A punto de cumplir 42, sigo quemando a conciencia las etapas que se suponen a cualquier serpiente de bien. Mi primera mudanza consistió en abandonar el trotskismo para, tras un lustro de penitencia maragallista, acabar abrazando el lado oscuro de la fuerza. Me ocurrió, en fin, lo que describe el gran Horacio Vázquez-Rial en Por qué dejé de ser de izquierdas: «En un primer momento el trostkismo te sirve para hacerte trotskista, y en un segundo momento para liberarte de los trotskistas, porque con ese modelo de pensamiento no hay nada que te sirva de nada». El cambio de camisa tuvo su correlato en el de periódico, siendo así que una mañana de finales de los noventa, al plantarme en el quiosco, mi mano se fue desviando de la pila de El País hasta posarse, temblorosa, en la de El Mundo. Asimismo, he ido camuflando mi querencia toxicómana (es la genética, comisario, se lo juro) con un súbito interés por lo culinario en el que, a buen seguro, ha influido la supervivencia de mis dos hijas. Por lo demás, en los últimos tiempos apenas leo novelas y mi hastío de planta joven ha llegado al punto de ensuciarme la mirada ante ciertas señoras de cincuenta. Digo yo que el divorcio debió de trastorcarme el canon. Soy, en definitiva, un converso de antología, por lo que convengo con Boadella en que a la fundación de un partido político ha de seguir, obligatoriamente, la de su escisión. Mas si les hablo de mí no es porque considere que soy un tema más enjundioso que el amor o la muerte, sino con el propósito de que, por contraste, la figura de Raúl Pérez López, 25 años de amistad, cobre el realce que merece. El 29 de diciembre cumplirá 42 y desde los dieciséis vive gravemente emparejado con la que viene siendo la madre de sus tres hijos. Ni que decir tiene que no se le conoce una maldita amante ni más vicios que los miles de comics de la Marvel que almacena quién sabe dónde. De izquierdas lo conocí y de izquierdas sigue siendo, de esa izquierda lúcida y repelente que da su brazo a torcer cuando les mentas sortilegios como Pajín, Chacón o Aído. Y, cuando compra un diario, ese diario es El País, el mismo que compraba en juventud. Como entonces, sigue disfrutando de las novelas de Pérez-Reverte y desollando las películas de Woody Allen. En el cuestionario del Pandemonium, a la pregunta de «¿es su vida como se la había imaginado a los 20 años?», Raúl respondería que su vida no es fruto de la imaginación, sino de un diseño inteligente. Un dechado de coherencia, ése es Raúl. Hace unos días, no obstante, descubrí una grieta en su vida. De siempre, mi amigo había despotricado del mundo maquero: de los iMacs, de los iPods y de todo lo que tuviera que ver con el logo de la manzanita, esa fruslería para niños bien. «Donde esté un buen pecé que se quite lo demás», clamaba con su estupendísima vehemencia. (Lo que yo he pasado, señores, no hay artículo que lo pueda contener.) El caso es que habíamos quedado en vernos y me dijo que cuando saliera de casa de sus suegros me enviaría un whatsapp (porque Raúl, prototipo mejorado de Guardiola, suele comer los festivos en casa de sus suegros, que le profesan devoción). En fin, «que si eso cuando salga, te envío un whatsapp». Yo sospeché algo, no me pregunten por qué. Fue luego, en su casa, cuando vi sobre la mesa del salón el iPhone 4, ese magnífico borrón que habrá de acompañarle de por vida junto con la derecha a la que jamás se abandonó, los divorcios que no le devastaron y las amantes que nunca tuvo.
3 Comentarios
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A veces tropezamos del modo más tonto. Qué le habría costado a ese hombre hacerse con un smartphone con android, que además es código abierto.
Yo quiero tener amigos así. Digo: amigos que me escriban esto, coñe.
me encanta como escribe este señor