La frase “la inteligencia militar es a la inteligencia lo que la música militar es a la música” revela uno de los prejuicios más estúpidos que circula entre los que se incluyen en el grupo de los inteligentes. La, a menudo, desconocida realidad es justo la contraria. La disciplina en la que los seres humanos han demostrado más inteligencia con unos resultados más satisfactorios es precisamente la militar. Hemos pensado en cómo matarnos o evitar que nos maten de forma mucho más brillante, intuitiva, consistente, constante y profunda que en cualquier otro asunto. Estamos cegados por los logros intelectuales de otras disciplinas, cuando la realidad es que el resultado de su comparación con las ideas nacidas para ganar guerras es inapelable. ¿O no creerán que el Instituto de Estudios Avanzados puede compararse al Estado Mayor Alemán, supongo? En fin, lo de matar siempre ha tenido mala (comprensiblemente mala) prensa, a pesar de haber prevalecido en todas las sociedades incluso sobre la religión, porque, no se dejen engañar por el rollo galileano, si los curas mandan menos se debe básicamente a que el príncipe quería ganar batallas.
Un ejemplo de lo que digo se encuentra en la obra del general norteamericano Donn Starry. Este hombre, que murió hace unos días, fue la cabeza del equipo de pensadores militares norteamericanos que diseñó la doctrina que prevaleció en los años ochenta y noventa, adoptada por la OTAN y sucesivamente mejorada, y que tuvo su expresión práctica más conocida en la Primera Guerra del Golfo. Esa doctrina fue llamada AirLand Battle y su historia es además interesante, porque es un ejemplo muy reciente del debate entre lo directo o lo indirecto en táctica y estrategia. El concepto de estrategia indirecta se popularizó a través de la obra de cabecera de muchos aficionados al estudio y la práctica de la guerra, el libro Estrategia: la aproximación indirecta de Liddell Hart, un ensayo absolutamente indispensable, que defiende una visión de la guerra basada en la dislocación del enemigo y su derrumbe moral y material, más que en el ataque decisivo derivado de una acumulación de medios ofensivos imparable. La historia de la guerra demuestra, a juicio de Liddell Hart, cómo fuerzas menores, bien dirigidas, han sido capaces de derrotar a fuerzas superiores, mediante la simple rotura de su equilibrio. El ejemplo máximo lo encontraríamos en Belisario, que fue capaz de impedir una invasión persa simplemente realizando movimientos de tropas y maniobras de engaño.
En la década de los setenta, el pensamiento militar parecía estancado como consecuencia de la introducción de un factor que inutilizaba todas sus ecuaciones: el arma atómica. No había forma de encajar estratégicamente, más allá del simple concepto de disuasión nuclear, las armas atómicas, y su uso táctico era visto por muchos como una entelequia. Cuando se hicieron presentes se estropearon los resultados, como ocurría con los infinitos esos de la teoría cuántica de campos (y ya ven que voy aprendiendo el sutil arte de la comparación cultureta). La solución fue la misma: eliminarlos. Fue un atajo, pero no una trampa, en ninguno de los dos casos; desde luego no lo fue en el campo militar, como demostraron la Guerra del Vietnam y, sobre todo, las guerras entre Israel y sus amigables vecinos. Muchos llegaron a la conclusión de que su capacidad devastadora las podía hacer inservibles y que, en cualquier caso, había que seguir pensando en cómo ganar una guerra sin utilizarlas. Una consecuencia directa de esos conflictos de los años sesenta y setenta fue el renacimiento del pensamiento militar, que, sin embargo, se vio lastrado por una valoración excesiva del efectivo poder destructivo demostrado en el campo de batalla por algunas armas convencionales. Paradójicamente, al eliminar el arma máxima de la primera línea, TRADOC, el cenáculo de los nuevos pensadores militares, produjo una doctrina, la llamada “Defensa Activa”, excesivamente conservadora: de nuevo, por hacer una comparación imposible, se imponía el Napoleón malo, el de Wagram, al bueno, el de las campañas italianas. Esa situación no duró demasiado. Una generación más joven, liderada por Donn Starry, cambiaría el pensamiento estratégico y táctico, usando, como muchos otros, conceptos nacidos en otras disciplinas, como la matemática o la física y que se generalizaron precisamente en esos años. Eran también buenos en eso de la relación cultureta y conocían a Gödel, hablaban de termodinámica y no les temblaba el pulso al mencionar el manido principio de incertidumbre. Era, como tantas veces, una curiosa mezcla de brillantez y diletantismo. El ejemplo más evidente se encuentra en los trabajos de un tipo curiosísimo, piloto de guerra e instructor de pilotos, economista, ingeniero y rey de los apodos, llamado John Boyd, y sobre todo en su sorprendente obra Patterns of conflict, en la que desarrollaba el concepto de ciclo OODA, la actuación recurrente de observación, orientación, decisión y acción, y en la que examinaba ejemplos clásicos de manipulación del ciclo del enemigo por el comandante victorioso, considerando esa manipulación y la desorientación decisiva que produce como la causa fundamental del éxito en la batalla:
«Penetrate adversary’s moral-mental-physical being to dissolve his moral fiber, disorient his mental images, disrupt his operations, and overload his system—as well as subvert, shatter, seize, or otherwise subdue those moral-mental-physical bastions, connections, or activities that he depends upon—in order to destroy internal harmony, produce paralysis, and collapse adversary’s will to resist.»
(Penetrar el ser moral, mental y físico del adversario para disolver su fibra moral, desorientar sus representaciones mentales, desbaratar su operaciones y sobrecargar su sistema –así como subvertir, destruir, tomar o de otra forma someter sus bastiones morales, mentales, físicos, las conexiones o las actividades de las que depende- para destruir su armonía interna, provocar su parálisis y colapsar su voluntad de resistencia.)
El general Donn Starry haría una aplicación concreta de esas y otras ideas en la doctrina AirLand Battle, que las unificaba en un concepto esencial que, también paradójicamente, parecía descansar en el denostado concepto de acción decisiva. Esa idea, la del campo de batalla extendido, ampliaba el lugar y el tiempo de la acción de guerra hasta niveles desconocidos, mediante la máxima coordinación operativa de las diferentes armas, y una organización escalonada. La introducción sistemática del elemento temporal era lo más innovador: también organizado de forma escalonada, se hacía hincapié en la necesidad de que la actuación táctica buscase la aparición de ventanas de tiempo en el desarrollo de la batalla, que permitiese la anticipación a las reacciones previsibles del enemigo. El uso de esas ventajas temporales, mediante una agresión permanente y profunda, que cambia constantemente de objetivo, retroalimentada por la información continua y la adaptación coordinada desde el ámbito de la brigada a la del cuerpo de ejército, desorientaría e incapacitaría al adversario, obligado constantemente a defenderse, incluso en sus bases y líneas de aprovisionamiento. Se trataba de sistematizar y elevar a una escala desconocida algo que siempre habían tenido en cuenta los buenos comandantes: vencer al enemigo por el pánico derivado de la sensación de estar siempre por detrás, de que el otro siempre se anticipa a tus movimientos, como si leyera tu pensamiento.
Cuando el ejército iraquí se enfrentó al norteamericano en la Primera Guerra del Golfo, su derrota fue vista, por muchos, como una consecuencia mecánica de la superioridad tecnológica y de fuerzas. Sin embargo, la superioridad fundamental, que explica la rapidez de la victoria, se produjo en el ámbito de la lucha entre dos organizaciones: una de ellas había ido más lejos en la automatización y sistematización de la iniciativa inteligente, en el control del flujo y asimilación de la información y en la búsqueda de la oportunidad. Venció un producto cultural más refinado.
Ya les dije en mi primer artículo que estoy siempre anticuado. Esto de que les he hablado ha sido engullido (¡así es como usa a Hegel un militar!) a mediados de los noventa por una doctrina nueva, en la que el factor fundamental es el intercambio masivo, flexible y veloz de la información. Los tipos que la han diseñado, a ritmo de alla breve, se anticiparon a otros que ahora presumen de innovadores. Si quieren saber algo sobre el asunto pueden intentarlo, pero deben darse prisa porque quizás some communist bastard’s going to make an appointment pop you a new asshole in your forehead. You adapt. You overcome. You improvise. Let’s move.
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Coño Tsevan, de aquellos lodos arcadianos estos polvos airlandbattle. Felicidades. Please, continue.
Que siga, que siga…el público quieres más.
Me adhiero al público enfervorecido.
Seguro que conoce los desarrollos teóricos de la RAND Corporation desde mediados de los años 40 sobre conflictos, y en especial sobre el arma atómica y la guerra nuclear. Una divertida historia de aquello se puede encontrar en Poundstone, El dilema del prisionero.