El escritor Guillermo Ortiz señalaba en twitter que el paso de la información a la opinión en el periodismo está llevando a la vuelta de tuerca sacramental de la fe. El periodismo se ha convertido en un acto de fe. Tanto para los que escriben como para los que leen. Esta evidencia —que me parece lucidísima— nos coge a los agnósticos con el pie cambiado. La imposibilidad de abrir los papeles sin poner en duda constante todo aquello que leemos. De partir de la base de que cualquier titular puede esconder una falacia negrísima. Y la atribución a terceras personas de cualquier afirmación no tiene más credibilidad (ni interés) que el chisme de sobremesa dipsomaniaco sobre las costumbres de alcoba de algún ausente. Se ve fortalecida la fe por este caliginoso medioambiente nuestro. Tan divertidamente fanático. Así pues, si eres un columnista progresista tienes que cubrirte con el pañuelo palestino cada vez que escribes sobre Oriente Próximo, al igual que no puedes dejar de localizar Paracuellos y berrear como un binguero febril “¡el 34!” si glosas las miserias de la memoria histórica desde la trinchera opuesta. Y hoy como ayer, y siempre igual. Así no hay quien lea papeles, la verdad.
Reconozco que, a diferencia de cualquier muchacho que una vez quiso cobrar por escribir cosas cortas y rápidas, siempre fui lector más conspicuo de mamotretos inventados, sesudísimos análisis fílmicos, historias de la Historia para no dormir, reportajes encuadernados y crónicas inmarcesibles a pie de obra que del propio papel del día. Tal vez ya se imponía este fatigoso escepticismo. O una indiferencia insana, no sé. Agravada la imposibilidad de la fe por la práctica del oficio pero, sobre todo, por el trato constante con periodistas desde el lado oscuro, que es como se conocían los gabinetes de prensa antes de que el periodismo trasmutara definitivamente en hoja parroquial, en plataforma de marketing divino.
Sin esconder la íntima satisfacción que me produce ver en digitales el pegado sin cortes de una nota mía (a veces con la firma de un nombre ajeno), debo reconocer que me desespera la absoluta desidia profesional de los que son incapaces de hacer una sola llamada telefónica que de buen seguro echaría al traste mi esfuerzo de ambigüedades y de verdades a medias. Diría que no es exagerado pensar que mi caso no se debe a la excepcionalidad entre la cantidad de combustible inflamable que nutre diariamente la caldera. E la nave va.
En fin, en estos tiempos traslucidos, de información inmediata y abrumadora, de todo saberlo con el primer café de la mañana, corremos el peligro de quedarnos ciegos. Cegados por la fe. Un riesgo atenuado por cuatro tipos y tipas que nos devuelven la seguridad inquebrantable de poder afirmar de nuevo: “Lo trae hoy el periódico”.