Hasta mi llegada a Rumanía nunca fui un asiduo a los estadios de fútbol. Mi mayor número de presencias lo registraba el campo de El Porrejat, donde juega en regional el equipo de mi pueblo. El terreno de tierra estaba rodeado por un bordillo alto que servía a los espectadores para sentarse e hizo llorar de dolor a muchos laterales peleones. Antes de que hicieran la tribuna cubierta de obra hubo un intento de movimiento ultra junto a la tapia que separaba el campo del frontón. Como los grupos de todo el mundo se ponen nombre según su ubicación en el campo, aquellos pioneros entusiastas se hicieron llamar Ultra Tapia y sólo se movían de su sector en los penaltis, para intimidar con sus gritos al portero o delantero visitante. Conscientes de sus limitaciones, los escasos Ultra Tapia dejaban acercarse a los niños, que aunque hacíamos los coros menos fieros aportábamos al grupo número y estridencia. Gritábamos mucho Ultra Tapia y sus cadetes, pero nuestras acciones contra los árbitros nunca pasaron de poner botellas de plástico en el tubo de escape de sus coches. Más peligrosos eran los hombres de apariencia plácida, camisa y manos a la espalda, que veían los partidos solos o en grupos de dos. Un penalty en contra o una expulsión local desataba toda su ira y no era raro que saltaran al campo a por el cuervo, que era como muchos llamaban al sufrido hombrecillo de negro. Si los nervios no se habían extendido al equipo los jugadores paraban al espontáneo cordialmente, porque con la pareja de guardias civiles no siempre cabía contar. Los agentes llevaban una vida dulce en Atzeneta, y su compromiso con el pueblo iba a menudo más allá del que les obligaba con el orden y la ley. Un atropello a la UD era una afrenta a los vecinos con quienes vivían, y varias veces les vimos enzarzarse de verde en tanganas sobre la tierra. Pasó el tiempo de Ultra Tapia, que se disolvió sin hacer ruido. Cuenta la leyenda que se fueron porque el club dejó de pagarles quintos, pero nunca he podido confirmarlo. Dejaron sólo unas cuantas pintadas.
Mi salida del pueblo me llevó a abandonar El Porrejat. Pasé por Castalia, Mestalla y los campos de Madrid, pero no volví a sentir mío un estadio hasta pisar el Valentin Stanescu de Bucarest, en el barrio de Giulesti que le da nombre popularmente. En Giulesti juega el Rapid de Bucarest y caben 20.000 espectadores. Es un campo de estilo inglés, inspirado en el viejo Highbury. Tiene una de las generales más empinadas de Europa y desde hace años un fondo cerrado por riesgo de derrumbe. Las entrañas de Giulesti están sucias y los baños huelen. Junto a las escaleras adolescentes gitanos venden vasos de Pepsi sobre una mesa de madera, 4 lei estándar y un lei más por el último dedo. Gulesti tiene las paredes llenas de pintadas y el suelo de hormigón negro y gastado. Recuerda al Comunale turinés que se ve en Ultrà de Ricky Tognazzi. El Rapid no puede jugar aquí sus partidos europeos y ha decidido mudarse al flamante Estadio Nacional de Bucarest, recién construido según el modelo del campo de Frankfurt. La semana pasada el Rapid debutó en Europa contra el PSV holandés. Desde el fondo sur del nuevo estadio buscaba el cielo de Bucarest, que apenas si se asomaba entre el marcador inmenso en forma de pelota y los tensores que lo sujetan. Más que en un estadio me parecía estar en una sala de congresos.