Visto en perspectiva había entonces cierto romanticismo en matar a alguien que no era de tu país precisamente por eso, por extranjero. Si se llevaba a cabo en alta mar, y de ello se derivaban tesoros varios y un largo recuento de cadáveres tumbados con la espalda al sol o enterrados en el océano, lo romántico aventaba a los piratas (sólo a los escrupulosamente patriotas, que los había promiscuos). Dijo hace poco el escritor Alberto Fortes que no era un romántico del mar, pero lo dijo porque lo había vivido y lo había vivido joven. Siempre ha defendido uno que desde la ignorancia es más fácil idealizar estas cuestiones. En otros siglos el patriotismo se entrenaba matando y ahora hay que celebrar algún gol suelto de Salinas, cuando Salinas ya ni juega. Manuel Vicent habló de la patria como efusión del cerebro reptil: la defensa del territorio. Por eso un día puso como ejemplo a un perro, al que descuidadamente llamó Toby. Cuando sale el perro de casa mea en un árbol, en otro y en el de más allá. No por aliviarse, sino por definirse: su patria. Sarkozy, con la arbolada patria a cuestas, envió hace años sus mejores presentes para sofocar un secuestro infame en aguas somalíes y Zapatero en la misma casi piensa en una excursión de catequistas, pero llegó a enviar una fragata para pagar a gusto. Desde que un mal día se puso el sol España ha sido siempre un país que se debate fuera entre la blandenguería y la estolidez. Cuando hubo que hacer una guerra sucia se metió en un saco a Segundo Marey. Cuando hubo que plantar cara a Bush, Aznar salió corriendo a por el hueso. Sobre los piratas modernos que nos secuestran en África no cae la romántica pátina del pasado, sino el estigma de una banda de chikilicuatres en pedaleta con ínfulas marinas. Y sin embargo se atreven hasta con los de Portonovo, como pasó la semana pasada, en un hecho sin precedentes desde la Armada Invencible. Suelen ser ex militares que cuidan a sus rehenes y que defienden una patria rápida: el dinero. Si hay cierta moral, deberían los barcos españoles empalmar en la proa una ancha tabla de madera y empujar al enemigo a los tiburones con la punta oxidada de un viejo sable del pirata de A Moureira Benito Soto, que murió viendo a su verdugo cavando tierra para que dejase de agonizar, pues le habían dejado una cuerda demasiado larga.
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