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En el sofá de casa releeo la biografía de Isaiah Berlin escrita por Michael Ignatieff. La lectura avanza animada y llena de estimulantes sobresaltos: una amplia sonrisa cuando Isaiah recibe la propuesta para ser «Sir» como si le pidieran ponerse «un sombrerito de papel», emoción ante su «despertar tardío» y la placentera complicidad con Aline, admiración por su incapacidad para abortar cualquier simpatía o afinidad, aún al precio del conflicto y el sufrimiento, la centralidad de las intuiciones y siempre la desconfianza del exceso de celo. Y de repente una imagen que paraliza la lectura. Corren los años 60 y el compositor Igor Stravinsky recibe un encargo del Estado de Israel: que haga una obra en honor del Festival de Jerusalén. Stravisnky pide ayuda a Isaiah, que vuelve enseguida con una Biblia en hebreo. Berlin piensa en «la escena en que Abraham ata a Isaac, el momento en que el padre se prepara para sacrificar a su propio hijo». A Stravinsky le parece una buena idea, e invita a Berlin al estreno en Jerusalén. El público israelí aplaude «frenéticamente» el tenue shalom de Stravinsky desde el escenario. Berlin recuerda que el auditorio no pareció entender gran cosa de lo que aquellos sonidos en hebreo debían transmitir, pero celebraron la obra comprendiendo su intención de honrar la tradición judía. La descripción del público de Isaiah, «un bosque de camisas blancas y azules y melenas blancas y despeinadas», me obliga a interrumpir la lectura. A cerrar el libro, dejarlo sobre la mesa y correr a internet a buscar imágenes del bosque. No las encuentro, y paseo por la casa imaginándolo, poniendo caras a los árboles. Y ante todos los brazos curtidos asomando bajo las mangas cortas pienso en el israelí de origen rumano que irrumpió en una de aquellas mañanas de aguardiente y conversación en la sinagoga de Focsani. Llevaba un sombrero de paja y un palillo en la boca. Había venido a pasar el verano a Rumanía y le pregunté por su vida en Israel. He trabajado duro, dijo con orgullo, y le contó al presidente que por primera vez había venido con su hijo. Seguí en silencio la conversación de dos viejos amigos. El visitante me pareció un campesino rumano más dinámico y concreto, quizá también más duro, más directamente práctico, y tardé mucho en saber qué volver a preguntarle. Finalmente le pregunté si los israelíes de origen rumano hablaban entre ellos en hebreo o seguían utilizando en rumano. «¿Qué se cree joven, que somos como las putas de Italia, que trabajan allí dos años y ya han olvidado el idioma?»
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En Sighisoara, un día de verano con la gente de Españoles por el Mundo. En la plaza central, a los pies de la Torre del Reloj, dos hombres vestidos con trajes medievales saludan en todos los idiomas a los turistas y tocan y cantan canciones con un bombo y una flauta. Señoras y señores, las puertas de Sighisoara están abierrrrtas parra ustedes, nos dicen a los españoles. Un nutrido grupo de jubilados israelíes toma en pocos segundos la plaza. No hay camisas blancas ni melenas despeinadas, sino camisetas con números de colegio americano, pantalones cortos y mucho bolso cruzado. Los medievales saludan en hebreo desde su esquina. Los israelíes aplauden como debieron aplaudir el shalom de Stravinsky en Jerusalén. Los músicos empiezan a tocar Hava Nagila. El ambiente se enciende. Toda la plaza toca palmas, canta con los músicos y baila entre sonrisas. Una ovación cerrada sigue a la interpretación de los medievales tras la breve descarga emotiva.