicaciones de la Tierra? Ratzinger dice que el positivismo no puede explicar la razón y que del positivismo, como explicación de hechos, no puede nacer ningún puente hacia el ethos. Imaginemos que es cierto, a pesar de resultar harto discutible, ¿por qué eso debe implicar que tengamos necesariamente que encontrar respuestas en otros lugares? Más aún, ¿por qué tienen que existir esas respuestas? ¿Por qué hay que dar ese salto irracional y derivar nuestras instituciones de una explicación sobrenatural? Porque eso es lo que hace Ratzinger, trucar la discusión. Dice que el terreno común para las fuentes del derecho, sobre todo en lo relativo a eso que llamamos derechos del hombre, es la racionalidad, pero sólo lo hace para, mediante su definición, introducir sus visiones religiosas del mundo, de la creación y del hombre. Su racionalidad no es mi racionalidad.
Yo no creo que exista una fuente inmanente de la que derive la dignidad del hombre. Más aún, no creo en la dignidad del hombre como fuente de nada. No creo que exista un derecho natural. Europa y la civilización occidental son un producto de siglos, un producto humano. Estoy conforme con que nos parezca mal y castiguemos el homicidio y la esclavitud, y con que las mujeres voten, pero lo estoy no porque aparezca grabado en palabras eternas, sino porque hemos ensayado y nos hemos equivocado, y hemos caminado hacia una sociedad que busca un equilibrio en la libertad y la paz. Y ese equilibrio se asienta en principios bien terrenales: sencillez y generalidad, búsqueda de la paz social. Sin embargo, lo que nos parece tan claro no lo fue antes. Cuando el legislador americano nos dice, hablando de Dios, que tenemos derecho a la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad, no incluye en el “todos” a las mujeres o los negros. Y también en aquel momento su interpretación de lo natural remitía a Dios y a la “naturaleza” y “dignidad” del hombre. Esos conceptos sólo tienen valor por ser precisamente funcionales, eso que tanto horroriza a Ratzinger. La provisionalidad y fragilidad de nuestras construcciones jurídicas son su mayor fuerza. No habrá referencia no falsable o que no sea producto del tiempo, de la discusión y del ensayo tranquilo, que las haga tambalear si reconocemos que no tenemos por qué presuponer que haya un más allá en el que se anclen. Los conceptos absolutos son peligrosos porque son indiscutibles. Si convertimos en dogma una visión de lo racional y natural, no admitiremos otras evoluciones. Seremos dioses, como los sicilianos del Príncipe de Salina, y oprimiremos a los que piensen de otra manera.
Lo más valioso de la cultura europea es precisamente lo más adjetivo. Huyamos de lo sustantivo, el lugar de las tiranías. La libertad es una facultad, una capacidad de hacer. De las cosas que hemos pensado y hecho, se derivó una idea estupenda: pensar y actuar libremente, sometiéndonos, como ciudadanos, a leyes que nos hacían iguales. Esas leyes están construidas sobre la sencillez y la abstracción, pero están repletas de arbitrariedades admisibles porque son mejores que sus alternativas, y la muerte y la destrucción nos lo han enseñado. Y dentro de la muerte y la destrucción hay que incluir las visiones totalizadoras que llenaron los campos de Europa de sangre por cuestiones como el magisterio sobre la interpretación de la palabra de Dios.
Estoy encantado, porque no soy un memo como Dawkins, de escuchar a Ratzinger antes que a un asesino de médicos abortistas, pero no me engaña esa supuesta búsqueda de una inmanencia no religiosa, común a todos los hombres, como tampoco me engaña la entusiasta adhesión al big bang. Y para comprobar de qué habla el Pontífice basta con recordar que considera contrario a la naturaleza humana una legislación que permita el divorcio, el matrimonio homosexual, el aborto en cualquier circunstancia o la investigación con células madre. Su oposición se basa en dogmas. Por eso insiste tanto en hablar de que Europa no tiene cultura si, en la formación del derecho, no considera “otras convicciones y valores”. No, esto no es cierto. El positivismo no nos dice que alguien no influya o intente influir para que la legislación represente unos valores. No, lo que dice es que no es admisible el discurso de los que dicen que lo bueno y lo justo está ya dado, previamente dado. Y si nuestros ordenamientos se han ido haciendo rígidos en un determinado núcleo es porque le ha ido bien a la mayoría y porque ha sido bueno para los negocios. Y ese núcleo, en parte, fue anatemizado por las diversas sectas cristianas, incluyendo las mayoritarias, como la que representa el Papa. Huid, ya lo veis, de los falsos conversos.
No hay una verdad religiosa, ni biológica, ni social, que sea fuente de las reglas que nos hemos dado. Sólo hay conveniencia y adaptación razonables. Muchas personas necesitan constituciones eternas, reglas inmutables. Es comprensible. Ya lo sabían los primeros legisladores: es más práctico el tabú religioso que la simple prohibición. A personas así les termina dando igual que el avión sea una maqueta de madera. Por aquí, hace tiempo que decidimos que el avión sólo sirve, si vuela.
Muy interesante. Aunque tengo una pregunta tonta: ¿por qué le parece Richard Dawkins un memo? No es que no vaya a estar de acuerdo con la memez de Dawkins en ciertos aspectos, pero siento curiosidad por sus motivos concretos de usted.
Gracias por su comentario. Fue un exceso llamar memo a Dawkinss en vez de hablar de las memeces que ha dicho sobre Dios y la religión. Aquí lo explico.
http://tsevanrabtan.blogspot.com/search/label/The%20God%20delusion
Gran artículo. Aunque con sesgo racionalista, creo. Desde mi perspectiva emotiva, yo sí intuyo que hay leyes de lo salvaje, y morales más naturales (que la razón podría desvelar) a otras, aunque no implicaría que fuesen mejores (a todos)…
Que la naturaleza es desde luego también «rara» me parece evidente. La vida no tanto. Suele haber, tengo esa impresión, una determinable «fuerza motriz» (esencia) que se diferencia de un posible resto igualmente necesario, como efecto disipativo, pero no fundamental. Un hábitat general y unas secuelas: con juicio de valor, un remanente segunda división. No creerse Dios y conservar la biodiversidad sería importante (el positivismo tradicionalmente tiene siempre el defecto mesiánico, nunca ingenuo, de creer poder predecir donde no sería posible), pero para mí que hay «más naturaleza vital» y menos thánatos en alguna clase de vida y valores que en otras artificio. Por otra parte, el derecho debe ser siempre un humanismo.
¿Soy demasiado determinista (no es lo mismo que dogmático), o quizá tal vez algo supersticioso? En resumen, no creo que ser iusnaturalista sea tan apestoso.
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