Podríamos empezar por el PGA de 1999, aquel golpe imposible con la bola pegada al árbol: Sergio García mira la posición, se lleva la mano a la frente, se quita la gorra, se la pone, se coloca lentamente sin ángulo, casi paralelo al hoyo, pega un hierro que levanta tierra y hojas de pino, formando una pequeña nube de polvo que le obliga a cerrar los ojos, y sale corriendo a la calle del 16 del campo de Sawgrass, pegando saltos y llevándose la mano al corazón, en un gesto de alivio, mientras la bola, incontrolada, va botando hacia delante para acabar, aunque parezca un milagro, en el green ante el asombro de todos.
Lo dicho, podríamos empezar a contar ahí la historia de Sergio García y los Grand Slam, pero para entonces el español ya era “El Niño” –o “El Nino”, como cantaban los americanos- homenaje a su juventud y al fenómeno meteorológico que asoló Florida y el Caribe durante aquel año. Hay que ir un poco antes, apenas unos meses: al Masters de Augusta que acabó como mejor amateur. El mismo torneo que José María Olazábal conseguiría ganar en un mano a mano memorable con Greg Norman.
Sergio García era el futuro como lo había sido Tiger Woods en su momento. Tenía 19 años y el estadounidense, 23. Tras un comienzo como profesional arrollador, ganando el Masters de 1997 por una diferencia abusiva, Woods llevaba dos años de sequía en el campo que contrastaban con su éxito imparable en marketing y publicidad. Era la mezcla perfecta entre Jack Nicklaus y Arnold Palmer, con un pie en el campo de golf y el otro en el estudio de televisión.
A Woods se le intentó enfrentar a David Duval, el metódico e inexpresivo Duval, pero a aquella batalla le faltaba energía y no enganchó a nadie. La llegada de García al circuito hacía vislumbrar una década de enfrentamientos a cara de perro, gritos y saltos y puños al aire… multitudes enfrentadas vitoreando sus nombres.
Esas eran las expectativas, imagínense ahora la ansiedad. Con el paso de los años, García se confirmó como un enorme jugador de élite, número dos del mundo durante varios meses, competidor habitual en las últimas rondas de los Grand Slam aunque con cierta tendencia a derrumbarse. Un joven precoz en el estrellato, ganador de torneos en el circuito americano y el europeo, y objeto de deseo de la prensa sensacionalista por sus relaciones esporádicas con otras figuras del deporte como Martina Hingis.
Sin embargo, nunca llegó a la altura de Tiger Woods y, sí, parte de la culpa fue suya, pero gran parte del mérito fue del estadounidense, que asombró con los mejores años de la historia de este deporte justo cuando el castellonense se había decidido a asaltar el trono.
Todos ese tiempo a la sombra hizo mella en Sergio. Es normal. A los 19 años te dicen que vas a ser el mejor del mundo y los hechos se empeñan en confirmarlo. “El nuevo Ballesteros”, decían, como si eso fuera tan fácil. ¿Cómo no creerlo?, ¿por qué no creerlo, además? Sergio no tenía a su tío al lado susurrándole después de cada torneo “recuerda que eres humano”, como le sucedía a Rafa Nadal. Sergio García confió en la gloria y la gloria no acababa de llegar y el jovencillo graciosete y chistoso se convirtió poco a poco en un hombre serio, con extraños ataques de frustración y una especie de desdén hacia todo lo que le rodeaba.
En 2002 consiguió acabar entre los diez primeros en los cuatro torneos del Grand Slam, algo que nadie había conseguido a los 22 años. Se mantuvo a un gran nivel hasta 2006 pero en 2007 parecía que la gran promesa se había venido definitivamente abajo: no solo seguía sin ganar un gran torneo sino que ni siquiera consiguió pasar el corte en el Masters ni en el US Open. “El niño” ya no era un niño y desde luego ya no era la alternativa a Tiger Woods. Detrás de él venía la nueva generación, encabezada por los Justin Rose, los Adam Scott, los Ben Curtis… dispuestos a llevarse el mundo por delante.
En esas condiciones llegó al Open Británico. Sin expectativa alguna. Sin presión. Derrotado de antemano en uno de los campos más complicados del mundo: el temible Carnoustie… y, por debajo del radar, se marcó un 65 en la primera vuelta, seis golpes bajo par, dos por delante del segundo, Paul McGinley y cuatro de ventaja sobre el caníbal Woods, siempre a la expectativa, siempre la referencia.
La vuelta de García sorprendió a todos, pero eso ya lo habíamos visto antes. “Se desmoronará en la segunda vuelta”, dijeron, pero en la segunda vuelta, Sergio hizo un sólido 71, justo el par, y mantuvo el liderato aún con dos golpes de ventaja, en esta ocasión sobre K.J. Choi, mientras Woods se iba a los 74 y quedaba ya a siete golpes, una distancia más que apreciable. Sergio volvía a sonreír aunque sin exageraciones, más centrado que nunca en su juego, sabedor de que estaba ante su gran oportunidad.
La tercera vuelta fue un auténtico espectáculo. Pese a sus tradicionales problemas con el putt, que le venían persiguiendo desde el inicio de su carrera, García hizo un 68 para colocarse -9, tres golpes por delante del correoso Steve Stricker. Todos los demás quedaban ya a seis o siete de distancia: los Choi, Singh, Di Marco, Harrington, Els, Cink, Jiménez y compañía. La ventaja no era solo una cuestión estadística sino de sensaciones: García estaba jugando aún mejor de lo que indicaba su tarjeta. Pensar en remontarle esa distancia en una sola vuelta después de tres días de intensa dominación era ridículo. Sería Stricker o sería él, y, no nos engañemos, todos estábamos seguros de que el americano no iba a ser.
Con lo que nadie contaba era con una última vuelta histórica, de las mejores que se han visto en años. Probablemente, un +2 o un +3 le hubieran valido a García para ganar cualquier otro torneo pero se encontró con dos imprevistos. El primero se llamaba Andrés Romero, un post-adolescente argentino que se marcó diez birdies aquel domingo hasta colocarse líder y acabar en una enredadera de nervios: doble bogey en el 17 y bogey en el 18.
El segundo invitado al que nadie esperaba fue Padraig Harrington, un correcto jugador irlandés que había pasado la treintena sin ningún gran triunfo, colaborador asiduo de las Ryder Cup europeas y poco más. Estuvo pululando por la zona alta del torneo toda la jornada hasta que de repente se desató: birdie en el 10, en el 11, en el 12, en el 13… y un eagle en el 14 para conquistar un liderato que mantuvo hasta la salida del 18, cuando se fue al agua dos veces, a lo Van de Velde, hizo un doble bogey y firmó un total de 277 golpes, uno menos que Romero, siete por debajo del par del campo.
Quedaba García. Obviamente, el español estaba histérico. ¿No podía ser aquella última vuelta una última vuelta normal, tranquila, con la gente preocupada por mantener su quinto o sexto puesto y el dinero correspondiente? Después de tres días y medio en lo alto, había perdido el liderato a favor de Romero y después de Harrington… pero sus debacles en los últimos hoyos le permitieron llegar al 18 como líder, con un golpe de ventaja. Un par, eso era todo lo que necesitaba. Un par y el primer Grande sería suyo, por fin, a los 27 años, una edad maravillosa para ponerse a ganar y ya no parar en una década.
El primer golpe es perfecto: en medio de la calle, sin complicaciones. El segundo ya le deja una mueca desagradable en la cara. Basta con ver su boca para saber que esa bola no va a acabar en buen lugar. De hecho, acaba en el bunker al lado del green. Tampoco es ningún drama: si consigue hacer una buena salida y embocar, el Open es suyo.
… Y la salida no es mala, en absoluto. De hecho, es un gran golpe en esas circunstancias. En vez de arrugarse, Sergio vuelve a sacar lo mejor de su juego cuando la cosa está más complicada y consigue dejar la bola a apenas tres metros del hoyo, un poco pasado de bandera. Tres metros, eso es todo; esa distancia es la que separa una carrera decente de una carrera magnífica. García se cuadra ante la bola, sigue su rutina de golpecitos de práctica y acaba impactando con firmeza. La pelota va un poco a la izquierda, muy poco y muy lenta, luego empieza a caer. Son tres metros pero parecen trescientos… la caída hace que se acerque con velocidad y parezca que va a entrar justo por el borde, pero sorprendentemente, en vez de caer, el hoyo la escupe y la manda lejos.
García está desolado. Harrington no se lo puede creer. El castellonense aseguraría después que el golpe no estaba mal tirado y probablemente tuviera razón pero nadie quiso creerle y prefirieron sacar el hacha a pasear. Se le puso cara de juguete roto y la prensa no dejó pasar la oportunidad. Hubo un play-off pero aquello fue una agonía innecesaria. Harrington no desperdició el regalo y ganó el torneo en el primer hoyo.
El premio al mejor amateur fue para un adolescente, también irlandés, pero del norte, un tal Rory McIlroy.
Sergio creyó durante unos meses en una remontada de su juego, algo así como un segundo advenimiento: en 2008 coqueteó con el número uno del mundo después de ganar el prestigioso The Players Championship y volvió a tener una opción de victoria hasta el final en el PGA de ese año… todo para perder de nuevo ante Harrington, sorprendente estrella de final de década. A esa nueva decepción le siguieron unos cuantos cortes fallados y una caída en los rankings que le llevó a la retirada momentánea para reflexionar y a las previas para disputar torneos de Grand Slam.
Aunque parezca mentira tiene todavía 31 años, cinco menos de los que tenía el propio Harrington cuando le levantó aquel Open Británico. Si se libra del pasado, el futuro aún puede ser suyo. El problema, como siempre, consiste en qué demonios hacer con el presente.
La corbata de Sergio García se puede ver mejor en el minuto 3:08 de este vídeo:
http://ma-tvideo.france3.fr/video/iLyROoafte0b.html
Me ha gustado mucho el artículo, aunque el famoso golpe de Sergio García en el árbol, no fue en Sawgrass, si no en Medinah Country Club, el mismo campo en el que se ganó la Ryder Cup en la que Chema Olazábal fue capitán.